Me levanté temprano, como todas las mañanas. Y fui, con mi mujer, a dar nuestro paseo cotidiano. Hacía fresco en la Sierra de Segura, con una reconfortante mareílla de ábrego que, aquí, es el “aire bueno”. No estuve fuera mucho rato porque deseaba regresar con cierta prisa para ver, en directo, cómo se detenía al prófugo del maletero, según lo prometido por el presidente del Gobierno (“traeré a Puigdemont para que rinda cuentas ante la justicia”), y lo anunciado por varios ministros y la mayoría de los expertos que han escrito sobre el tema. Aunque, a decir verdad, yo albergaba ciertas dudas. Y tenía mis razones. Un amigo catalán me había comentado el día de antes que, en su opinión, el huido estaba ya de vuelta en Barcelona, preparando su encuentro con las bases del partido. Y todo, con la plena anuencia del Gobierno de Madrid, que había negociado en Waterloo todo lo que habríamos de ver la mañana del día ocho. Pensé que mi amigo exageraba: tal aberración no podía ser posible. Quizá, le dije, se trata de rumores de malevolentes fachas malpensados.
Poco antes de las nueve, mientras los mossos indagaban hábilmente –son muy buenos haciendo su trabajo- el posible paradero del proscrito, para proceder a su inmediata detención, pude ver al mismísimo Puigdemont -¡cielos, es él!-camino del atril que, al parecer, las autoridades le habían preparado la tarde de antes. Caminaba tan tranquilo, seguro de que nadie lo iba a molestar. Y allí se dirigió, en compañía de tres amigos, para pronunciar la arenga que traía preparada. Por cierto, un pobre discurso, tonante y muy gesticulado (incluso puño en alto) que, naturalmente, pronunció en catalán.
La traducción que ofrecía TVE era mediocre, por lo que decidí cambiarme a Antena 3. Y en ese canal, en cuyo equipo de comentaristas figuraba un conocido mío, seguí el resto del acto. De la intervención del orador voy a destacar sólo dos temas, que tuvo especial interés en subrayar: la exigencia de autodeterminación y el “Viva Cataluña libre” que lanzó para cerrar. Lo demás me pareció hojarasca, propaganda de partido y ganas de enredar. Luego, cuanto tuvo a bien poner punto final al fervorín, descendió del estrado, se hizo gotica de agua y se fue por donde había venido. Eso es lo que vimos varios millones de españoles.
A tal fin, prepararon un dispositivo inexpugnable, consistente en controles muy severos en diversas carreteras y avenidas, con cientos de efectivos policiales desplegados para evitar cualquier posible fuga. Ni las moscas podrían atravesarlo
Las fuerzas encargadas de prenderlo, sin embargo, no lo vieron. Poco después, sus mandos daban a entender que, tras minuciosas pesquisas, todos los indicios parecían señalar que sí, que Puigdemont se encontraba en Barcelona. Y, naturalmente, era preciso detenerlo. Faltaría más. Es lo que tenía ordenado el juez y lo que el Gobierno había exigido al más alto nivel. Así que, en el estricto cumplimiento del deber, la Policía local tomó cartas en el asunto, procediendo de inmediato a organizar las medidas oportunas para cerrar todas las salidas de la ciudad. Fue la ya famosa “Operación Jaula”. Su objetivo era bien claro: evitar que pudiera evadirse el reclamado. A tal fin, prepararon un dispositivo inexpugnable, consistente en controles muy severos en diversas carreteras y avenidas, con cientos de efectivos policiales desplegados para evitar cualquier posible fuga. Ni las moscas podrían atravesarlo. Leí en los periódicos que, como consecuencia del atasco, se formaron colas de hasta cinco kilómetros de coches y que los fieles servidores de la ley abrieron los maleteros –qué manía- para impedir la salida del fugado. Vi cómo la gente protestaba. Hacían mal: todo sacrificio es poco ante la importancia de la seria misión encomendada a la prestigiosa policía local. ¿O es que Puigdemont pensaba que podía irse de rositas, así como así? Hasta ahí podíamos llegar.
Tengo por costumbre leer prensa extranjera. Y así pude comprobar que, a la una y media de la tarde, el bochorno ya estaba en los más importantes periódicos europeos y occidentales. Al día siguiente, la rechufla de esos medios era ya monumental. No voy a mencionar lo que decían, para qué. El francés Le Monde lo tomaba un poco a guasa y su corresponsal en Barcelona comentaba que el político catalán, reclamado por la justicia desde hace siete años, se había esfumado “en las barbas” de la policía que lo buscaba.
Todo lo que acabo de mentar parece del teléfono de Gila (¿”Es el enemigo?: que se ponga”) Pero no: es mi forma de tragarme la rabia ante uno de los días más amargos de mi vida. Hace tiempo, escribí un artículo que titulé “Nunca me lo pude imaginar”. Y me referí a varios hechos, señalando que en esta España nuestra lo impensable se está convirtiendo en cotidiano. Me quedaba por ver este esperpento, que colma el vaso. Por ahora.
No intenten que les digan la verdad. Cambien de interlocutores. Pregunten a su taxista habitual, que lo sabe; y al portero de su casa de vecinos, que se lo contará con detalle
Sesudos analistas y muy duros políticos de la oposición están dispuestos a indagar lo sucedido en Barcelona, exigiendo a los responsables del ignominioso evento que nos digan cómo pudo suceder lo que todos hemos visto. A mis años, voy a permitirme usar del privilegio que las civilizaciones más antiguas concedían a los ancianos de la tribu: dar consejos. (“¿Ha dicho usted dar consejos, don José? Qué risa tan grande. Cómo se nota que ya está muy mayor”). Pues sí, qué quiere que les diga. Sé los riesgos que corro: pero, aun así, ahí van mis opiniones.
Son éstas. No pregunten al Gobierno, ni a los mandos de las fuerzas del orden, ni a los medios afines a Moncloa sobre quién ha organizado el aquelarre, coincidiendo con la toma de posesión de Illa (le dedicaré un papelito aparte a este hecho vergonzoso). Porque les montarán el relato que ya tienen dispuesto, cocinado con términos de adobo como diálogo, reencuentro, convivencia, reconciliación e incluso singularidad (este último es el mejor), amén de “actitudes solidarias” a la hora de echar mano a los dineros. No intenten que les digan la verdad. Cambien de interlocutores. Pregunten a su taxista habitual, que lo sabe; y al portero de su casa de vecinos, que se lo contará con detalle; y a la chica del kiosko de periódicos. Pregunten a la gente de la calle: esa panda de fascistas que no alberga duda alguna sobre quiénes han montado lo que vimos la mañana del jueves. Ustedes también lo saben, así que no le den más vueltas. Porque con estos ires y venires pueden quedar como “La Perejila”, que dicen en Sevilla.
Qué tristeza. Jamás me pude imaginar que llegaría a ver en mi país semejante mascarada.
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