A los españoles no les interesa el “procés”, esa vía a la independencia a través de una insistencia llevada hasta la náusea y el aburrimiento, basada en escapar de la justicia por corrupción masiva, el complejo de superioridad etnocultural y un psicosomático victimismo. Es el discurso de la supuesta civilización esencialista catalana frente a la presunta barbarie hispánica, pero no interesa. Lo dice el CIS y punto. “Que negocien”, y sanseacabó. A la gente le importan más las formas que el contenido. Y esto lo sabe Pedro Sánchez.
El proyecto político del nuevo PSOE solo necesita tres ejes: echar al PP, derribar toda la legislación de la etapa de Rajoy, y negociar (léase “ceder”) con quien sea para conseguir el poder. Por eso, tras salir de su entrevista con Felipe VI y eludir la pregunta sobre la contratación de su hermano por Diputación de Badajoz, dio su solución al problema del golpe de Estado en Cataluña. Lo importante, dijo, es el diálogo.
El proyecto político del nuevo PSOE solo necesita tres ejes: echar al PP, derribar toda la legislación de la etapa de Rajoy, y negociar con quien sea para conseguir el poder
La superficialidad de Sánchez molesta a todos aquellos que distinguen la política de oposición, propia de temas y circunstancias normales, de la defensa de lo político en aquellos momentos, como los actuales, en los que se cuestionan las bases de la convivencia. No es un fenómeno extraño, sino reflejo de nuestro tiempo.
Lo alarmante de Europa es la persistencia de las ficciones, e incluso de las utopías, esas falacias destructoras de democracias. Mantenemos unas instituciones europeas fundadas en principios universales de efecto placebo, como la kantiana paz perpetua, la felicidad general, y la igualación social, pero que desconocemos. Por lo menos, Jean-Claude Juncker ha dicho la verdad sobre el Parlamento europeo: “Son ustedes ridículos, muy ridículos”, al comprobar que solo había 30 diputados de los 751 convocados. Claro que, estas noticias pasan casi desapercibidas. Si pidiéramos a los españoles que citaran tres instituciones de la Unión Europa, o que dijeran, ya que votan, cómo se eligen a los cargos públicos europeos, nos encontraríamos que no sabrían qué contestar; pero daría igual, porque lo importante son las formas y la imagen.
No hablo de la verdad oficial, sino de la tendencia actual de la sociedad europea a sublimar las formas sobre los contenidos, las palabras a los principios. Me refiero a esa mala costumbre de confiar en el poder, a no pedir explicaciones ni concreciones, a que nos baste con que un político diga: “Para encontrar una solución hay que hablar”.
Nadie se adentró en el programa de Macron, en sus contradicciones y eclecticismo; solo se quería una fórmula fiable para que la gestión de la finca no perturbara el sueño
En realidad, por eso ha triunfado “el centro” en Francia, porque responde a esa necesidad del europeo de delegar la gestión de la comodidad proporcionada por el Estado en alguien que continúe la práctica. Nadie se adentró en el programa de Macron, en sus contradicciones y eclecticismo; solo se quería una fórmula fiable para que la gestión de la finca no perturbara el sueño.
Europa duerme, solo preocupada porque no falte una mano que meza su cuna. Mientras, la democracia ha dejado de ser un contenido para convertirse en unas formas de decidir la política, cualquier política. Todo es negociable entre oligarquías, incluso el fin de la libertad en una región como Cataluña. Por eso han conseguido que mucha gente defienda que votar es la esencia de la democracia, cuando en realidad es la manifestación popular periódica y reglada sobre el ejercicio pasado del poder y los deseos de conservación o cambio. En Venezuela se ha votado, por ejemplo, pero no existe democracia; es más, Hitler convocó cuatro referéndums y Franco dos, y eso no les convirtió en demócratas.
Es más democrático, por legal, aplicar el artículo 155 de la Constitución de 1978 que sentarse a dialogar con los golpistas
El culto a las formas de la política está destruyendo lo político. Es más democrático, por legal, aplicar el artículo 155 de la Constitución de 1978 que sentarse a dialogar con los golpistas. Pero parece no importar, insisto. Los políticos del gobierno amagaran con frases alambicadas, y esperarán a que los independentistas se consuman en luchas internas y en su propio ridículo. Los políticos de la oposición dirán, como ya hacen, que la culpa del “procés” la tiene el Gobierno, y que hay que encontrar fórmulas políticas. Es sintomático que hayan sido Felipe González y José María Aznar, ambos repudiados en partidos que se lo deben todo, los que han hablado de aplicar dicho artículo.
Este vacío argumental es un calmante para la mayoría de la gente, y eso lo sabe Pedro Sánchez. ¿Para qué va a concretar en qué consiste su fórmula federal, o quién se sentaría a negociar, con qué legitimidad, o apoyándose en qué ley? Es más sencillo y rentable aludir a mesas de diálogo, a mágicas negociaciones, y predicar pomposamente una Narnia catalana.
Esa sublimación de las formas no es exclusiva del PSOE de Sánchez; también de Ciudadanos. ¿En qué quedó su bandera de la urgente regeneración? En reproches al PP. Por lo demás, ahí están, ufanos de su frustrada proposición de gestación subrogada –los vientres de alquiler, vamos-, que no respondía a ninguna demanda social general, ni a movimientos sociales mayoritarios, ni luchas históricas, ni manifestaciones callejeras, ni acampadas eternas, y de la que se felicitan muchas clínicas y los gurús del transhumanismo. Pero Ciudadanos sabía que la proposición no iba a salir adelante por la oposición de todos los grupos. ¿Qué sacaban entonces? Fácil: la imagen de modernos.
Esta primacía de las formas y de la imagen está en consonancia con la crisis de la clase política. Tras 40 años de democracia, los partidos se han convertido en empresas de formación profesional y colocación, lugares donde hacer carrera siempre que se guarde el culto al líder y las normas del patriotismo corporativo. En ese mundo burocratizado y estático, hoy, la mejor forma de sobrevivir, en una sociedad que duerme, es prometer lenta y solemnemente el sol y la primavera de Narnia.