Yo no puedo hablar de Venezuela. No de manera normal, no sin arrancar, no sin demoler, no sin la contradicción que supone sentirse un desertor y un expulsado. Yo no puedo hacer un análisis, no puedo meterme –sin herir y sin herirme- en las tripas de un país que he dejado hace ya casi diez años y que miro desde la angustia y el dolor de la diáspora. Sí, diáspora. Con todas sus letras. Porque en Venezuela sufren los que se quedan y los que se marchan, otro muro que el chavismo consiguió levantar en sus 17 años de gobierno. Quienes me conocen saben cómo, al mentar la palabra Venezuela, el silencio se convierte en gesto roto en mi rostro. Saben que llevo tan mal un chiste como una enhorabuena. Venezuela es dolor, siempre. Sin embargo, los resultados del 6 de diciembre, por los asombrosos 112 escaños de la oposición en un Congreso antes dominado por la aplanadora del oficialismo, son un motivo para hablar, para partirse la cara con uno mismo. Este 6 de diciembre, Venezuela ha dado la espalda al atraso y la barbarie. Ha preferido el voto al enfrentamiento, la perseverancia a la resignación. Ha mostrado que los países también son valientes, como lo son los individuos.
Venezuela es dolor, siempre. Sin embargo, los resultados del 6 de diciembre, por los asombrosos 112 escaños de la oposición en un Congreso antes dominado por la aplanadora del oficialismo, son un motivo para hablar
Yo no puedo hablar de Venezuela, porque a veces una tierra es una herida y la patria, un desagüe. En un país en el que a diario mueren casi cien personas a manos del hampa, desangrarse y vivir con miedo -ser víctima- no es una metáfora. Y eso sólo lo saben quienes han pisado esa tierra caliente a la que la recorre una electricidad extraña, entre bella y aterradora. Una semana antes de dejar Venezuela, en 2006, ante una mesa de cubiertos silenciosos, el ex presidente Ramón J. Velásquez, el hombre encargado de presidir un gobierno interino tras los dos intentos de golpe de Estado perpetrados por Hugo Chávez en 1992, me dijo: “Si se va a ir del país, si no va a estar aquí: no hable de Venezuela, no escriba de Venezuela. Escriba sobre lo que vea fuera, pero no hable de lo que no esté viviendo”. Ramón J. Velázquez murió –en el silencio y el olvido- y sin embargo, su frase continúa prendida en mi frente como un clavo. Porque la advertencia obró su efecto. Desde ese día he visto: el cierre del primer canal de Televisión, la persecución ideológica de amigos y colegas, el asesinato impune de miles de venezolanos a manos del hampa, el encarcelamiento de centenares de personas, desde alcaldes hasta estudiantes que expresaron su oposición al Gobierno. He visto también el expolio y la humillación, la de quienes pueden arrebatar a otros aquello por lo que han trabajado toda una vida: desde su empleo -19.000 trabajadores de la industria petrolera fueron expulsados como perros de sus puestos de trabajo en 2002- hasta cosas más valiosas, como la dignidad. La inflación ha empobrecido a los venezolanos que día a día ven su sueldo disolverse en unos anaqueles vacíos de alimentos y sentido común.
Yo no puedo hablar de Venezuela, pero en los regresos ocasionales –siempre rápidos, siempre empujados por algo que hay que resolver- he visto cosas que nadie creería: filas que anteceden a casi cualquier operación, desde sacar dinero de un cajero o salir –que no entrar- de una agencia bancaria hasta esperar ser atendido por los poquísimos dependientes de tiendas con estanterías sin productos. He visto también enormes carteles en los que los ojos de un presidente muerto vigilan la ciudad como un padre embalsamado; he oído su voz fantasmagórica en las emisoras de radio; he visto cómo los comerciantes son perseguidos y hostigados cuando denuncian las presiones de la Guardia Nacional o el Gobierno; he visto viviendas construidas con la calderilla del petróleo, casas que brotan como setas para arreglar una pobreza que ahora alcanza a todos. La gente que encontré en las calles lucía distinto, hablaba distinto, vestía distinto, un no sé qué que recubre la vida con una película de estropicio.
"Yo no puedo hablar de Venezuela... pero la pobreza y la muerte es lo único democrático en el país gobernado por Nicolás Maduro"
Yo no puedo hablar de Venezuela, pero he visto cómo un país se transforma en un matadero. Alrededor de la morgue de Bello Monte, en Caracas, –donde van a parar todos los cadáveres de la ciudad- se aglomeran las personas, aquellos que esperan encontrar a su familiar asesinado –siempre mueren a manos de otro-. Esperan junto a contenedores rebosantes de basura e impunidad. El 2013 cerró (tan sólo en Caracas) con una cifra de 39 homicidios por cada cien mil habitantes, aunque hay quienes hablan de 79. No es posible saberlo. Resulta difícil aferrarse a la certeza de los números, porque no se publican estadísticas: ni de muertos a manos del hampa, tampoco de la inflación, mucho menos la tasa de emprobrecimiento y desquicio, ni nada que se la parezca. Los hombres y mujeres que pastorean en la morgue transpiran derrota, la misma que consigo en los ojos de quienes me hablan. La misma que habita en la gruesa capa de sucio que se cierne sobre casas y edificios, en el cielo hermoso de una ciudad que se licúa, se pierde, entre la devastación y su montaña, El Ávila.
Yo no puedo hablar de Venezuela, pero sé, por quienes aún me sujetan a aquella tierra, que para comprar algo –desde agua hasta pasta de dientes- hay que acudir un día específico asignado según el número de la cédula de identidad. Filas y filas de personas –custodiadas por militares- que madrugan para toparse de frente con el inmenso vacío de unas estanterías donde nunca hay lo que buscan, ni papel higiénico, ni paz, ni concordia. Los recorre una ira, un hartazgo, que no distingue zonas pudientes de barrios populares, una carestía que igualó a todos por debajo. Porque la pobreza y la muerte es lo único democrático en el país gobernado por Nicolás Maduro.
"Yo no puedo hablar de Venezuela, pero sí sentir el corrientazo del optimismo y el orgullo al ver cómo a pesar del miedo, del hostigamiento, de las amenazas, los ciudadanos acudieron a votar"
Yo no puedo hablar de Venezuela, pero sí sentir el corrientazo del optimismo y el orgullo al ver cómo a pesar del miedo, del hostigamiento, de las amenazas, de la precariedad, de la pobreza, del desorden, millones de venezolanos se levantaron y acudieron a sus centros para ejercer el voto, ese lugar que certifica la democracia pero que ha sido también fangoso territorio del fraude y el oprobio. Yo no puedo hablar de Venezuela, pero sí sentir el orgullo silencioso de los que quieren creer que los países son valientes y las sociedades no pierden del todo el juicio. Va por ella la postal verde –la que ilustra este texto, y muestra El Ávila- de un país que merece retoñar.