Esta frase sigue pareciendo absurda, incluso 12 meses después. Nadie, ni siquiera el mismo Trump o su equipo de campaña creían posible este resultado. La noche de las elecciones, cuando un improbable juego de aritmética convirtió un déficit de tres millones de votos en una victoria en el colegio electoral, nadie tenía un plan sobre qué hacer una vez en la Casa Blanca.
Tras un año en el cargo, esa falta de planes ha producido una administración paradójica, volátil y contradictoria. Los políticos, casi sin excepción (y hay una amplia literatura académica sobre el tema), intentan cumplir las promesas que hacen durante la campaña electoral. Trump dijo muchas cosas durante la campaña, y dio un montón de discursos en mítines fervorosamente televisados por las cadenas de noticias por cable del país. Esos discursos, sin embargo, a menudo se reducían a una larga cadena de insultos a los medios de comunicación, hablar sobre cómo México pagaría un muro fronterizo y sobre cómo el resto del mundo se aprovechaba de Estados Unidos, pero no contenían apenas propuestas económicas concretas. Trump se distinguió (especialmente en las primarias) por prometer lo que no iba a hacer, como bajar los impuestos a los ricos, recortar pensiones o quitarle la sanidad a nadie.
¿Qué sucede cuando un político que ha basado su campaña en el cabreo constante y un racismo poco disimulado llega al poder? En el caso de Trump, lo que hemos visto es una carrera para llenar de contenido concreto una serie de sentimientos iracundos. La Casa Blanca, desde el principio, fue el escenario de furiosas batallas entre asesores tratando de definir qué era el “populismo” que defendía Trump, y quién debía controlar la agenda.
Trump sigue hablando como un nacionalista racista, pero la agenda legislativa de la Casa Blanca la controlan los líderes republicanos en la Cámara de representantes y el Senado
Según la mayoría de observadores, dentro del 'trumpismo' podíamos encontrar tres facciones. La primera, liderada por el jefe de campaña Steve Bannon, defendía un nacionalismo con marcados toques racistas, pero cierto populismo económico. Los 'bannonistas' no querían bajar los impuestos a los ricos ni recortar la sanidad; lo suyo era armar guerras comerciales con China, aislacionismo en política exterior y deportar inmigrantes. La segunda facción, liderada por Ivanka Trump, hija del presidente, y Jared Kushner, su yerno, quería una administración centrista que propusiera cosas como bajas por maternidad y educación infantil, y dejara los temas de inmigración y política exterior en paz. La tercera facción, representada por el jefe de gabinete, Reince Preibus, era el establishment, defensora de un programa republicano ortodoxo: bajar impuestos a los ricos, eliminar regulaciones, desmantelar la sanidad pública, restringir el aborto y recortar pensiones, con una política exterior agresiva, pero sin especial animadversión a la inmigración.
En principio, los populistas y centristas parecían tener las de ganar. Aunque Trump nunca diera demasiados detalles, las pocas medidas concretas que dijo defender durante la campaña estaban cerca del ideario de Steve Bannon. Trump, además, hace mucho caso a los consejos de su familia, y el consenso era que Javanka (Jared e Ivanka) podían convencerle sobre políticas concretas.
El resultado final, sin embargo, ha sido bastante distinto. Aunque Trump sigue hablando como un nacionalista racista cada vez que le ponen un micrófono o un teclado delante, la agenda legislativa de la Casa Blanca ha pasado a ser controlada por Paul Ryan y Mitch McConnell, los líderes republicanos en la Cámara de representantes y el Senado. Con contadas excepciones (decisiones administrativas en política migratoria y una errática política exterior), la administración Trump ha impulsado esencialmente las mismas medidas que otro hipotético presidente, Ted Cruz o Marco Rubio, hubieran intentado echar adelante: desmantelar la reforma de la sanidad de Obama, bajar impuestos a los ricos, eliminar regulaciones ambientales, y nombrar jueces conservadores al tribunal supremo.
Cretino racista malhumorado e incontenible
Ni Javanka ni Bannon tenían experiencia política, planes concretos o puñetera idea sobre cómo se gobierna un país, así que sus planes irremediablemente se perdían en debates estériles. Ryan y McConnell, mientras tanto, tenían una agenda lista, podían ofrecer a Trump “victorias” (porque a Trump lo que le mola es ganar, lo del contenido de las leyes le importa un pimiento) y un plan para alcanzarlas.
Lo que ha distinguido a Trump de otros republicanos ha sido su nivel de competencia y su estilo. A pesar de contar con mayorías republicanas en ambas cámaras, la Casa Blanca ha sido singularmente incompetente impulsando legislación de forma efectiva. Los republicanos fueron incapaces de derogar la reforma de la Sanidad el año pasado, y sólo han podido alterar componentes periféricos. Lo que tenía que ser una ambiciosa reforma fiscal, que sustituiría el ineficiente sistema de impuestos empresariales por algo parecido a un IVA, se convirtió en un regalo a los ricos que aumentará espectacularmente el déficit. Los republicanos, a pesar de controlar todos los resortes de poder, están teniendo problemas para incluso aprobar presupuestos y evitar que el gobierno cierre. La falta de liderazgo sólido en la Casa Blanca ha hecho que este primer año de gobierno la producción legislativa del congreso haya sido muy modesta, con apenas victorias claras más allá de la rebaja fiscal.
El estilo, en todo caso, ha sido su mayor problema. Trump es un presidente que heredó una economía en buena forma, y Estados Unidos ha seguido creciendo a buen ritmo durante su primer año de mandato. El presidente, no obstante, es increíblemente impopular, con tasas de aprobación alrededor del 35-36% en todos los sondeos. Su partido este año se ha hartado de perder elecciones en lugares donde deberían ganarlas sin problema, incluyendo un senador en Alabama. El motivo es que, primero, las políticas que impulsa el Congreso republicano contradicen directamente casi todo lo que dijo Trump en campaña; y, segundo, porque Trump sigue siendo el cretino racista malhumorado e incontenible que fue durante toda la campaña.
A Trump lo que le mola es ganar, lo del contenido de las leyes le importa un pimiento, y Ryan y McConnell le han puesto en bandeja sus primeras victorias
La Casa Blanca, estos meses, va a seis o siete escándalos semanales. Desde revelaciones atroces (la cada vez más plausible historia de una trama rusa para apoyarles durante la campaña electoral), a declaraciones completamente ofensivas o racistas, pasando por líos y corruptelas que hubieran hundido a cualquier político hace un par de años. Esta semana, sin ir más lejos, ha aparecido la historia de que Trump pagó 130.000 dólares a una actriz porno para que no hiciera pública sus aventuras extramatrimoniales durante la campaña electoral. Dado el caos presupuestario, los comentarios horrendamente racistas sobre inmigración del presidente y las noticias sobre la investigación rusa, los medios apenas han tenido tiempo de cubrir las revelaciones sobre su vida sexual.
El primer año de Trump, por tanto, ha sido una paradoja: un presidente increíblemente fuera de lo común intentando implementar el programa político del establishment que decía detestar. El hombre ha resultado ser tan inútil e ignorante como parecía ser durante la campaña, y el partido ha acabado por fagocitarlo imponiendo su agenda. Los republicanos han acabado pactando con el diablo, pero van a verse marcados irremediablemente por trabajar con alguien que una amplia mayoría de americanos detesta, incluso cuando la economía va bien.
En noviembre hay elecciones legislativas en Estados Unidos. Veremos si el partido consigue mantener el control del Congreso.