Perpetro los artículos mientras paseo. Es un método que descubrí durante una época de sequía, cuando escribir semejaba un desgarro y las palabras me salían grises, polvorientas, como recubiertas de hollín. Ahora el párrafo que se me resiste sentado ante el ordenador lo escribo con cierta desenvoltura cuando me echo a andar. Pero mis paseos no son contemplativos y desinteresados, como los del flâneur al que reivindica Baudelaire. Son, en cambio, introspectivos y estrictamente funcionales. La realidad circundante tiene mientras camino algo de trampantojo, parece hecha de cartón piedra, es para mí como el decorado de un teatrillo de marionetas. Cuando ando, estoy a otros menesteres: inmerso en mis cavilaciones, pensando y descartando sistemas, ideando y retorciendo argumentos, escribiendo y reescribiendo frases con la compulsiva avidez del mordedor de uñas.
El otro día, sin embargo, me topé con una escena lo suficientemente rotunda para interrumpir mis elucubraciones y lo suficientemente poderosa para arrastrarme desde la vaguedad de lo mental hasta la concreción de lo real. A mi derecha, un edificio en obras; frente a mí, un niño que lo contemplaba y, unos metros más allá, un anciano que también. Qué desconcierto. Un crío y un jubilado entregados a la misma (in)actividad. De pronto, la edad adulta se me apareció como un simple interregno entre la niñez y la vejez, como un molesto trámite que los niños tienen que superar para llegar a ser viejos algún día.
Suele decirse que los niños y los ancianos se parecen mucho: ambos son insultantemente vulnerables; su supervivencia depende de las atenciones que les brinden los demás. Ahora, todavía conmovido por la escena, me doy cuenta de que su semejanza es mucho más estrecha. No sólo les une su dependencia, sino también, y sobre todo, su mirada. Escribe Chesterton en su Autobiografía que la niñez es maravillosa porque todo en ella resulta una maravilla. Lo mismo podría afirmarse de la vejez. También los viejos hacen lo que cualquier adulto descartaría por tedioso e improductivo. ¿Cuántos cuarentones se sentarían en un banco para contemplar el tráfago de los viandantes? ¿Cuántos podrían consagrar su mañana a algo tan prosaico e inútil como leer el periódico? He llegado a sospechar que, si su ánimo se lo permitiese, los jubilados no darían de comer a las palomas: las perseguirían como los niños, con la inagotable ilusión de atraparlas algún día. C.S. Lewis decía a menudo que escribió Las crónicas de Narnia para que los menores de edad las leyesen y los ancianos las releyesen. Cuánta razón.
Ancianos cerca de Dios
Hay algo que explica esta afinidad, algo que explica que a niños y ancianos les resulte fascinante algo tan prosaico como un edificio en obras: ni unos ni otros tienen agenda y sí muchísimo tiempo libre. Se aburren mucho y qué bien que lo hagan, porque el aburrimiento es una de las condiciones del asombro. Uno se entrega a la contemplación si no tiene una actividad a la que entregarse. Puede descubrir aventura en el ruido de los taladros, la suciedad en suspensión y los movimientos repetitivos de las excavadoras sólo a condición de que no tenga otro lugar donde descubrirla.
No puedo evitar pensar que ven el mundo como Dios quienes más cerca están: los niños, recién salidos de sus entrañas, y los ancianos, que pronto, quizá mañana, se reencontrarán con Él
Pero hay una razón más profunda y quizá menos evidente. Los niños y los ancianos comparten mirada por dos motivos que son en verdad el mismo. Para los primeros, todo es un prodigio porque todo es también una novedad. Ven el mundo recién creado, justo como lo debieron de ver Adán y Eva. Su mirada está gozosamente libre de esa pátina de hastío que enturbia la de los adultos. Descubren la realidad a diario y por eso la ven como humedecida por el rocío de una mañana estival. Para los segundos, en cambio, todo es un prodigio porque todo pende de un hilo. Son más sensibles que nadie a la inexplicable gratuidad de lo contingente. Intuyen que las obras que contemplan hoy pueden ser las últimas que se les conceda contemplar. Con la muerte acechándoles, agradecen cada nueva alborada como un milagro y celebran cada instante como lo que es: como un don con el que se les ha obsequiado sin ellos merecerlo.
No puedo evitar pensar que ven el mundo como Dios quienes más cerca están: los niños, recién salidos de sus entrañas, y los ancianos, que pronto, quizá mañana, se reencontrarán con Él. A ambos el Creador les ha bendecido con la gracia de una mirada como la suya. Una mirada que está tan enamorada de la realidad que incluso en lo más nimio se detiene y que es tan limpia que incluso lo más bajo lo eleva.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación