Cultura

Alberto Olmos: “El clasismo es lo que más me repugna, sea de izquierda o de derecha”

Alberto Olmos (1975) se define como “sensato y de Segovia”. Hoy es casi famoso por su trabajo de leer libros con rigor y reseñarlos sin piedad. Sus columnas le han

Alberto Olmos (1975) se define como “sensato y de Segovia”. Hoy es casi famoso por su trabajo de leer libros con rigor y reseñarlos sin piedad. Sus columnas le han ganado el premio David Gistau de periodismo y el estatus de ‘persona non grata’ en Lo Pagán, por la crónica inmisericorde de unas vacaciones de verano. Algún anunciante ha considerado retirar la publicidad de los medios donde escribe por sus análisis alérgicos al pasteleo. También es un novelista de amplio espectro, capaz de narrar los simulacros del progresismo en Ejército enemigo (2011) y la experiencia transformadora de la paternidad en Irene y el aire (2020). Ahora publica el ensayo Vidas baratas: elogio de lo cutre (Harper Collins), que es también una reflexión sobre España y sobre nuestra derrota ante la sociedad de consumo. Vozpópuli tuvo ocasión de entrevistarle.

Pregunta: “La vida es demasiado pija para mí”, tuiteaba usted hace poco. ¿Podría explicar
la frase?

Bueno, estoy saliendo algo estos días, después de años sin pisar casi la calle, y todo me parece demasiado pijo. Los edificios, la gente, los coches, las conversaciones...Seré yo, que me he vuelto un ermitaño, pero veo un exceso de sofisticación en todas las cosas, una necesidad exagerada de distinción en cada individuo. Diría que la gente vive mucho hacia afuera, mientras que yo me he quedado en un adentro, valga la petulancia. También es verdad que después de escribir un elogio a lo cutre es lo menos que podía pasarme si me invitan a una fiesta en el Mayte Commodore, por ejemplo.

“Hoy ya queda cutre que una biblioteca tenga libros”. Cuando la tele va a hacer un reportaje, prefieren mostrar la fachada ‘cool’ y las ventanas acristaladas.

Aquí te diría que, entre otros timonazos que le he dado a mi vida (donde se incluye: no pasarle una a nadie) está cierta reivindicación de la clásica altanería intelectual. Creo que hay que volver a ser repelente. Creo que la consigna de que no hay ni alta ni baja cultura se nos ha ido de las manos; o sea, que las series están muy bien, pero los clásicos grecolatinos se sitúan a mayor altura. La Cultura con mayúsculas existe, sin que eso deba impedirnos valorar lo popular. Pero sinceramente me gustaría que alguien volviera a hablar mal del fútbol, en plan “opio del pueblo” y así. Ni siquiera tengo que ser yo: alguien. Y quizá echo de menos ese elitismo sólo para señalar por eliminación todo ese ocio culto que antes dábamos por hecho: ahora parece que las películas de superhéroes las ponen en la filmoteca (no las ponen, claro: digo que lo parece). Sobre las bibliotecas te diré que son la prueba evidente de que no se lee. Cada año se difunde una encuesta falsa donde se dice que leen 7 de cada 10 españoles. Seguramente no leen ni 7 de cada 1000. Hay una frase en los diarios de Ignacio Peyró que en realidad contestaría perfectamente a tu pregunta: para la derecha, la cultura es eso que les gusta a las mujeres de los ricos.

El primer cutre es el hidalgo pobre que sale a la calle con cuellos de camisa pero sin camisa

 ¿Su libro explica la muerte de la cultura obrera?

