A principios del pasado mes de enero, el actor Alberto San Juan la lió parda en redes sociales con una entrevista en el diario El Mundo. El titular ya avisaba de que no estaba dispuesto a hacer prisioneros: "Desde 1492, ser español supone pensar menos". Sus respuestas ofrecían un potente combinado de Leyenda Negra anglosajona, topicazos progresistas y amplias dosis de contracultura hiperventilada. Uno se imaginaba al actor, uno de los mejores de su generación, como a esos universitarios venidos arriba tras la tercera caña en una terraza de la calle Argumosa, lugar de encuentro del podemismo, los okupas chic y los comisarios de arte contemporáneo del vecino museo Reina Sofía. En Twitter le dieron una somanta de ‘zascas’, como era de esperar, algunos con sólida erudición histórica.
Hasta el próximo 18 de marzo, San Juan reproduce esos mismos argumentos en plan ‘performance’ ante un público entregado que paga entre doce y veinte euros por escuchar sus neurosis con la historia de su país. El arranque es un fragmento de Don Juan Tenorio, usado como denuncia de la masculinidad tóxica. Luego se relaciona esa pulsión de dominio sexual con la de dominio político, trenzado anécdotas y datos históricos como la expulsión de judíos y moriscos de la península hasta las reflexiones de exiliados de la guerra civil como María Zambrano, pasando por las denuncias de aquella "Disneylandia sevillana" que fue la Expo 92, en palabras del cáustico pensador Rafael Sánchez Ferlosio. Todo ello ambientado por un suave cuarteto de jazz, vestidos de traje y corbata. El titulo completo de la obra es ‘Macho grita: crónica de mi propia ignorancia sobre la historia de España’.
Como ya habrán intuido muchos lectores, el método de selección del material es una apología del cherrypicking, traducible como ‘escoger las cerezas’, expresión inglesa que alude a quienes atienden solamente a los datos que convienen a su tesis. En el texto de San Juan, España es un país de defensores de la Inquisición, hipócritas que llaman ‘mestizaje’ a la violación de esclavas y alérgicos a cualquier religión que no sea la propia. Para hacer contraste, nos cuenta que el Islam es la cultura que inventó el cero y que nos dio a Averroes, intelectual imprescindible para conservar el legado de la cultura helenística (hay que estar realmente ciego para ignorar la doble vara de medir). A los cuarenta minutos de obra, es posible que les invada la sensación de estar viendo una versión cultureta de cualquier programa de El Gran Wyoming, con el presentador ejerciendo de justiciero implacable y una suave música de jazz dando ambiente. Lo creamos o no, el proyecto está financiado por la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Alberto San Juan o España
Hoy se sigue programando Macho Grita en el Teatro Pavón, seguramente su espacio natural, ya que está muy imbuida por el ambiente político de Lavapiés, que podemos describir como una burbuja política donde se mezcla de manera entusiasta el hippismo existencial, las simpatías por cualquier separatismo (incluida la izquierda abertzale) y la demonización de la familia blanca heterosexual. San Juan pone un énfasis específico y reconocible para subrayar expresiones de su discurso como "español", "hombre blanco heterosexual” o "gente que madruga", códigos de complicidad que el público reconoce al instante (un poco como cuando Bertín y Arévalo hacen chistes sobre alcohol, señoras estupendas y peleas domésticas con sus sufridas esposas). Lo más fuerte del texto es que San Juan parece creer sinceramente que en la España de 2024 un señor gay del Ferrol o de Toledo solo puede expresar su verdadera sexualidad en una sauna de Chueca.
Lo peor llega en la recta final, cuando San Juan pretende convencernos de que lo que ha contado no es “una historia de buenos y malos”
Dicho esto, el fraseo del actor es fabuloso, lleno de vitalidad incluso cuando no te interesa absolutamente nada de lo que dice. Además triunfa con un recurso arriesgado: se pasa todo el monólogo haciendo bailecitos sexys y consigue mantener la atención, mucho más que con unas reflexiones repetitivas y previsibles. El tercio final de la obra se puede hacer largo, larguísimo, sobre todo cuando chilla recitando los versos más famosos de Santa Teresa o cuando aparece alguna canción propia, realmente mediocres todas.
En general, Macho grita es justo lo que te esperas, comulgues o no con el contenido de esta misa laica. San Juan intenta hacer pasar por reveladores momentos tan cotidianos como que un profesor universitario -Ángel Luis Lara- le explique los principios básicos del indigenismo mientras comen una hamburguesa y la camarera les pregunta por su elección de toppings (la clásica escena que, redoblando el histrionismo, funciona en una obra de Rodrigo García).
Lo peor llega en la recta final, cuando San Juan pretende convencernos -de manera apresurada- de que lo que nos ha contado no es “una historia de buenos y malos”, ya que él no cree en los enfoques maniqueos. Ahí sí que sientes que te ha perdido un poco el respeto. Hasta entonces todo marchaba según lo previsto en esta denuncia descarnada del macho imperialista español, realizada por un macho deconstruido y expañol, que exhibe satisfecho su refinada sensibilidad sociopolítica ante un público que jalea cada una de sus gracietas. A modo de grand finale, San Juan se desnuda hasta quedarse bailando en calzoncillos, masajeado por los aplausos. Y así termina el feroz combate de un narciso contracultural contra el legado de nuestro Siglo de Oro.
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