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Opinión

Life on Mars

Las consecuencias macroeconómicas de la transición energética van a suponer un shock de magnitud similar a la crisis del petróleo de 1973

El ex primer ministro del Reino Unido, David Cameron

Life on Mars fue el título —tomado de una canción de David Bowie— de una serie británica de éxito, que retrataba el viaje accidental de un policía mancuniano hasta los años setenta. El inspector Sam Tyler despertaba del coma en 1973, en un mundo más sucio, más crudo, rodeado de policías con poco tiempo para los valores posmaterialistas, la corrección política o incluso lo que hoy nos parecen las más elementales normas de convivencia. Tan popular se hizo la serie y su continuación, Ashes to ashes, que en 2010 los laboristas lanzaron una campaña retratando al entonces candidato conservador Cameron como Gene Hunt, el otro protagonista: un comisario violento, corrupto y lenguaraz, epítome la "masculinidad tóxica", que iba a llevar a Gran Bretaña de vuelta al pasado. (Lo que no esperaban los laboristas es que la campaña Tory se apropiase del meme para subrayar el arrojo de Cameron y su voluntad de cambiar el país: en el fondo, a casi todos nos gustan los macarras, los antihéroes y los coches que hacen ruido.)

Es posible que, como Sam Tyler, nos estemos despertando del coma pandémico en un mundo distinto pero familiar. Las imágenes del aeropuerto de Kabul, evocadoras de los helicópteros de Saigón, nos recuerdan que la historia rima. Pero quizás no se trate sólo de sensaciones. En un artículo reciente, Nouriel Roubini, el famoso "Dr. Doom" de 2007, desgranaba los factores por los que la economía mundial podría estar de camino a la temida "estanflación" (inflación + recesión), como en los 70: la mezcla de políticas monetarias agresivas con shocks por el lado de la oferta de bienes y trabajo; los efectos negativos de las nuevas variantes covid sobre el crecimiento; la desglobalización y el envejecimiento de los países desarrollados.

Yonkis de la deuda

De forma más explícita, Kenneth Rogoff titulaba su última pieza Back to the Seventies?, y apuntaba que el tamaño gargantuesco de la deuda pública y privada puede ser un obstáculo para que los banqueros centrales, llegado el caso, intenten controlar la inflación subiendo los tipos de interés. Los países desarrollados y China son yonkis de la deuda, y las presiones demográficas —pocos desequilibrios más graves en España que la cuestión de las pensiones—, así como las asociadas a los efectos de la pandemia y la transición verde, dejan poco margen para salir de la espiral a corto o medio plazo. En estas mismas páginas, Manuel Alejandro Hidalgo nos recordaba que, incluso si mantenemos el escepticismo sobre la inflación a nivel macro, en términos microeconómicos el fenómeno es ya preocupante —el coste de la energía para familias y empresas, sin ir más lejos—.

También en Vozpópuli, Enrique Feás ha escrito sobre uno de los ángulos más interesantes de la situación actual: cuando el paradigma económico había oscilado de nuevo hacia el lado de la demanda, propiciando en la crisis del covid los estímulos que se habían racaneado en 2008-2012, vuelven los problemas de oferta en forma de precios de materias primas, alimentos y energía, y de escasez de mano de obra en algunas economías desarrolladas. Y del mismo tema, los shocks de oferta, se ocupaba la semana pasada mi querido Paco de la Torre, evocando el fantasma de los años setenta y los pantalones de campana.

Los efectos se apreciarán más aún en sociedades como la española, con élites que han perdido la costumbre de reflexionar sobre cuestiones como la producción o el trabajo

Pero el argumento definitivo para la congoja lo dio Jean Pisani-Ferry en un artículo de agosto que quizás haya pasado algo desapercibido: las consecuencias macroeconómicas de la transición energética, ante todo el precio de la descarbonización, van a suponer un shock de magnitud similar a la crisis del petróleo de 1973. Si entendemos lo que ésta supuso para la economía de las naciones desarrolladas; los cambios que indujo en la producción, en el pacto social, en la propia mentalidad de nuestras sociedades; y el hecho de que, en cierto sentido, Occidente nunca se ha recuperado de la mutación a la que le forzó la crisis energética, vemos en toda su dimensión el abismo que tenemos delante. Más aún en sociedades como la española, con élites —también, o sobre todo, las políticas y académicas— que han perdido la costumbre de reflexionar sobre cuestiones como la producción o el trabajo. Despertar en ese 1973 puede ser un choque aún más traumático que el del pobre Sam Tyler.

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