Cuando el Teatro Real de Madrid acogió en 2014 la puesta en escena de la ópera Brokeback Mountain, cuyo libreto estaba basado en la novela homónima de Annie Proulx, las comparaciones fueron inevitables. La adaptación que propuso el entonces intendente del coliseo madrileño, el fallecido Gerard Mortier, se presentó como una obra que se alejaba del "sentimentalismo", en palabras de su compositor, Charles Wourinen, que destilaba en cambio la adaptación al cine que realizó Ang Lee en 2005.
El resultado de esta ópera fue, por tanto, más sobrio, contenido e incluso frío de lo que se esperaba, y contar en el escenario del Teatro Real con la representación de una relación amorosa entre dos vaqueros no fue suficiente para emocionar a todo el público de manera unánime, ni para conseguir seducir o entusiasmar como sí lo hizo la película protagonizada por Heath Ledger y Jake Gyllenhaal, ganadora de tres premios Oscar: mejor director, mejor guion adaptado y mejor música original.
Años después, Pedro Almodóvar reconoció que el proyecto que dirigió Ang Lee iba a estar a sus órdenes y que finalmente lo rechazó ante el temor por no poder mostrar ante la cámara en una película americana toda la carga carnal que él veía necesaria en una historia entre dos vaqueros, tal y como contó hace un año al medio estadounidense IndieWire.
Todo el mundo pensó, pues, en cómo habría resultado una versión almodovariana del relato de Annie Proulx, y la respuesta más aproximada y evocadora es el mediometraje que el cineasta manchego acaba de presentar en el Festival de Cannes y que llega este viernes a los cines españoles: Extraña forma de vida, protagonizada por Ethan Hawke y Pedro Pascal.
Almodóvar cuenta una historia romántica sin paliativos en un homenaje a uno de los géneros más venerados del cine, el western
Pedro Almodóvar debutó en el inglés con el cortometraje La voz humana, una versión libre del relato homónimo de Jean Cocteau, autor francés que ya fue referencia en Mujeres al borde de un ataque de nervios, y ahora vuelve al mismo idioma con un mediometraje que dirige y escribe, preludio de lo que será su estreno en el largometraje en el idioma anglosajón, según desveló hace apenas unos días a la prensa congregada en Cannes.
Después de su proyecto frustrado la obra de Lucía Berlín Manual para mujeres de la limpieza, el manchego ha desvelado que está escribiendo el guion de una película que se rodará en Nueva York, y esta noticia, que ha pillado por sorpresa a muchos, convencidos de no ver jamás a Almodóvar rodar en el idioma de Shakespeare, casi consigue desviar la atención del verdadero motivo que le ha llevado en esta ocasión a la Croisette: contar una historia romántica sin paliativos en un homenaje a uno de los géneros más venerados del cine, el western.
Almodóvar y el amor
Lo que puede parecer una osadía o un experimento un tanto extravagante es, sin embargo, una historia que se desarrolla de forma orgánica y contenida, por los caminos almodovarianos que el espectador reconoce enseguida, pero con el respeto y la admiración a un género que abraza, respetando todos sus códigos. Así, traza dos líneas que convergen y se separan a medida que el director quiere llamar la atención del espectador, ya sea hacia las llanuras y las montañas eternas del desierto de Almería o al interior de los sentimientos que comparten dos hombres que se reencuentran 25 años después.
Tanto si se trata de una respuesta valiente al proyecto que rechazó en el pasado, como si esta es una revancha en un momento de la vida en el que a sus 73 años no quiere arrepentirse de nada, lo cierto es que Extraña forma de vida es una película en la que entra toda la madurez, honestidad y sinceridad de Almodóvar, con una escena final que pone nombre a todo lo que no se puede esconder. La conclusión es tan sencilla y romántica como uno pueda imaginar.
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