Bueno, “obrera” es mucho decir. No digo “cultura obrera” en ningún caso. Siempre hablo de “cultura popular”, que seguramente es muy distinto. “Obrero”, como adjetivo, yo creo que ha desaparecido del discurso público, y ha sido sustituido por “precario”. Obrero sonaba demasiado incongruente para la gente que gana poco dinero, demasiado sucio. Obrero, casi lo dice la palabra, es el que se mancha trabajando, y ahora los trabajos precarios son muy limpitos, de mirar pantallas o escribir en los periódicos. Y lo digo yo, que he visto en mi partida de nacimiento lo que pone en “profesión del padre”. “Obrero”, eso pone, escrito a mano. Ahora quien se llama a sí mismo obrero es casi siempre por mercadotecnia política. En todo caso, la cultura que desaparece, y todo lo que desaparece, según cuento en Vidas baratas, es la cosa en sí, el objeto, con todo lo que eso supone. La nostalgia, el vínculo con tus padres y abuelos y hasta cierto legado verbal. No sé yo dónde van a acabar todos esos emails que nos enviamos… dentro de cincuenta años. Comparado con una carta que encuentras en un cajón y que te remitieron en los años 80. Mi cariño por estas cosas, por el Quién es quién de los años 90, por las ferias y las tómbolas, no es proactivo, sino reactivo. Me veo ante esas cosas de pronto, me encuentro en una feria por casualidad, y me doy cuenta de lo mucho que significan para mí.

Mi parte preferida del ensayo: “De hecho, ninguna feria se ha modernizado incluyendo códigos QR o reservas de entrada con el móvil o atracciones basadas en 'smartphones', ni hay 'escape rooms' en ellas ni 'food trucks' ni puestos de Energy Control para analizar las drogas”. ¿Lo cutre es la trinchera de resistencia de lo popular?

Supongo que es difícil definir lo popular, del mismo modo que es difícil definir “pueblo”, que sería su fuente. Yo abordo en el libro lo popular que fraguó en la posguerra, y que por tanto tiene mucho de barato, precario, hecho a toda prisa, de saltarse la ley y de divertirse y crear con poco dinero. O sea: duralex, bombonas de butano, el bar Luismi, la fábricas de bebidas o de bizcochos con la marca sin registrar en ningún sitio y los radiocasetes que duran treinta años, con sus cintas, y los grupos de música que tocan con guitarras prestadas ritmos prestados en un garaje y encima mal. Eso es lo cutre. Y eso sólo se salva si el entorno es cutre, si hay un espacio donde la reglamentación rigorosa de cada aspecto de nuestra vida no comparece, si se hace la vista gorda, si “nos entendemos”. Realmente el sitio más espectacular para todo esto es un feria de pueblo. Pero también el bar de Fernando Díaz de Mendoza 67 o la casa de tu abuela en Lo Pagán. Dentro de medio siglo habrá como mucho un museo donde guarden los recuerdos de Mallorca y las barras de los bares viejos, y será muy visitado además.

El escritor Alberto Olmos

Comentando un antiguo anuncio de coches, destaca su estética “forocochera” y “poligonera”. ¿No son un poco clasistas los adjetivos?

Creo que “forocochero” no lo utilizo. Poligonero, sí. Hablo de un anuncio que se inscribe en la llamada ugly advertisement, publicidad fea, a la que se le da un acabado casero para transmitir autenticidad. Es muy interesante esto en relación a lo cutre: lo cutre es auténtico. Y en ese anuncio salen, casi como un cliché, chicos de barrio, de periferia, a los que solemos denominar poligoneros. Supongo que por ahí colé el adjetivo. Forocoches, la verdad, no sé qué es. Aparece como ejemplo de webs feas que, también por ser cutres, funcionan de lo lindo. Sobre el clasismo debo decir que es el tic, a derecha e izquierda, que más me repugna; me extrañaría que me pillaras nunca un comentario clasista.

Ya nadie dice que consumir como un psicópata está mal, aceptamos delirios como querer salvar el planeta sin renunciar absolutamente nada

Lo cutre es la variante española del “hazlo tú mismo”. ¿Fuimos punks antes del punk?

