No aparecerá en los libros de Historia, pero el foco informativo mundial en esta primera semana del verano de 2023 ha sido la desaparición del submarino que iba a visitar los restos del Titanic. Ha abierto los telediarios de todo el mundo y los medios escritos les hemos ofrecido directos comentando el último minuto y resultado de la operación de búsqueda y rescate. Su móvil habrá vibrado varias veces con notificaciones que le informaban desde la detección de “unos ruidos”, hasta la confirmación final de la tragedia. En las aguas de la otra punta de América, otro pecio y otra operación submarina privada han marcado la agenda de la política nacional de Uruguay. A pocos días de que se estrene la última película de Indiana Jones, el Gobierno uruguayo parecía encontrarse en medio de una trama de la saga, teniendo qué determinar qué hacer con una estatua de bronce de más de dos metros de alto encontrada en un barco alemán de la segunda guerra mundial. La escultura no generaba interrogantes sobre su significado: un águila de 300 kilos que sostenía en sus garras una esvástica nazi.
El águila decoraba la proa del Admiral Graf Spee, un veloz crucero alemán que participó en uno de los primeros choques de la Segunda Guerra Mundial contra los ingleses frente a las costas de la bahía del Río de la Plata. El buque, después de haber estado frente a las costas españolas en la Guerra Civil, fue enviado en septiembre de 1939 a las aguas del Atlántico Sur donde hundió nueve barcos enemigos en los primeros meses de guerra. Pero el 13 de diciembre de 1939 el Graf Spee fue gravemente dañado por tres buques ingleses en la batalla del Río de la Plata. El almirante Hans Wilhelm Langsdorff se refugió en el puerto de Montevideo con la intención de reparar el barco, pero unos falsos informes británicos le convencieron de que se aproximaba un gran contingente que tomaría su barco, por lo que decidió hundirlo el 17 de diciembre. Tres días más tarde, el almirante se suicidó en un hotel de Buenos Aires.
El pecio quedó a muy poca profundidad muy cerca de la costa de Montevideo y en 2006 un empresario rescató la escultura de la popa del barco. Pero años más tarde, los tribunales determinaron que el águila pertenecía al Estado uruguayo.
De todos los atentados contra el patrimonio posible, el Ejecutivo uruguayo parecía haber optado por la peor y más cursi de las soluciones cuando el pasado viernes informó de que el águila se convertiría en un "símbolo de paz y de unión", dándole forma de paloma. Ni cotiza que al que se le ocurrió la idea tendría en mente inaugurarla con el "Imagine" de John Lenon. La decisión venía, según confirmó él mismo, de la mente del presidente Luis Lacalle Pou que en rueda de prensa confirmó que tres años antes se le ocurrió que "ese símbolo de violencia y de guerra podía sufrir una transformación virtuosa en un símbolo de paz y de unión".
Desde aquel anuncio, ha sido uno de los temas más polémicos en el país sudamericano enfrentando a los partidarios de conservarlo y de destruirlo. Finalmente el gobierno dio marcha atrás y anunció que conservaría la pieza, aunque sin confirmar a estas horas el destino de la misma. A pesar de que las hemos visto en cientos de películas y documentales, la apocalíptica destrucción de la Segunda Guerra Mundial y el proceso de desnazificación posterior condujeron a una destrucción sistemática de piezas relacionadas con el nazismo, por lo que la pieza uruguaya tiene un indudable valor histórico.
Patrimonio incómodo
Con estos objetos incómodos, símbolos de régimenes criminales como el nazi, el estalinista o la dictadura franquista, siempre aparecen imaginativas soluciones de un cariz purificador cuasi chamánico. Si el bronce del águila nazi iba a ser el material con el que moldear la paloma de la paz uruguaya; en España, Podemos planteó algo similar con la Cruz del Valle de los Caídos. La receta que la formación morada presentó en septiembre de 2018 consistía en demoler la cruz “y utilizar su residuo gravoso para crear otro monumento de dignificación y respeto a las víctimas", según recogía el informe titulado Exhumar el Franquismo. Recuperemos el Valle de Cuelgamuros para la democracia. Una solución que se ha descartado, optando por la opción de resignificar todo el conjunto, comenzando con las famosas exhumaciones del dictador y de José Antonio Primo de Rivera y la recuperación del nombre de Cuelgamuros.
Siempre se han tirado estatuas, renombrado calles y demolido monumentos. En estos episodios no se tarda en descubrir a los verdaderos defensores del patrimonio de los oportunistas políticos, en función del busto que acaba en el suelo. Muchos de los que rabiaban hace unos veranos por el derribo de estatuas de Colón y otros símbolos del colonialismo en pleno Black Lives Matter aplauden ahora la oleada de demoliciones de piezas similares de simbología soviética, o simplemente rusa, en los países del Este, tras la invasión de Putin.
El pasado necesariamente va a ser conflictivo, nos va a interpelar o, mejor dicho, nosotros a él desde nuestro presente. Recordemos que la propia erección de las estatuas o el rebautizo de estaciones de tren siempre hablan más del momento en el que se levantan que del personaje o acontecimiento que conmemoran.
La destrucción de piezas nunca debería ser la solución. Resignifiquen el mausoleo del dictador de turno; reconozcan y reparen a sus víctimas; cambien las estatuas de lugar, llevenlas a un museo y expliquen porqué estaba en la plaza en la que estaba y porqué, en cierto momento, esa localización, resultaba inasumible. Destruir patrimonio es arrancarnos hojas de nuestra historia y de las siguientes generaciones.
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