“Después del Hambre, ¿qué es lo que mejor puede gobernar a un ser vivo? Pues el Frío, claro. El Frío”, con esta cita Aleksandr Solzhenitsyn resumía en Archipiélago Gulag los dos ingredientes estrella del horror de los campos de concentración soviéticos, su obra denuncia del sistema de campos por el que pasaron millones de represaliados políticos y que tuvo su auge durante el gobierno de Stalin. Un monumento testimonial del que se cumple medio siglo de su publicación en Francia.
Ya no había excusas, ya no había peros para aquellos que siguieran defendiendo a la dictadura soviética. Si lo hacían debían sobrellevar sobre su conciencia la justificación de un régimen criminal. Ni mucho menos era la primera vez que se destapaba la represión y quienes en 1973 seguían defendiendo el régimen debían hacerlo tragando muchos sapos. La utopía socialista había devenido en una horrorosa tiranía, más bien, había nacido como tal, y las loas a Stalin de Alberti o Neruda olían a podrido antes de que se secara la tinta de sus versos. “¡La ideología!, he aquí lo que da la justificación buscada a la maldad y la requerida dureza prolongada al malvado. La teoría social que ante él mismo y ante los demás le ayuda a blanquear sus actos y a escuchar, en lugar de reproches y de maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se confortaban con el cristianismo; los conquistadores, con el engrandecimiento de la patria; los colonizadores, con la civilización; los nazis, con la raza; los jacobinos (anteriores y posteriores), con la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras”, señalaba Solzhenitsyn.
Son muy conocidas las líneas de Juan Benet contra el autor ruso: "Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Solzhenitsin no puedan salir de ellos", escribió el escritor español durante la visita del ruso a España en la que señaló la presencia de libertades como la venta de prensa extranjera frente la dictadura soviética, y alabó al régimen de Franco: "Al acabar la guerra española, en España se impuso una civilización cristiana, mientras que acabar la nuestra se impuso un régimen que actúa contra el pueblo y que ha causado la muerte de millones de personas", señaló en una entrevista en TVE, demostrando no conocer la también idiosincrasia tiránica de la dictadura franquista.
Detenido y desterrado por unas cartas
Archipiélago Gulag emergió de las profundidades de la experiencia personal de Solzhenitsyn, un testimonio desgarrador de la brutalidad del sistema de campos de trabajo forzado soviético. Interrogatorios con eternas torturas que no buscaban la verdad del acusado sino el sometimiento y deshumanización. Hambre que generaba esqueletos andantes obligados a pelear por las espinas de un arenque del fondo de la basura y debían seguir trabajando hasta desfallecer. Y un frío que llega hasta los huesos solo con ver el mapa de los centros de internamiento y trabajo, y los cientos de miles de muertos que no soportaron este sistema de “reeducación”. Además de las vivencias del propio autor, se recoge la voz de 227 hombres: “En este libro no hay personajes ni hechos imaginarios. Las gentes y los lugares aparecen con sus propios nombres. Cuando se emplean iniciales, ello obedece únicamente a razones de índole personal. Y cuando falta algún nombre, se debe a un fallo de la memoria humana, aunque todo ocurrió tal como se describe aquí”, advertía como prólogo.
En sus páginas abundan las reflexiones sobre la comprensión de la naturaleza del poder totalitario y de sus perpetradores: “El poder ilimitado en manos de personas limitadas siempre conduce a la crueldad”, señalaba Solzhenitsyn que no solo documentó el horror; también exploró las profundidades psicológicas y morales de la represión y la maldad humana: “Poco a poco fui comprendiendo que la frontera que separa el bien del mal no pasa entre los Estados, ni entre las clases sociales, ni entre los partidos, sino que cruza cada corazón humano y todos los corazones humanos. Esa frontera es móvil, oscila dentro de nosotros con los años. Incluso en un corazón invadido por el mal siempre queda un pequeño baluarte de bien”.
