Cultura

Amazon y el axioma del abuso de poder

Sabemos que progresamos, por supuesto, pero ignoramos hacia qué fin

El progreso, como el ser, se dice de muchas maneras. Es progreso el desarrollo tecnológico; también lo son la democracia, los derechos humanos y el imperio de la ley. Es progreso que podamos elegir a nuestros representantes políticos; también lo es que un rider que faena en condiciones que ni un esclavo envidiaría nos traiga comida a casa. ¡Todo es progreso! Tan amplio es el concepto, de hecho, que merecería la pena idear una analogía del progreso, como los medievales idearon la analogía del ser, de tal modo que uno sepa cuándo utiliza el término 'progreso' propiamente y cuándo impropiamente. ¿Qué es el progreso en sentido estricto? ¿La inteligencia artificial o la eutanasia? ¿La vacuna contra la covid o la inclusión de los insectos en la dieta mediterránea?

 El problema de esta solución filosófica radica en que le obliga a uno a definir "progreso", cuando de éste puede decirse lo mismo que san Agustín dice del tiempo, tan oscuro él: "Si no me preguntan lo sé y si me preguntan no lo sé". Sabemos que nuestra época es una de progreso, así lo proclama la clerecía mediática, pero balbucearíamos si nos preguntaran por qué demonios lo es. Sabemos que progresamos, por supuesto, pero ignoramos hacia qué fin. Sabemos además que progresar es bueno, eso nos han dicho, pero no podríamos justificarnos sin farfullar. ·¿Qué hace usted?" "Progreso, progreso…" Incluso los niños que suspenden pueden ufanarse de "progresar adecuadamente". Todo progresa. Ésa es la característica principal de nuestro siglo: que progresa en abstracto, en general, casi por inercia. ¿Que se celebra el día mundial de los niños con síndrome de Down? Progreso. ¿Que se impele a las madres que los llevan dentro a abortar? ¡Progreso también! Donde usted dice siglo XXI, puede decir tranquilamente progreso; donde dice progreso, diga usted siglo XXI y verá qué bien.

En medio de esta vaguedad, de esta bruma, no sorprende que concibamos Amazon, una macroempresa que reúne en sí más poder que la mayoría de los Estados, como un fenómeno del epifenómeno progresista; esto es, como un síntoma, una prueba de que progresamos y de que lo hacemos debidamente. Pero ¿una prueba más? No, no. Amazon es la prueba definitiva y es lógico que lo sea, pues resulta de la concurrencia de muchos progresos: el tecnológico, el comunicativo, el empresarial, el económico. Amazon se nos presenta como la cúspide del edificio, la piedra angular de nuestro mundo, y abre un abismo entre nosotros, afortunados por gozar de él, y nuestros ancestros, desgraciados por no haberlo adivinado siquiera. Progreso es que una misma plataforma venda Biblias y preservativos, cunas y satisfyers, comida sana y comida basura; progreso es, ¡claro!, que una empresa reconcilie al virtuoso y al vicioso vendiéndoles a cada uno lo suyo; y progreso es también, por último, que uno desee algo y lo reciba en casa al cabo de unas pocas horas sin necesidad de mover más músculos que los que hay en los dedos de la mano.

Si bien comprendo perfectamente el entusiasmo, no puedo sumarme a él. Estimo tanto el concepto de "progreso" que no termina de convencerme la idea de relacionarlo con Amazon. Documentándome para este artículo ―una actividad, la documentación, a la que no suelo consagrarme por perezoso―, he descubierto, primero, que la empresa de Jeff Bezos promueve el aborto a nivel global y, segundo, que sus trabajadores, o una parte de ellos, faenan en condiciones estresantes, excesivas incluso para los algodoneros decimonónicos del sur de Estados Unidos, lo cual, qué quieren que les diga, no me parece nada progresista.

El desmoronamiento de Amazon

Prefiero, sin embargo, no detenerme demasiado en estas minucias. Arriesgándome a que el lector me tome por frívolo, acaso por hiperbólico, he de confesar que Amazon me desagradaría aunque sus trabajadores recibieran el más cálido de los tratos o aunque su CEO descubriera, en una súbita iluminación, que el aborto es malo y que ha de rebelarse contra él. Basta con entregarme al macabro juego de imaginar cómo serían las cosas si el gigante continuase creciendo, si continuase despellejando a su cada vez más escuálida competencia. Ya no mantendríamos con el librero esa conversación rutinaria que condensa el espíritu de una civilización, ni existiría la posibilidad de toparnos con un viejo conocido donde los tomates, o con aquella chica que agujereó inmisericordemente nuestro corazón donde las legumbres. Las ancianas no tendrían recados que hacer y nosotros, todos, olvidaríamos la desazón de no haber encontrado el producto que deseamos en las cuatro tiendas que hemos visitado y la ilusión de sí encontrarlo en la quinta o el miedo, ay, de no hacerlo. La vida degeneraría en algo previsible, monótono, gris y, por tanto, casi indigno de vivirse.

Es un axioma político que a la concentración del poder le sigue casi naturalmente un abuso de poder

Pero el principal motivo por el que rechazo Amazon es menos prosaico. O más, según se mire. Siempre conspiraré contra esta empresa y contra todas las de su ralea porque prefiero una sociedad de pequeños propietarios a una de grandes corporaciones, porque prefiero la heterogeneidad polícroma de diez mil librerías, cien mil ultramarinos y otras tantas ferreterías, cada una de ellas con su identidad y su idiosincrasia, antes que la sórdida uniformidad de un puñado de multinacionales que están cortadas por el mismo patrón. Percibo más belleza en una vidriera gótica que en un muro hormigonado, en la sencilla espontaneidad de un bosque que en la imponencia de un rascacielos.

Doy por sentado que algún lector creerá detectar en mi postura un azufroso hedor entre revolucionario y marxista. En realidad, tan sólo pretendo mantenerme fiel a dos de los principios que han vertebrado nuestra civilización y contra los que Amazon opera abiertamente. El primero es el derecho a la propiedad privada. Si aceptamos que la propiedad es un derecho, es porque el hombre la necesita; si el hombre la necesita, no tiene sentido que se le niegue a una mayoría creciente; si no tiene sentido que se le niegue a una mayoría creciente, entonces debe distribuirse. "Es una negación de la propiedad que el duque de Sutherland posea todas las granjas de un condado; igual que sería una negación del matrimonio que tuviera a todas nuestras esposas en un harén", sentencia Chesterton en Lo que está mal en el mundo. Donde el autor inglés escribe "duque de Sutherland", lean ustedes "Jeff Bezos"; donde dice "todas las granjas de un condado", lean "empresas, proyectos, iniciativas".

El segundo principio, más práctico, tiene que ver con la limitación del poder.Es un axioma político que a la concentración del poder le sigue casi naturalmente un abuso de poder. De hecho, en el momento en el que una persona reúne en sí muchas atribuciones, sólo su buena voluntad le impide cometer desmanes. Lo mismo puede decirse en el ámbito económico. Cuando la propiedad está razonablemente distribuida, nadie goza del poder necesario para perpetrar abusos o ―mejor― todos gozan del poder suficiente para protegerse de ellos. No ocurre así hoy. ¿Cómo hablar de distribución cuando un puñado de multinacionales ―Amazon entre ellas― disponen de casi todo el poder económico? ¿Cómo impedir que perpetren desmanes cuando son lo suficientemente fuertes para someter a los Estados y torcer su voluntad?

Fantaseo con la remota posibilidad de que el proyecto megalómano de Amazon se desmorone y de que sus añicos den a luz cientos, miles, millones de pequeñas empresas. Y quizá no me crean, pero esa fantasía está animada por el deseo de un progreso genuino, más auténtico que el progreso de chicha y nabo que la clerecía mediática predica hoy de tantas maneras.

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