Abro la excelente revista Minerva, que publica el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y me llama la atención una respuesta de la académica estadounidense Judith Butler, viga maestra de los estudios posgénero: “El fascismo está mintiendo. Lo que agita Meloni no es más que un fantasma. Lo que planeta, simplemente, no es cierto. Estamos pidiendo vivir libres de discriminación, de violencia, que no se nos patologice, que no se nos criminalice. Estamos pidiendo igualdad de derechos jurídicos, sociales y culturales y que nuestras comunidades prosperen. Y esto no es peligroso para nadie. Quien quiera tener un estilo de vida tradicional, que lo tenga. No vamos a desmantelar la familia de nadie. ¿Quieres ser un católico conservador y comer en familia los domingos? Perfecto. Nosotrxs queremos tener distintos tipos de relaciones e intimidades. Y nuestras vidas deberían ser consideradas igualmente valiosas”, explica.
Seguramente el primero que va a disentir con Butler sea Paul B. Preciado, el intelectual transgénero más reconocido de España. Esto decía en la librería Traficantes de Sueños (Madrid) durante la presentación de su último ensayo: “Me parece perfecto, urgente, que la Ley Trans sea votada, pero me parece más urgente y mucho más necesario que lo que pidamos colectivamente sea la abolición de la inscripción de la masculinidad y de la feminidad en los documentos administrativos. Porque esa inscripción es discriminatoria: cuando aparece ‘hombre’ y ‘mujer’ en realidad lo que aparece es el potencial de algunas de vuestras células para convertirse en reproductores del cuerpo del Estado nación”. Dicho de otra forma: urge borrar los conceptos de “hombre” y de “mujer”.
De paso, también, borrar el malvado Estado-Nación, sospechoso o directamente culpable, como todos los vínculos que nos unen a un cuerpo y un territorio concreto. “No me siento español: me siento desnacionalizado y despatriarcalizado”, afirma el filósofo, que no obstante conserva nuestro pasaporte nacional. “Os invitaría a que pensárais: la feminidad no existe, la enfermedad mental no existe, la transexualidad no existe, la homosexualidad no existe, la heterosexualidad no existe…”, recita más que argumenta. En una demoledora reseña del libro de Preciado, Dysphoria Mundi (Anagrama, 2022), el filósofo Ignacio Castro Rey, ofrece esta clave: “El desarraigo que indignaba a Simone Weil como parte de la religión capitalista, se arraiga ahora en la masa corporal. Aquí aparece la disforia defendida por Preciado, que se presenta a sí misma como una especie de euforia mutante”. Otro comentario certero: “Toda la obsesión alternativa de despatologizar lo minoritario tiene el objetivo de patologizar a la humanidad entera”. Tal cual.
Patologiza, que algo queda
Por suerte para todos, Paul B. Preciado no tiene poder político, solo poder simbólico. No es casual que una marca de lujo como Gucci le pague generosamente por aparecer en sus campañas, donde venden exclusividad y distinción a las élites globalistas que nos dominan. Otras personas, estas sí con poder político, también patoligizan a la gente común, caso de la secretaria de Estado Ángela Rodríguez 'Pam' con sus recientes ataques a los ‘Juan Antonios’, nombre con el que alude al español medio, léase tu padre o tu tío del pueblo. Es una población a la que da por perdida, pueriles tragadores de cualquier bulo contra el Ministerio de Igualdad: “No descarto que un señor llamado Juan Antonio se lo pueda llegar a creer, ahora bien, los diputados que dicen estas cosas en el Congreso, ¿se lo creen? Porque entonces empieza a preocuparme qué gente estamos mandando al Parlamento”, declaró hace poco. Tiene mérito condensar tanto clasismo y elitismo en una sola declaración: que los de abajo sean zafios parece inevitable, lo asume, pero al menos que manden al Parlamento gente como nosotros para gobernarles a gusto, en su visión de las cosas.
La cobertura de la familia y la religión católica en espacios progresistas cae con frecuencia en la patologización
La estigmatización de nuestras mayorías se da en toda en la esfera progresista. Medios como La Sexta, El Diario y La Ser muestran interés en informar sobre el catolicismo solo en tres áreas: abuso de menores, innmatriculación irregular de bienes y complicidad con dictaduras. ¿No es esto una estrategia de patologización constante? Que la vida de Jesucristo sea el sistema moral más seguido en Occidente, y tan sofisticado o más que los de Platón, Kant y Marx juntos, no parece despertar en ellos mucho interés (por otro lado, qué interés puede tener para un progresista actual la vida de un joven desempleado de Nazaret, sin máster ni podcast de humor feminista). El País y Confidencial consideran más importante poner un micrófono debajo de la boca del actor Eduardo Casanova para obtener titulares como “Estaría muy bien acabar con la humanidad” y “El que nos oprime es el hombre blanco heteronormativo”.
Casanova, sin duda, sufre hace tiempo una terrible opresión chic, aplastado por los cheques de Aída, las sesiones de electro en Razzmatazz y las galas de entregas de premios donde lucir rompedores modelos de diseño. Aunque me suena cansino incluso a mí, hay que recordar cómo el progresismo colgó a Ana Iris Simón la etiqueta de “fascista” (patología política) por preferir la maternidad al consumo de MDMA en Malasaña. Quien siga todavía sin comprar nuestra tesis puede acudir a Internet y disfrutar del seminario de Traficantes de Sueños titulado "¿Abolir la familia?"
Podríamos seguir con más ejemplos de este tipo, pero prefiero cerrar con una frase del gran Terry Eagleton, catedrático de literatura católico y marxista: “Lo único peor que tener una identidad es no tener ninguna”.
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