En el sendero inconcluso de epígonos lorquianos, el inevitable nombre del castellanomanchego Antonio Gala (Brazatortas, 1930) aparece siempre en las últimas décadas del siglo XX. El origen, en ese sentido, no es baladí: estamos hablando de un escritor que hizo de la impostura, de la teatralidad, parte de un discurso y motivo vital. Luis Antonio de Villena le imitó, así, con gracia en el programa del fallecido Fernández Sánchez Dragó rememorando su presentación del libro No digas que fue un sueño (1986) de Terenci Moix:
“Esta novela trata de dos ríos: el Tíber y el Nilo. Trata de dos hombres: Marco Antonio y César. Trata de dos mujeres: Cleopatra y Octavia. Pero esta novela, por encima de estas dualidades que la configuran como una novela excepcional, trata sobre todo del amor. Es una novela del amor. El amor es ese chavalillo que llega de continuo a nuestra puerta y nos llama, nos llama una y otra vez, y nos encuentra con las manos en la masa de una cosa que no es él. Siempre estamos atareados en algo que no es el amor. Terenci, en esta novela, viene a decir que cuando llegue el amor, lo aceptemos, no ¡no digas que fue un sueño!”
Cuenta Villena que Moix se levantó llorando, afectadísimo, con esa unión de almas que solo es posible entre uranitas que viven en un síndrome de Stendhal perpetuo. No, no podía ser de otra manera: Gala, políglota y que cursó varias licenciaturas, es el arquetipo de pasión por la belleza, por el orientalismo, en una vida frustrada por su expulsión de los cartujos. He aquí la herida luminosa, cilicio fetichista en mano, que cuenta con la inevitable intensidad en sus memorias Ahora hablaré de mí:
“Yo andaba noche y día quebrantando las reglas. Corría por los claustros; no esperaba los diez metros obligados de distancia de otros para abrir mi celda; tuve que atarme los pies con una traba para no galopar; no comía, y ponía abstinentia en el torno demasiado a menudo, y como en las comidas se bebía vino de Domecq aguado, al no comer me agarraba unas teas monumentales. Don Pompilio María, que había sido general de los calasancios, me denunciaba en las sesiones de arrepentimientos y faltas a la regla, y bastantes días tenía que tumbarme, como castigo, a la puerta de la iglesia para que me pisaran los demás”.
Gala, el verso hecho carne
De la inevitable expulsión de la orden, según su recuerdo, a acabar siendo peón de albañil en el Teatro Marquina o camarero en Vallecas: a este trabajo se presentó el primer día con una corbata de seda y una chaquetilla blanca. El envoltorio, de nuevo, denunciaba al frágil hombre interior que hizo de su imposible disfraz de pretor romano andalusí una prosa en carne.
Gala ofrecía un sensualismo que fue del gusto socialdemócrata del público en el tardofelipismo
Esencialmente, como Borges, Gala fue un poeta perdido en otros discursos literarios, casi todos de raigambre historicista. Enfebrecido con la bética, Testamento andaluz es una obra clave de 1994, sus temas en novela viran entre lo socorridos clásicos grecorromanos y también una nostalgia de un Al-Andalus perdido. Esta es casi siempre menos analítica que la evocación de su predecesor en estos temas Juan Goytisolo y ofrece un sensualismo que fue del gusto socialdemócrata del tardofelipisimo. Ahora bien, fue también autor teatral como buen poeta, donde narró pasiones del Cid (Anillos para una dama, 1973) o temas más actuales en su Trilogía de la libertad donde transponía sus habituales personajes desgarrados a las junglas de asfalto y política de inicios de los 80.
Con todo, fueron sus novelas debut en los años 90 las que le dieron público y, también, proyección. La celebrada El Manuscrito Carmesí, Premio Planeta del año 1990, hacía de un supuesto diario del rey Boabdil, rey póstumo de la Granada nazarí, una evocación melancólica de una ciudad y una cultura que se extinguieron con la conquista:
“Veo consumirse en el fuego libros lujosos como pájaros, coloreados guadameciles, platas chapadas, meticulosas filigranas, figuras que el refinamiento de nuestra cultura tardó cientos de años en crear. Veo arder mi cultura, y escucho las campanas enemigas repicar a gloria. ¿A qué gloria? ¿A qué unidad aspiran los feroces? ¿El camino de la unidad será el destrozo, la violencia de los cuerpos y de las fes y de las opiniones, la aniquilación de cuanto no sea idéntico? En Ronda han muerto tantos que la sierra Bermeja se llamará desde ahora bermeja por la sangre, no por el matiz de sus piedras; las sublevaciones de la Alpujarra se han ahogado en más sangre todavía”.
Con menos “meticulosas filigranas” sería su éxito de ventas La pasión turca, 1993, donde escribía desde el punto de vista femenino, claro, los amores anatólicos de una hembra provincial de nombre Desideria. Fuera de este apogeo del Gala escritor, serían sus novelas más intimistas y profundas, más cercanas a su yo, obras como Más Allá del Jardín (1995) o la casi franciscana Las Afueras de Dios (1999). En cualquier caso, quizá su faceta de escritor de periódicos sería más conocida gracias a esa bizarra dualidad entre rojo heterodoxo y poeta sensualista.
Debemos a Ahora hablaré de mí una definición de Gala del periodismo rara, ajena a la idea de otro gran preciosista como Valle-Inclán que decía que escribir en los diarios “avillana el estilo y empequeñece todo”. No, para el autor castellanomanchego el periodismo…
“…depura el estilo y, con su exigencia de síntesis, de rapidez y de acierto, mejora cualquier literatura. Es una gimnasia admirable que cualquier creador que juegue con las palabras debería hacer: muscula, estiliza y fortalece. Y además pone las cosas en su justo punto, es decir, da la verdadera estatura y el valor de cualquier obra: servir al día siguiente para envolver la carne o el pescado”.
Ya desde sus colaboraciones el diario Pueblo, la gran cantera literaria en prensa diaria del tardofranquismo, hacía piezas fuera de tiempo donde ejercía de descriptivo sensualista de lugares remotos. Este estilo críptico, difícil de entender y que le dio apenas polémicas, le permitió pasar del socialdemócrata El País al centrista El Mundo donde se consagró con su poética sección “troneras”.
Comunista sentimental, llegó a ser parte de un comité de amistad entre España y la URSS en los ochenta, fue contrario al ingreso en la OTAN presidiendo incluso una plataforma cívica de tantas que proliferaron en España. Tiene cierto mérito, además, que a pesar de su buena relación con el muy menor André Malraux del PSOE, Alfonso Guerra, fuera un heterodoxo ideológico y tan pronto como en 1983 escribía.
“Bien sabe Dios, que, si estoy con el socialismo, no es por su imbecilidad. Y que, si todavía tengo un resto de respeto al Estado —el que sea—, es por considerarlo necesario —un mal necesario—, pero por nada más. A mí que no me hablen de esotéricas razones de Estado. Ninguna razón de Estado debe ser contraria a mi razón: ha de caber en ella; podrá ser incomprensible, pero no irracional”
Entre todas estas máscaras, inevitables en alguien que quería a la vez ser a la vez Marco Antonio, Boabdil y Lorca, existía el hombre enfermizo, vivo casi de milagro de una operación estomacal en 1973. Llegó a tener, incluso, un médico personal de nombre Enrique Maestre que le acompañaba en sus peregrinaciones a lo Byron en sitios exóticos.
De este percance emergió con bastón, ¿qué otra cosa podía ser un dandy?, y como la figura senatorial que los televidentes recuerdan en la primera transición. Quizá esto inicio su preocupación por la muerte, que une inevitablemente al amor. Todo se enhebra con una aguja melosa en Las afueras de Dios; buen testamento a su fallecimiento por una larga enfermedad este mayo de 2023:
“Fui a la iglesia. Se hallaba desierta como antes, y me acerqué a la silla de Clara. Tenía la cabeza echada hacia atrás. Se me cayeron de las manos las mimosas. Estaba muerta. Como si una mano misteriosa la hubiese embellecido, era tersa su piel, sus cejas bien trazadas, y los ojos abiertos, más azules que nunca, al parecer alertas a un recado infinito. Se los cerré, y la besé en la frente".
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