“La obra más influyente de las últimas décadas en el mundo. La obra del más importante arquitecto americano acabó realizándose en una ciudad de provincias devastada por la reconversión industrial y el terrorismo. Es casi un milagro”, describió Luis Fernández-Galiano, arquitecto y catedrático de Proyectos de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid y director de la revista Arquitectura Viva. Criticado en su momento por artistas de la talla de Jorge Oteiza, el Guggenheim cumple un cuarto de siglo, convertido en el emblema de Bilbao y modelo de cómo la arquitectura puede cambiar el destino de una ciudad.
Cuando el museo bilbaíno se inauguró, el País Vasco era portada en medios internacionales por tiros en la nuca y coches bomba. Era 1997, en verano ETA había secuestrado y asesinado a Miguel Ángel Blanco y en octubre ya había matado a otras dos personas, la última de ellas, José María Aguirre Larraona, un policía de la Ertzaintza que vigilaba el museo y que fue tiroteado cinco días antes de la inauguración, cuando los etarras trataban de instalar macetas con explosivos.
Bilbao era una ciudad oscura, deprimida tras la reconversión industrial y el terrorismo etarra. Necesitaba un cambio radical y la arquitectura más vanguardista se presentó como un lavado de cara con el que atraer turismo e inversión extranjera. 25 años después, se estima una contribución al PIB de 5.884 millones de euros, con una aportación de 911 millones de euros en ingresos fiscales y el mantenimiento de unos 5.420 empleos anuales. Un total de 24,7 millones de personas, más del 60 % de origen extranjero, han visitado el museo, y se bautizó como efecto Guggenheim al proceso sufrido por una ciudad tras la construcción de proyectos arquitectónicos excepcionales.
Obra faraónica
Las críticas llegaron por el “faraónico” presupuesto destinado al proyecto, 24.000 millones de pesetas, 144 millones de euros, para la construcción del edificio, el derecho a exponer los fondos Guggenheim y la compra de obra para una colección propia. Las críticas hablaban de colonialismo cultural estadounidense que absorbía todas las ayudas públicas, antes destinadas a artistas locales. Uno de los emblemas culturales del País Vasco, el escultor Jorge Oteiza expresaba este sentir: "es un auténtico culebrón, algo propio de Disney, antivasco totalmente y que acarreará gravísimos daños y la paralización de todas las actividades culturales que puedan producirse en nuestro país".
Actualmente, se siguen alzando voces críticas con este tipo de museos, como la del ensayista y crítico de arte Iván de la Nuez, contrario a "los museos franquicias o las franquicias culturales, en general". El escritor reconoce que el museo ha servido como ejemplo para otras ciudades, y ha triunfado en sus objetivos: "ser punta de lanza en la estrategia convertir un contenedor en la máquina perfecta para lanzar una oferta cultural masiva. Ofrecerse como un espacio en el que la globalización se puede apreciar en tiempo real y en directo. Usar el desembarco (del museo en la ciudad y de los visitantes en el museo) como la dinámica fundamental de la relación entre arte y público. Hacer de la exposición Blockbuster la base de la programación. Combinar masificación y resultado económico, afectando seriamente el ecosistema de una cultura local donde las dinámicas locales son invitadas al banquete, aunque casi nunca a cocinarlo. Sublimar la 'Starquitectura' como la gran marca de una ciudad global configurada por arquitectos estrellas cuyos edificios han generado una misma identidad urbana en países y ciudades distintas. Ser la variante cultural de la economía de servicios desencadenada por el turismo. Favorecer la ciudad como marca y no como modelo. Escorar la crítica, la renovación del tejido artístico en favor de lo rutilante como apuesta de la cultura contemporánea..."
Arquitectura como emblema de ciudades
Pero los cajones de piedra caliza con elementos de titanio del canadiense Frank Gehry fueron aplaudidos de manera casi unánime por la crítica. Gehry había probado con acero inoxidable que en los días soleados lucía bien, pero que "parecía muerto" en los lluviosos. Después de jugar con todos los tratamientos posibles, el arquitecto colgó un trozo de titanio en el exterior en un día de lluvia y quedó fascinado por el efecto que generaba: "había cobrado un tono dorado y pensé ¡Dios mío, qué hermoso!".
Estas planchas metálicas se transformaron casi automáticamente en el emblema de Bilbao. El arte contemporáneo suele ser refractario al gran público, las exposiciones de cuadros y esculturas modernas ocupan más tiempo en el telediario por la obra escandalosa de turno o por el precio alcanzado de alguna de ellas. Sin embargo, la arquitectura moderna ha tenido la capacidad de convertirse en el símbolo de algunas de las grandes ciudades del mundo, aunque no siempre es bien acogida. En una viñeta de abril de 2011 en 'El País', El Roto ironizaba sobre ello, con un edificio de arquitectura moderna y dos paisanos que reflexionaban: - "No se sabe si fue un bombardeo o el diseño de un arquitecto". - ¡Pero qué maravilla!
Estos edificios que rompían con la tradición y se alejaban por completo de las formas clásicas no siempre fueron del gusto de sus coetáneos. La mayoría de los parisinos de finales del siglo XIX contaban las horas para que desmontaran el mamotreto de hierro que Gustave Eiffel les había plantado en la ciudad con motivo de la exposición universal de 1889. Ahora es imposible pensar en París sin este triángulo de hierro, convertido en uno de los monumentos más fotografiados del mundo, superando con creces a la antigua Notre-Dame. Tampoco es posible visualizar Sidney sin las velas del palacio de la ópera del danés Jørn Utzon. O la ría bilbaína sin la inmensa y reluciente proa del Guggenheim.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación