Fue una broma caústica, fugaz, que quizá pasó desapercibida para la mayor parte del Palacio de los Deportes. Andrés Calamaro dijo esto, si no me traiciona el oído: "Ahora vamos a ofrecer un número, un sketch : el de los Foo Fighters en Bogotá". Aludía al fallecimiento por sobredosis de Taylor Hawkins, batería del grupo estadounidense, que el rockero madrileño usaba seguramente para recordarnos que en el rock nadie está a salvo de una muerte prematura, y que cada disco o concierto debe disfrutarse como un pequeño milagro. Por eso, en gran parte, Calamaro se identifica con la figura del torero, siempre cerca de la muerte. Esta vez el artista sacó el capote dos veces para dar unos pases con soltura, entre aplausos del público; ocurrió al final del repertorio y tras los bises.
En realidad, estamos ante una buena metáfora, ya que hoy el rock vive arrinconado frente a la pujanza de las músicas urbanas, que triunfan en el mundo de las redes sociales, desde el reguetón puertorriqueño hasta el trap en español. Calamaro y su banda defendieron el honor del viejo rock and roll sin renunciar nunca a la modernidad. Uno de los mayores aplausos de la noche celebró la aparición de C. Tangana para interpretar la eufórica "Hong Kong", un momentazo que será recordado. Más sorprendente fue el cameo del rapero Kase-o en "Flaca", añadiendo alguno de los versos de su tórrida "Mitad y mitad", que encajaron mejor de los que cabía esperar. Digo que no era previsible esta alegría porque el artista zaragozano acaba de anunciar su retirada de los escenarios por "agotamiento físico, mental y espiritual".
El concierto se abrió con "Bohemio", clásico reciente del repertorio calamárico, donde muestra su cercanía a la canción sentimental de toda la vida. Siguieron otros éxitos recientes: "Cuando no estás" y "Verdades afiladas", que calientan el ambiente para el primer gran karaoke colectivo de la noche: "Crímenes perfectos", que sigue sonando tan épica y destemplada como el primer día. "¿Sentiste alguna vez lo que es, tener el corazón roto?/¿Sentiste a los asuntos pendientes volver, hasta volverte muy loco?/ Si resulta que sí, sí podrás entender, lo que me pasa a mí esta noche/ Ella no va a volver y la pena me empieza a crecer adentro...", canta el Palacio de los Deportes casi al completo, alcanzando altas cotas de emoción. Una de las conclusiones de la noche es que Alta Suciedad (1997) es un álbum que crece con el paso del tiempo y que atesora mucha de la mejor munición al artista, como confirman "Media Verónica" y "Me arde", canciones rockeras sobre dejarse "la sangre en la arena".
Calamaro y la educación sentimental
Lo que vimos anoche fue el combate de un grupo de rock clásico contra estética del típico concierto contemporáneo, basada en sonidos pregrabados, trucos de escenografía (luces, confeti...) y mucho apoyo audiovisual. Asistimos al recital menos efectista de un tiempo donde mandan los efectos especiales. Andrés Calamaro y su banda salieron totalmente a la contra: vestidos sobriamente de negro, solo con sus intrumentos y dispuestos a demostrar que no son imprescindibles grandes escenografías para seducir al gran público, sino que basta un repertorio potente y bien interpretado. Al principio del concierto, el cantante mantuvo un guerra contra los flashes de los móviles de sus fans, que le desconcentran de la tarea de cantar (a pesar de protegerse con gafas oscuras). El rockero pedía a sus seguidores que no los usasen, algunos de estos se rebelaban, y la estrella paraba reclamando comprensión.
La figura de Andrés Calamaro ejerce hoy una función antagonista: la de recordarnos que el rock puede recurrir a tradición de la canción sentimental española para remontar el vuelo
Otro momento clave fue la aparición de Ariel Rot para el tramo más efervescente del recital, en el que desfilan la intensa "Mi enfermedad" -que se canta en estadios argentinos-, la agridulce "Sin mirarnos a los ojos" y la lúbrica "Canal 69", reforzada en su tramo final por "Mueve tus caderas" de Burning. El siempre elegante Rot se marcha pero vuelve a aparecer en la traca final para "Sin documentos", certificando que Los Rodríguez fueron los mejor que podía pasarle al pop-rock de los años noventa, en gran parte rendido a los modelos musicales anglosajones más mediocres.
Hoy la figura de Andrés Calamaro ejerce una función antagonista parecida: la de recordarnos que no todo el pop-rock está obligado a sonar sintético, sino que se puede recurrir a la gran tradición de la canción sentimental española para remontar el vuelo. De hecho, el rock en nuestro idioma suena en 2022 más fresco que el estadounidense o británico. Otros homenajes destacables fueron "Nowhere man" (The Beatles) como 'intro' a la salida de Tangana y "Música ligera" (Soda Estréreo) mezclada con "Los Chicos" al final.
Durante la intensa "Paloma", uno de los grandes himnos de su cancionero, vuelve la impresión de que Calamaro se ha convertido en uno de los grandes símbolos de la resistencia ante el mundo líquido que hace años tenemos encima. Sus mejores letras defienden el amor romántico -el de toda la vida- frente a los experimentos progresistas post-Mayo del 68, la canción de taberna frente al estribillo 'autotuneado' y el repertorio nacional -con sabor argentino, español o de donde sea- frente a la homologación que trataron de imponernos (sin éxito) desde arriba, primero las radiofórmulas y después los monopolios de Silicon Valley.
Estas noches de felicidad sonora nos recuerdan un tiempo donde las reglas eran otras. Le necesitamos como siempre y le apreciamos como nunca. Mientras desfilo hacia el metro por la calle Goya, un grupo de veinteañeros con camisetas de los Rolling Stones dictan sentencia: "uno de los conciertos que más he disfrutado en mi vida". Quizá el rock no está tan muerto, por lo menos esta noche.
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