El bombardero en el que viajaba el teniente Louis Loevsky caía en picado y el soldado estadounidense se arrojó al vacío en el cielo de Berlín. Algunos de sus compañeros ya habían muerto en el aire y él trataba de maniobrar su paracaídas que estaba siendo atravesado por las balas alemanas. Los agujeros en la tela aceleraban su caída, pero al mismo tiempo su cabeza buscaba la solución a un dilema sobre su futuro inminente. ¿Debería arrancarse la chapa de identificación? Una “H”, grabada en el metal, indicaba su origen hebreo para recibir un entierro apropiado, pero Loevsky, de 24 años, se estaba precipitando sobre la capital del Reich que en aquel marzo de 1944 tenía la maquinaría genocida a pleno rendimiento. La alternativa en plena caída era arrancarse la chapa, con el riesgo de ser considerado un espía y ser ejecutado al momento. Loevsky mantuvo su identificación, con la certeza de que en unos minutos sería ejecutado o sería hecho prisionero de guerra.
El ser humano acababa de conquistar el sueño eterno de volar y ya lo estaba empleando para la destrucción más absoluta. El biplano de madera de los hermanos Wright que se alzó en el aire 37 metros en 1903 había devenido en armatostes metálicos capaces de cruzar el Atlántico. El vuelo a trompicones del ingenio estadounidense surcaba de noche los cielos alemanes a velocidades y alturas inimaginables un par de décadas atrás. Si no fuera porque se estaba empleando para causar una devastación nunca antes vista en la historia humana sería para aplaudir la muestra de desarrollo tecnológico de la primera mitad del XX.
La Segunda Guerra Mundial fue pionera en muchos aspectos y, aunque no era la primera vez que el campo de batalla también abarcaba los cielos, fue el momento en el que se hizo de una manera masiva y en muchos casos decisiva. En Los amos del aire (Desperta Ferro), Donald L. Miller catedrático emérito de Historia del Lafayette College repasa la campaña de bombardeos aliados sobre la Alemania nazi. “Lucharon en el tipo más extraño de campo de batalla. Puedes ir a Gettysburg, puedes ir a Waterloo. Puedes ir a Vicksburg y puedes caminar por ese campo de batalla y tener una idea de lo que fue. Puedes caminar por el maizal que atravesó Picket. Ninguna de estas batallas aéreas puede ser revisitada. Fueron cortas, afiladas, brutales. Y cuando terminaron el cielo estaba limpio”, señala el autor, cuya obra ha inspirado a la serie homónima producida por Steven Spielberg y Tom Hanks que acaba de estrenar Apple TV.
Fue como destaca el autor, “una guerra dentro de una guerra” que además tuvo un impacto terrorífico en la población civil que ahora ya tampoco podía sentirse segura alejada del frente. Aunque la infantería enemiga se encontrara a cientos de kilómetros, los berlineses o londinenses ya no tenían la certeza de estar seguros en sus casas, y el bombardeo sobre población civil se empleó por ambos bandos.
Al inicio de la Guerra, el jefe de la Fuerza Aérea alemana, Hermann Göring había ordenado que los aviadores enemigos capturados recibieran un trato digno, él había sido un as de la aviación durante la Gran Guerra y creía en la hermandad de los aviadores. Sin embargo, a principios de 1944, la devastación causada en algunos núcleos urbanos por las bombas aéreas hicieron que jerarcas del partido como Martin Bormann, Goebbels o el propio Hitler transmitieran la imagen de los aviadores como las de “asesinos de niños” y de mujeres indefensas. Y dejaran que la población diera rienda suelta a su furia contra los “terroristas” del aire y no interviniera en los linchamientos de los hombres caídos.
Es algo que pudo experimentar Loevsky, nuestro protagonista del inicio, cuando dio con sus huesos en tierra berlinesa y escuchó a los locales pedir que fuera inmediatamente ahorcado. Pero el americano tuvo suerte, primero fue encontrado por una patrulla de la Wehrmacht que discutió con tres SS sobre la custodia del soldado americano. Así se libró de la furia del pueblo y después acabó en la opción menos mala, como prisionero de guerra a manos del Ejército alemán durante más de un año cuando fue liberado por tropas del general Patton.
¿Bombardear a civiles?
Según apunta Miller, investigaciones posteriores han demostrado que algunos aviadores fueron ejecutados: un funcionario del partido llamado Hugo Gruner testificó haber recibido orden del jefe local. Robert Wagner, de ejecutar todos los aviadores aliados hechos prisioneros. Gruner cumplió la orden con implacable resolución, pues disparó una ráfaga de ametralladora en la espalda de cada aviador. Los cuerpos inertes fueron arrastrados por los pies y arrojados al Rin. Y en sus últimas semanas de vida, Hitler ordenó el 15 de marzo de 1945, un mes después del bombardeo de Dresde, fusilar o linchar a todo aviador que fuera capturado.
En la obra encontramos historias de humildes chavales que de repente se vieron descargando bombas en Dresde y casos casi incomprensibles como los de las estrellas del cine Clark Gable y James Stewart que se alistaron voluntariamente en la contienda. Uno acababa de triunfar con Lo que el viento se llevó y el otro con Historias de Filadelfia, los dos con premios Oscar, comunicaron a Metro-Goldwyn-Mayer, que les pagaba una fortuna, que aparcaban el mundo de la actuación para jugarse la vida en cielo germano.
El autor también detalla los dilemas morales que gravitaban en torno a esta nueva guerra. ¿Desviar la atención de los objetivos militares para atacar las vías ferroviarias que llegaban a Auschwitz, e incluso bombardear el propio campo de exterminio con el riesgo de que las bombas mataran a los prisioneros? Y la pregunta que más quebraderos de cabeza causó a los responsables, ¿era moralmente legítimo arrasar ciudades como Dresde y Hannover para acelerar la rendición alemana aunque ello conllevara la muerte de decenas de miles de inocentes civiles? Los aliados, al principio centrados en centros industriales, optaron por extender los bombardeoscon a núcleos urbanos con un balance final de más de dos millones de toneladas de bombas que arrasaron más de sesenta ciudades alemanas y se cobraron la vida de más de medio millón de civiles. Claudicada Alemania, y elevando un paso más esta estrategia, Japón se rindió tras experimentar el poder apocalíptico de la bomba nuclear, también llegado del cielo.
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