Es la droga más aceptada, que más muertes e infelicidad causa y la que no falta en nuestras celebraciones. La estadística dice que lo más probable es que usted haya consumido alguna cantidad de esta toxina en el último mes, y es prácticamente imposible encontrar a alguien que no la haya probado. Desde que el hombre domesticó la naturaleza, e incluso antes, fabricó bebidas alcohólicas de forma paralela al pan. Vino, cerveza o sake adquirieron naturaleza divina y fueron incorporados en el panteón celestial, llegando a simbolizar la sangre de Dios. Pero ¿por qué el ser humano sigue intoxicándose con una sustancia mala para la salud, cara y de efectos perniciosos?
El alcohol está tan asentado en la cultura que el primer milagro con el que Jesús sorprendió a sus amigos y familiares fue multiplicar los panes y los peces y convertir el agua en vino. 2.000 años después de su muerte, el vino sigue reproduciendo la sangre de Cristo en la Eucaristía. Y en la Epopeya de Gilgamesh, de la literatura sumeria, escrito más de dos milenios antes del nacimiento de Jesús, Enkidu, un hombre salvaje creado por los dioses para luchar contra los abusos de Gilgamesh, es civilizado con pan y cerveza.
Desde festivales egipcios a la orilla del Nilo a las cumbres de los Andes, las diferentes bebidas alcohólicas han estado presentes en prácticamente todas las culturas del mundo. El coste a los erarios públicos de los efectos del alcohol se cifra en decenas de miles de millones de euros y dólares, ocurre lo mismo con en los bolsillos privados, y un artículo de ‘The Lancet’ de 2018 calculó que el consumo de alcohol se sitúa entre los factores de riesgo más graves para la salud humana a nivel global, y se ha relacionado con casi el 10% de las muertes de personas de 15 y 49 años. En Borrachos: como bebimos, bailamos y tropezamos en nuestro camino hacia la civilización (Deusto), Edward Slingerland, profesor de Filosofía en la Universidad de Columbia Británica trata de ofrecer una explicación rigurosa a la pregunta de por qué el ser humano decide intoxicarse voluntariamente. Para ello, recurre a estudios procedentes de la arqueología, la historia, la neurociencia cognitiva, la psicofarmacología, la psicología social, la literatura, la poesía y la genética.
Elemento civilizatorio
El investigador sostiene que emborracharse “debe de haber ayudado a las personas a sobrevivir y prosperar, y a las culturas a perdurar y expandirse”. El primer rastro directo de la existencia de bebidas alcohólicas producidas por humanos data del 7.000 a.C, en una aldea del Neolítico temprano en el valle del río Amarillo en China. En el yacimiento se encontraron fragmentos de vasijas con restos químicos de una especie de vino, elaborado con uvas, arroz y miel. Así fue como las comunidades humanas esparcidas por el mundo, después de domar la naturaleza, comenzaron a generar excedentes vegetales que almacenados y dejados fermentar generaban productos como la cerveza o el vino.
No es el cristianismo una excepción, la mayoría de las culturas han otorgado al alcohol un carácter sagrado, en el que se marca determinados rituales para su elaboración y tiene una presencia constante en los ritos. En el texto escrito más antiguo de Japón, el emperador declara en estado de ebriedad: “Estoy borracho de pies a cabeza/con el sake que me da la calma/con el sake que me hace reír”.
Como estos textos sagrados, el autor otorga al alcohol una labor civilizatoria: “La intoxicación química ayuda a resolver una serie de dificultades propias de los seres humanos: potenciar la creatividad, aliviar el estrés, generar confianza y conseguir el milagro de que cooperen con desconocidos. No podríamos haber tenido civilización sin intoxicación”. Y concluye que para haber sobrevivido durante milenios con una posición central dentro de las relaciones humanas, “las ventajas de la intoxicación a nivel individual, unidas a los beneficios sociales a nivel colectivo , deben haber pesado más que sus más obvios costes”.
Slingerland cierra la obra recordando el mito de Dionisio, secuestrado por unos piratas al ser confundido por el hijo de un rico, solo un timonel reconoce su identidad divina. Echados a la mar, el dios desata la tempestad, se transforma en un león que espanta a los marineros que se arrojan despavoridos a las aguas transformados en delfines. Dionisio solo libra al timonel que le reconoció en un primer momento al que le otorga una larga y próspera vida. Como señaló el clasicista Robin Osborne, pocos reconocen a Dioniosio como dios, y solo los que hacen son capaces de conservar su humanidad. “Conservemos nuestra humanidad, asegurándonos de no olvidar a Dionisio, sino viéndolo como un dios y como una amenaza. Solo de este modo podremos dejar un lugar para el éxtasis en nuestra vida”, finaliza Slingerland.
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