Editorial

La caída de un imperio… mediático

La caída de Prisa es una demolición desde dentro. Sólo los bancos y su presidente ganan del desgüace de una compañía a la que sólo le quedan cuatro activos que vender: sus participaciones accionariales, Santillana, la Ser y El País. 

  • El presidente del grupo Prisa, Juan Luis Cebrián

El que fuera conocido como el “imperio mediático” español por antonomasia no se está derrumbando. Lo están desmontando. Y lo están desmontando unos bancos que exigen cobrar las deudas que contrajo con ellos el emperador Juan Luis Cebrián, empeñado en salvar su fortuna personal sacrificando el grupo que heredó. La caída del imperio no es, pues, fruto del asedio de los bárbaros competidores ni del envejecimiento de sus valores. Se trata más bien de una entrega desde dentro, una rendición sin condiciones a los bancos para minimizar unas pérdidas en la que, salvo el directivo y las entidades, nadie aspira a ganar un ochavo: ni sus competidores, ni sus lectores, ni sus accionistas. 

La última pieza en caer ha sido la televisión de pago Digital Plus, la histórica ambición de quien comandó el grupo Promotora de Informaciones S.A. (PRISA), Jesús de Polanco, desde 1973. El editor santanderino batalló por la concesión de una frecuencia televisiva con los gobiernos de González, Aznar y el propio Zapatero que se la concedió. Polanco murió el 21 de julio de 2007 y tres meses después, Cebrián, el emperador de las dos locuras, cometía la primera: decidía lanzar una OPA de exclusión por el 100% de Sogecable, pese a ser dueño ya de una mayoría de control del 50,03%. El cerebro de la operación pagó 3.850 millones de euros por una televisión que ahora vende por 725, embarcando con ello a Prisa en una deuda monstruosa que llegó a superar los 3.500 millones. 

La retribución por el fracaso nunca había sido tan alta

Desde entonces, el emperador se ha embarcado en una segunda locura: la de su propia supervivencia personal a costa del hundimiento del “imperio”. El Grupo ha perdido 451 millones en el último año, en un ejemplo de brillante gestión por la que su presidente se ha embolsado 8,2 millones de euros, el equivalente a dos meses de ingresos del diario El País. Nunca en la historia mundial de las finanzas se ha conocido cifra tan generosa para retribuir un fracaso. En esa segunda locura, la estrategia pasa por seguir vendiendo piezas de un grupo al que sólo le quedan ya cuatro: las participaciones accionariales que todavía tiene en Mediaset, Santillana, la Cadena Ser y el diario El País. Las dos primeras están ya en el mercado.

Todos pierden, menos los bancos

La demolición controlada del grupo tiene pues como ganadores a unos bancos acreedores que han reducido sus créditos pendientes a menos de la mitad en 7 años, y a un presidente, Juan Luis Cebrián, que cobra por velar por los intereses de tales acreedores en lugar de por definir un modelo de negocio que garantice su supervivencia hoy y su futuro mañana. Todos los demás jugadores salen derrotados del proceso: los primeros, los trabajadores de un grupo que ha prescindido de 3.750 empleados y periodistas. A continuación, unos competidores que, desde la más dura competencia e incluso la más fuerte discrepancia, estaban obligados a trabajar más y mejor para pelear por la información. En tercer lugar, unos lectores a los que la pluralidad, pero también la competencia entre medios, garantiza la información y la libertad de expresión y que, sobre todo, creían que el grupo servía a los intereses de su audiencia, no a los de sus acreedores. Pierden, por último, unos accionistas que han visto como el valor de la acción ha pasado de 17 euros a 40 céntimos en siete años. 

Es el fin de un imperio… mediático. Para encontrar emperador con balance semejante habría que retrotraerse a los tiempos de Nerón. “Y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher”. (La caída de la Casa Usher, de Edgar Allan Poe).

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