En infinidad de ocasiones se ha tratado de homologar este sistema de campos a la red de campos de exterminio del nazismo, en un intento de asimilar la URSS con el Tercer Reich. No es necesario exagerar para reflejar la crueldad del gulag, pero a diferencia de centros como Auschwitz o Treblinka en los que la mayoría de personas que llegaban acabaron siendo aniquiladas minutos más tarde, el objetivo de los gulags estalinistas era que el preso sirviera al Estado con trabajos forzosos, y la mayoría de los internos sobrevivieron al cautiverio. Huelga decir, que estos campos, muchos de ellos en inhóspitos y gélidos puntos de Siberia, eran en la práctica casi sinónimo de sentencia de muerte. “Nos lo han quitado todo, menos la ropa interior. Nos han entregado: una camiseta de algodón, una zamarra, un chaquetón, un gorro - stalin sin piel. Eso en el Indiguirka, distrito de Oymiakon, donde un día se da de baja con 51.º bajo cero”, decía uno de los testimonios de la obra.
Poco a poco fui comprendiendo que la frontera que separa el bien del mal no pasa entre los Estados, ni entre las clases sociales, ni entre los partidos, sino que cruza cada corazón humano
El escritor combatió a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial pero en febrero 1945 fue detenido después de que se interceptaran sus cartas en las que criticaba a Stalin. Fue acusado de derrotismo y condenado a trabajos forzados en varios centros de detención, incluido el “campo especial” de Ekibastuz (Kazajstán), en los Urales. A los ocho años de condena, le siguieron otros seis de destierro en un pequeño pueblo kazajo. No pudo volver a su Rusia natal hasta 1959, casi tres lustros de condena por criticar al zar rojo.
Las cosas habían cambiado con la muerte de Stalin cuando Kruschev condenó públicamente sus purgas. Este intento de apertura permitió la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, que retrataba la vida en los campos de trabajo y de la que se llegó a imprimir 750.000 ejemplares. Sin embargo otras de sus obras como El primer círculo y Pabellón de cáncer siguieron bajo el veto de la censura dentro de la URSS de Brézhnev, mientras llegaban a Occidente. La animadversión del Kremlin hacia el escritor iba en aumento hasta que llegó al clímax con la concesión del Nobel de Literatura en 1970.
Una vez que la KGB encontró el borrador de su obra cumbre escrita entre 1958 y 1967, el autor decidió publicarlo y a finales de diciembre, la obra circulaba por París. "Con el corazón oprimido, durante años me abstuve de publicar este libro. El deber para los que aún vivían, podía más que el deber para con los muertos. Pero ahora en que, pese a todo, ha caído en manos de la Seguridad del Estado, no me queda más remedio que publicarlo inmediatamente”, comenzaba Solzhenitsyn. La URSS no tardó en reaccionar con una campaña de desprestigio contra el autor y su obra y con el destierro definitivo de Solzhenitsyn, que no volvió a su país hasta 1994 tras la caída de la URSS.
El régimen soviético, con su máquina represiva y su implacable supresión de la disidencia, se erige como uno de los ejemplos más nefastos de despotismo en la historia moderna. A través de la lente implacable de Solzhenitsyn, vemos el costo humano de un experimento político, la degradación del espíritu, la corrupción del poder y la traición a los ideales de justicia y equidad. "Gracias a la ideología, al siglo XX le ha tocado conocer la maldad cometida contra millones de seres. Es algo que no se puede refutar, orillar, silenciar: ¿cómo nos atrevemos entonces a insistir en que no hay malvados? ¿Quién aniquiló entonces a esos millones? Sin malvados no hubiera habido Archipiélago".
Las últimas líneas del Archipiélago escritas en 1967 recordaban dos efemérides redondas que sintetizaban el significado del Gulag: “Los 50 años de la revolución que creó el Archipiélago, y los 100 años de la invención del alambre de espino”.
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