Las televisiones han retransmitido durante los últimos días una mala película interpretada por actores mediocres. Una opereta milimétricamente preparada desde hace varias semanas en la que no ha habido lugar para la improvisación. Los separatistas han cumplido en el Parlament su amenaza, y lo han hecho ante la impotencia de una oposición que optó por el filibusterismo y la pataleta ante su incapacidad para contener el huracán que se le vino encima y que amenaza con arrasar las estructuras del Estado en Cataluña. Quizá como nunca, ha dado la sensación de que en España no existen referentes en los que los ciudadanos pueden apoyarse para sacar algo en claro sobre lo que ha ocurrido y lo que puede ocurrir en las próximas semanas en el país.
El guion que se ha escenificado en Cataluña no era ni novedoso, ni imprevisible. De hecho, se ha interpretado tantas veces, en distintas épocas, que se podría recitar de memoria. Habla de la deriva de una sociedad herida por la crisis que, en buena parte, se entrega a los oportunistas. A los que ensalzan unas señas de identidad y unos símbolos comunes, y los que falsean el presente y el pasado en su propio beneficio. Las Instituciones españolas no han sabido leer esa situación y han aplicado el palo cuando se esperaba la zanahoria, y el silencio timorato cuando hacía falta un discurso razonable con el que contrarrestar el victimismo populista que la Generalitat y su armada mediática inyectaban en la sociedad.
Llama la atención que en estos tiempos de 'sobreinformación' se haya hecho tan evidente la carencia de ‘faros’ mediáticos que sean capaces de iluminar el camino. Nadie sabe a ciencia cierta lo que va a pasar de aquí al 1 de octubre, ni cuál será el modelo de convivencia que surgirá tras el órdago catalán; y ningún medio ha contribuido a disipar la confusión y a marcar la senda a seguir. El enorme caudal de noticias que cada ciudadano recibe en sus pantallas ha sumergido bajo el agua las torres que antes se podían tomar como referencia.
Desde luego, no ha ayudado a solucionar este problema el error fatal que tomaron la mayoría de los medios de comunicación hace un tiempo, cuando, entre la influencia y la audiencia, optaron por la segunda.
Eso hizo que orillaran el análisis pausado de la realidad y apostaran por el espectáculo, por la anécdota y por la frivolidad. Por el clic y por la décima de share. Por el tertuliano iletrado que pasa las horas lanzando titulares de 30 segundos, cuanto más socarrones mejor. La buena información no es necesaria si no contribuye a hacer el negocio más rentable.
La autonómica catalana, TV-3, fue transformada el día después de su creación en la principal herramienta de propaganda de la Generalitat y, desde 2010, ha convertido el proceso soberanista en su bandera.
El paisaje es desolador. La televisión pública estatal, a razón de 1.000 millones de euros por año, ha adoptado un perfil bajo y se ha ahogado en un mar de irrelevancia, entre acusaciones de manipulación que han minado su credibilidad. El medio de comunicación al que deberían acudir los españoles para obtener información consistente ha sido víctima de los gobernantes que durante décadas han querido utilizarlo como arma política.
La autonómica catalana, TV-3, fue transformada el día después de su creación en la principal herramienta de propaganda de la Generalitat y, desde 2010, ha convertido el proceso soberanista en su bandera. En sus canales se ha realizado un especial esfuerzo por sembrar la discordia entre Cataluña y el resto de España. Desde a través de la escritora que quemó un ejemplar de la Constitución, hasta a través de ese 'cómico' que comparó a Rajoy con Hitler o de ese niño ataviado con una camiseta roja que, en un anuncio publicitario, abroncaba a otro que vestía una prenda con una senyera y se señalaba el corazón (ni Leni Riefenstahl, oiga). Planta la semilla del odio y siéntate a esperar.
La radio cada vez da la sensación de estar más vacía de voces de peso y las cadenas privadas de televisión tampoco han hecho durante estos días un especial esfuerzo por transmitir lucidez, por decirlo de algún modo.
Sus programadores optaron hace un tiempo por las tertulias de titular rimbombante y -reitero- contertulio gritón, de posición ideológica fácilmente identificable para el espectador. No ha abundado durante estos días, precisamente, el análisis pausado de los que estaba pasando en Cataluña y de lo que puede suceder. De hecho, ni siquiera Antonio García Ferreras –líder de audiencia en estos casos- estaba a los mandos de su programa en la cita política más relevante de los últimos años. Da la sensación de que no han sobrado ni argumentos ni valentía.
La situación de los periódicos es aún peor. La crisis del papel y la recesión económica arrasaron con las grandes estructuras mediáticas y sus editores, desbordados, decidieron abrir la puerta a dos compañeros de viaje con los que las empresas informativas, por principios, no deberían asociarse: el poder político y el empresarial. El primero, asigna campañas institucionales. El segundo, contratos publicitarios.
Esto ha dejado a España sin un referente claro en prensa impresa y al diario más vendido, El País, rescatado en 2013 por Telefónica, Santander, Caixabank y HSBC -con la inestimable ayuda de Moncloa- bajo la incómoda sombra de la sospecha.
Postura unánime, pero insuficiente
Los generalistas que se editan en Madrid han sido unánimes a la hora de denunciar el abordaje al Estado de derecho que han consumado los partidos independentistas en el Parlament. Pero los análisis en profundidad del problema no puede decirse que hayan sido abundantes. Por supuesto, tampoco ha ocurrido esto en la prensa digital, presa, en su mayoría, de la dictadura del clic. La que le ha llevado a renunciar a la influencia por la audiencia.
En Cataluña, el ecosistema está mucho más contaminado. La Vanguardia, institución de la prensa catalana, el periódico de la burguesía barcelonesa y al que los padres suscribían a los hijos cuando se emancipaban, ha optado por una premeditada ambigüedad con la que denuncia los desmanes de los secesionistas, pero con la tibieza propia de quien cobra ingentes subvenciones gracias a ellos. Los periódicos impresos catalanistas –Ara y El Punt Avui- ejercen de fieles escoltas del pagador, de la Generalitat, al igual que esos periódicos digitales que terminan con el sufijo ‘.cat’ y que se mantienen, en buena parte, gracias a la generosidad del poder político.
La respuesta de los líderes políticos y mediáticos ha sido tibia y fatalista. Prueba inequívoca de la precaria salud del sistema democrático español.
España tenía el ‘brexit’ como espejo en el que mirarse y, una vez más, ha preferido cerrar los ojos. Allí, los tabloides eclipsaron a la prensa generalista con un discurso delirante que los ciudadanos –hastiados por la crisis y víctimas de los errores de los gobernantes de Londres y de Bruselas- hicieron suyo. En lo que respecta al problema catalán, no cabe duda de que se han impuesto las tesis de quienes han hecho más ruido, de quienes transmiten odio y mensajes manipulados en cantidades ingentes por interés económico o por ideología. Y da la sensación de que Madrid -desde donde también han salido mensajes de ese tipo- no ha sabido neutralizarlos.
Fracaso de comunicación
Frente a las soflamas de la Generalitat, Moncloa no ha reaccionado como exigía la situación. Sirva como ejemplo la manifestación del pasado 2 de septiembre en Barcelona. Desde luego, no era difícil de adivinar que el mismo Govern que había intentado instrumentalizar los atentados iba a hacer lo propio con este acto público. A sabiendas de este hecho, por alguna razón se decidió someter al Rey al juicio popular de los independentistas. La imagen que se apreció por televisión deja en evidencia este gran error de cálculo: Felipe VI escoltado por los miembros del Gobierno y los presidentes autonómicos, lejos de los portavoces de la oposición y con decenas de banderas ‘esteladas’ a su espalda. La ANC consiguió una pieza de caza mayor.
El jueves, después del Consejo de Ministros, el ciudadano que esperara a un Mariano Rajoy resolutivo y motivador se llevaría una decepción, pues salió a la defensiva. Su discurso fue funcionarial, como siempre. Quien lo viera por televisión, no pudo observar nada más allá de la respuesta judicial del Ejecutivo ante la aprobación de la Ley de Referéndum. Carisma con cuentagotas y ni un resquicio para el optimismo de quienes han perdido la esperanza en que esto se va a solucionar antes de que el Estado salte por los aires.
Son días inciertos en los que España y sus ciudadanos caminan a oscuras, sin saber exactamente las características del terreno en el que se mueven ni cuál será la pisada que les hará caer por el precipicio. Es tiempo para los estadistas, pero no parece que los haya. Ha llegado la hora de que quienes manejan las grandes compañías del país hablen, al fin, y contribuyan a espantar los fantasmas de la secesión. Y es el momento de que desde las más altas tribunas mediáticas se muestren las rutas que pueden acercar las posturas entre las partes y conducir hacia la posterior conciliación. El problema es que nadie –o casi nadie- ha dado claves interesantes hasta el momento. La respuesta de los líderes políticos y mediáticos ha sido tibia y fatalista. Prueba inequívoca de la precaria salud del sistema democrático español.