Cultura

Adiós a Milan Kundera, novelista del amor, la ridiculez y la levedad

Se va un clásico popular de la narrativa del siglo XX, muy querido por los lectores españoles

Hay levedades insoportables a las que todos nos rendiremos tarde o temprano. La del último suspiro es, con creces, la más insalvable de todas. Milan Kundera, el escritor checo que nos hizo dudar del valor primigenio que le otorgamos a lo absoluto, ha muerto hoy a los 94 años. Buena edad para elevarse.

Su vida fue la propia de una novelista romántico del siglo XX. Romántico, entendido en el sentido byroniano. Nació en Brno el 1 de abril de 1929. Su padre era un musicólogo y pianista reputado, lo que seguramente justificó la importancia de la música en sus obras, así como en su propia vida. De su madre, poco se sabe. Quizás de la relación de ambos extrajo el gen de lo que se convertiría en uno de los leitmotiv de su obra; el desvelo del amor frustrado, de su patetismo y de su necesidad.

Fue expulsado de la Facultad de Letras de Praga y, tras picar piedra como buen plumilla machaca, se enroló en una troupe ambulante de jazz. Un estilo, el de genios como Chet Baker y Oscar Peterson, que no dudaría en ensalzar a lo largo de su vida. Luego, cosa muy de aquellos locos primeros años de posguerra, en 1948 se afilió al Partido Comunista del que, nuevamente como en la facultad, fue expulsado. Dos años después regresaría hasta su definitiva patada en 1970, tras la Primavera de Praga. De ahí, y con una tensión cada vez más creciente en su tierra natal contra él, viajaría a París. Allí, como suele ser costumbre en los franceses, se lo admiraría y auparía, primero desde la docencia en la Universidad de Rennes y, posteriormente, en L’ École des Hautes Études de la capital.

Dicho ya lo urgente, vayamos a lo importante, su obra. Kundera pecó siempre de un individualismo que floreció en él a través de su admiración por autores como el viejo Rabelais, pero sobre todo Kafka y Thomas Mann. Dos líderes creativos del siglo XX que moldearon la literatura bajo sus normas. Con voz y dictados morales propios. Y eso, al comunismo soviético que metió la zarpa con tanques T-55 en la Checoslovaquia del siglo XX no le iba un pelo. Si bien Kundera empatizó desde su juventud con la redistribución de la riqueza y los ideales socialistas, también desde muy temprano puso en duda la cerrazón cultural del estajanovismo y su indiscriminada censura.

Kundera contra el vacío

De hecho, las idiosincrasias (casi podríamos decir que esta es la esencia de la obra de Kundera; la idiosincrasia) de los regímenes comunistas en su hueco sentido del humor y los avatares del sinsentido pasional fueron la base de su primera novela, La Broma (1967). En ella, Ludvik Jahn, el protagonista, manda una misiva a una mujer con la que mantiene correspondencia donde, de forma bobalicona y algo cenutria, despacha juegos irónicos sobre el modo de vida soviético y hace chanza (de ahí el título) de cuanto lo rodea. “¡El optimismo es el opio del pueblo!”, llega a escribir. Y, del retrato anterior que formula Kundera acerca de una Europa del Este salvada por el comunismo, pasamos, por una broma, a la persecución bestial hacia el protagonista quien entra en una espiral de marginación y ostracismo por parte de todo el sistema. ¿A que, a su manera, puede parecer contemporánea?

La broma, que es una obra muy seria, es el despertar de un autor que seguirá los pasos de ese primer impulso creativo a lo largo de su carrera. El ejercicio de la novela-ensayo, fórmula que permite a Kundera entrar en divagaciones existenciales brillantes mientras bucea en la mente de sus personajes y sus circunstancias, se mezcla caprichosamente con la constante presencia de la duda y, aunque cueste creerlo, el humor. Sí, así es, el humor. Porque aunque Kundera está lejos de Sharpe, si nos muestra cierta cotidianidad que cae en el vacío de la idiotez y el absurdo.

“La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento", opinaba Kundera

Tras La broma, una novela que Louis Aragón tildó de obra maestra del siglo XX, Kundera investigó originales configuraciones narrativas como las de La vida está en otra parte (1969), que pasa de la narración continua a la onírica o polifónica y a muchos lectores fieles se les atraganta como un sabroso bocadillo de escombros. Ahora, casi todos sus fieles aprecian la magnificencia de El libro de los amores ridículos (1968) que pone las bases de lo que posteriormente será la parte emocional de su obra capital y más conocida. En estos amores ridículos, básicamente una cosmología de relaciones avocadas al fracaso desde la estupidez del ego, el pudor y la tortura de la obcecación, Kundera abre su propia veda al sentimentalismo universal y a la sexualidad. El tipo, como quien dice, ya se estaba afrancesando.

Y, en fin, demos un buen salto hasta 1979, porque es entonces cuando sale a la luz El libro de la risa y el olvido, obra que le valió la revocación de la ciudadanía checoslovaca. ¿Por qué? Pues porque es un catálogo impecable y muy humano de esa tendencia tan caprichosa de los seres humanos para tropezar con la misma piedra y tirarnos de cabeza contra un muro aunque tengamos cicatrices que nos recuerden que no nos hace ningún servicio hacerlo. Hay mucho sexo, mucha represión (en muchos sentidos), mucho sentimiento, mucha reflexión, y una sola orgía, pero con eso ya vale. Ah, y pone desde los hechos a parir sutilmente al régimen comunista, otra vez…

Muchos años después, aparecerán títulos como La inmortalidad (1990), La ignorancia (2000) o su última obra La fiesta de la insignificancia (2014) -menuda pasión la de este hombre con los artículos determinante en los títulos, válgame- pero la gloria le siguió desde 1984 cuando las bibliotecas del mundo entero se llenaron con La insoportable levedad del ser. Ay, las obras magnas… es difícil decir algo nuevo de un libro que tendrá tesis doctorales a patadas, salvo una cosa: léanlo si no lo han hecho. Es innegable que con esta novela Kundera alcanza el punto de madurez literaria en el que se mezcla: la crítica afilada a la invasión soviética y a la paranoia de los regímenes comunistas, la ambición romántica enterrada bajo la abulia, el desdén y el desencanto, así como un estilo narrativo muchas veces iluminado, de alta literatura, pero sin llegar a sentirse inaccesible. La insoportable levedad del ser es una radiografía al alma esquizofrénica y bipolar de los checos durante la Primavera de Praga, pero también al alma de todo ser sensible y consciente de su mortalidad.

Podríamos extendernos sobre la vida y obra de este misterioso fumador de puros checo, siempre con esa mirada taciturna y lacerante, que en fotos o vídeos parece leerte el pulso de las entrañas, pero no es menester. Para conocer a Milan Kundera, obviamente, hay que leerlo, pero si a alguien le interesa recorrer el extrarradio de su vida, lo haya leído o no, le recomiendo encarecidamente el documental La ironía del ser, del canal francés Arte.

Para todo lo demás; broma, levedad, olvido, inmortalidad y, por descontado, insignificancia. Porque si hay una frase que me llena de Kundera, sobre todo en los momentos más difíciles, es esta: “La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias”.

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