Yo creo que lo cutre tiene más de picaresca que de punk. El primer cutre es el hidalgo pobre que sale a la calle con cuellos de camisa pero sin camisa. Son manualidades muy urgentes para sobrevivir en sociedad. Son, por supuesto, inofensivas. Date cuenta de que la corrupción política nunca es cutre salvo cuando nos enteramos de que se gastan nuestro dinero en cafés. La frase inmortal es de Rita Barberá: “No me gusta el cutrerío”. El cutrerío es lo opuesto a la política, y por eso me gusta bastante Kichi. Respondiendo a tu pregunta, hay algo muy nuestro en lo cutre, que tiene poca homologación con otros países o culturas, aunque la mezquindad blanda y la austeridad se encuentren en cualquier sitio del mundo. Yo diría que es una pereza nacional.

"Lo cutre siempre ahorra, es ecologista sin militancia, es anticapitalista sin hipocresía. Se hace querer”. ¿Ser cutre es resistir a la sociedad de consumo?

Ahí no hay duda. Dentro de las grandes cosas que se quedaron en los años no está ese odio al consumismo, que por supuesto propagaban los mismos que odiaban el fútbol. Ahora nadie dice que consumir como un psicópata está mal. Lo que conduce a delirios como querer salvar el planeta sin renunciar absolutamente a nada en términos de consumo. Es realmente patético. Todos esos chavales de instituto creyéndose la lucha contra el cambio climático convencidos de que puede hacerse sin prescindir de sus contaminantes móviles, sus viajes en avión o sus cientos de peticiones materiales a sus padres. Hay un espot nuevo donde una chica nos dice que ya no le importa qué tan bueno sea un producto (no sé qué anuncia, por cierto) sino si pone en la etiqueta lo solidario, comprometido y diverso que es. Es la cosa más estúpida que he visto en meses.

¿Es más cutre no comprar ginebra premium cuando puedes permitírtelo o comprarla cuando no puedes?
En el libro llegué a la conclusión de que cutre es comprar por debajo de tus posibilidades, así que lo cutre es comprar ginebra barata si tienes cien mil euros en el banco. Por eso lo cutre es tan difícil, porque a fin de cuentas sólo te haces daño a ti mismo comprando calidades inferiores a las que puedes permitirte.

¿Se puede comprar la salida de lo cutre como algunos esclavos compraban su libertad?
Creo que es cuestión de edad, porque es muy sufrido vivir como si hubieras fracasado. Pero eso estaría bien: con 70 años, buena vida sin complejos; antes, austeridad, renuncia, modestia. Pienso que la vejez cutre puede acabar siendo muy sórdida.

¿Cuál es la última cosa cutre que ha hecho, visto u oído?
El otro día destendí la ropa porque iba a llover y me puse alguna prenda que aún no se había secado del todo. Y lo pensé tal cual: me mola esta cutrez. Pero lo que me debe de haber convertido en un personaje en el barrio es mi modo de comprar el pan. Resulta que reuní, al mudarme, cientos de monedas de un céntimo y de dos céntimos, también alguna de cinco, de esas que te van dando durante años en el súper o donde sea y vas dejando por la casa, en cajones, vasos, qué sé yo; pues las junté todas en una bolsa bastante grande. A lo mejor había mil o mil quinientas monedas. Te hablo de 15 años de acopiar sin querer esas monedas inútiles. ¿Cómo gastarlas? Y decidí, con disciplina admirable, debo decir, comprar todos los días el pan usando ese dinero. Así que el panadero (excelente, por cierto, ahí en Condes de Barcelona) sabe que todas las mañanas un puto pirado le va a llegar con 70 céntimos en monedas de 1, 2 y -si dios tiene piedad de él- también de 5 céntimos, que además le pongo en montoncitos muy apañados sobre el mostrador, y que va a tener que contar sobre el cristal las puñeteras moneditas una a una. Y llevo así dos meses.

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