Este año conmemoramos el centenario de la muerte de Sorolla, de quien solemos destacar su maestría a la hora de captar la luz o sus escenas marítimas. Algunos más leídos saben nombrar “Visión de España”, la monumental obra que realizó para la Hispanic Society of America. Suele olvidarse que en varias de sus obras aparentemente costumbristas subyace una clara intención de denuncia social, o de homenaje a las clases populares, quizá porque se desconoce el origen humilde del pintor valenciano. Lo que sí no suele comentarse -más allá de los círculos de expertos- es cómo su figura desmiente por completo el estereotipo de artista contrariado y de vida distraída o trágica.
Asociamos el genio artístico con la locura de Van Gogh o con las historias trágicas de Beethoven o Tchaikovsky. Dostoievsky escribió su novela El jugador por encargo, para pagar las deudas que acarreaban consigo su adicción al juego. Sorolla, por el contrario, fue un hombre tranquilo y muy familiar, que encontró en sus hijos y su mujer su mayor fuente de inspiración. El pasado verano el Museo Sorolla organizó la exposición La edad dichosa. La infancia en la pintura de Sorolla, donde me llamó la atención una cuna de madera que el joven matrimonio adquirió haciendo un gran esfuerzo económico cuando fueron padres por primera vez.
Cunas, bebés y niños podría haber sido el único tema de conversación que podría haber mantenido con Alberto Guerrero (Barcelona, 1975) la primera vez que lo vi, pues nos conocimos rodeados de nuestros hijos en un contexto familiar y desenfadado. Sólo porque me habían chivado por el pinganillo que se dedicaba a las artes plásticas acabamos hablando de su obra y de los caminos y vericuetos que le habían conducido a conseguir vivir de su arte. No creo que me hubiera hablado en absoluto de estas cosas si no llego yo a sacar el tema. Gracias al soplo no sucedió de esta manera y, entre cambios de pañales, abrazos a los niños y distribución de perritos calientes me contó su trayectoria profesional, en la que el apoyo de su esposa Patricia ha resultado un factor clave en todos los aspectos. Sorolla y Matilde, Alberto y Patricia.
Guerrero estudió Historia del Arte y se dedicó durante bastante tiempo a la restauración, que le llevó a países tan distintos como Jamaica o Egipto, donde estuvo trabajando durante cinco años en la iglesia de Abu Serga en El Cairo. Nos relató cosas fascinantes de la cultura egipcia, en concreto sobre los coptos y su arte. De estos apenas sabía yo que es el nombre que se les da a los cristianos de Egipto. Alberto nos descubrió entonces que gran parte de la iconografía del arte prerrománico y románico proceden de allí, pues es en Egipto donde surge el fenómeno monástico que tanta importancia tuvo para la cultura europea. Todo esto con una cerveza en la mano y un deje de timidez por estar siendo el centro de atención. Un soplo de aire fresco comprobar que no todos los artistas contemporáneos son unos ególatras que venden a precios desorbitantes “obras” que el personal de limpieza de los museos a menudo ha confundido con basura que había que retirar.
Menos mal que todavía quedan artistas como Alberto, en los que la fe y la vida espiritual van íntimamente unidas a su vocación por la belleza
Quizá se estén figurando que la obra de Alberto Guerrero es figurativa, por las referencias a Sorolla y por el bagaje cultural e intelectual del autor. Otro mito que destruir pues, si bien el pintor barcelonés tiene en su haber bastantes retratos y escenas realistas a la acuarela, el grueso de su obra se encuadra dentro del arte abstracto. Respecto de las primeras, echen un vistazo a su “Diario de una cuarentena”, en el que fue pintando las impresiones y emociones que le fueron surgiendo a lo largo del confinamiento.
Sin embargo, el arte abstracto de gran formato es donde pone el foco desde hace ya varios años, con exposiciones tan interesantes como “Velos y revelaciones”, “Sustratos”, “Estratos”, “Oxímoron”, “Raíces”, “Apenas un destello” y “Desde lo profundo”, que está abierta al público madrileño desde el pasado día 11 hasta el día 30 en la calle Sorgo 53. Me resulta particularmente interesante su arte sacro. En él, Guerrero mezcla con maestría lo figurativo y abstracto, creando ambientes que favorecen el recogimiento y la contemplación. A Dios a través de la belleza, la tan olvidada “via Pulchritudinis”. Menos mal que todavía quedan artistas como Alberto, en los que la fe y la vida espiritual van íntimamente unidas a su vocación por la belleza. Ya lo saben: Bien, Verdad y Belleza, los tres valores que han recorrido nuestra historia desde sus inicios.