Los días que vivimos no parecen darnos respiro. Quizá sea la voluntad de comenzar a vivir una vida postpandémica o tal vez sea ya un sentido de época, pero la acumulación desmedida de estímulos y excepciones a la que nos enfrentamos día sí y día también toma las formas más extravagantes posibles. Entre los días 22 y 30 del mes de enero las instalaciones de los madrileños Teatros del Canal acogieron la última obra de la polémica dramaturga Angélica Liddell en una muestra especialmente exagerada de dicha tónica vital. De vuelta en España, la actriz y directora gerundense, orquesta y protagoniza todo un espectáculo de desagrado que, pretendiendo desnudar los más oscuros entresijos del ser humano y su manera de mantenerse en la existencia, termina por entregarse a una incesante provocación que sólo resulta banal.
La obra comienza con una Liddell velando, entre gritos, el cuerpo fallecido de su padre sobre una especie de camilla, donde, al descubrirse la sábana que lo oculta, aparece un niño. Al concluirse esta escena, asistimos a la proyección del índice de la obra del filósofo francés Gilles Deleuze Presentación de Sacher-Masoch, lo frío y lo cruel, texto recorrido y presente a lo largo de todo el espectáculo, entre estruendosa música techno. Aparecen sobre las tablas cinco mujeres que, evocando a las gracias, se dedican a cambiar de posición durante unos minutos para terminar siendo abroncadas por el reconocido director de cine Oliver Laxe. Representando, quizá, a Jesucristo y vociferando en un innecesario francés, éste les explica que no se puede morir de soledad, pero sí de grasa, y que éste probablemente sea su destino, sólo evitable mediante el vómito.
En la escena que vertebra la obra, se presenta, con luz muy clara, el espacio de un hospital en el que Angélica conversa con su padre enfermo y extremadamente dependiente. En ella tiene lugar el diálogo que podría mostrar mejor lo que se supone que la obra quiere decirnos: mediante un juego de expiación de la semejanza paternofilial de la que habla Deleuze, la protagonista tortura y humilla verbalmente a su padre haciéndole creer que éste está viviendo situaciones que le provocan el pánico, tras un inicio de la conversación dulce y enternecedor. Y es entonces cuando, en un ejercicio de explicitud capaz de indignar a Jung y Freud, el padre invierte su papel de enfermo terminal y limpia el culo de Liddell sucio de excrementos mientras ésta procede a masturbarse sosteniendo la mirada fija en el público.
Ángelica Liddel y el "horror por el horror"
Un baile entre el Eros y el Tánatos, la pulsión de vida y muerte, que, tal vez por ser la parte más cercana al texto de Deleuze, consigue salvar la escatología del momento -llegaremos a verla miccionar en una jarra medidora, mostrándonos que las repetidas veces en que la dramaturga bebe agua durante la obra no buscan aportar más profundidad que la de dicho recipiente-. Si bien la imagen del acto freudiano está cargada de una significación tremendamente explícita y llena de contenido, no deja de ser esto una excepción llamativa en la obra. La gran parte de las escenas que producen un profundo desagrado en el espectador no contienen significado alguno más allá de su impactante forma, quedándose en un espanto vacío, un “horror por el horror” que no llega a funcionar del todo, si acaso suponiendo que su fin era transmitir alguna cosa.
Durante el espectáculo son varias las ocasiones en las que se referencian las Lecciones de estética de Hegel a propósito de la superioridad de lo bello artístico sobre lo bello natural, texto que pasa inadvertido y cuya coherencia con la obra resulta indescifrable. Convendría seguir leyendo a este filósofo hasta que llega a preguntarse cuál es la función del arte tras ver sentenciado su final como principal vehículo del espíritu. Una vez éste se vuelve inservible para transportar lo absoluto y, por ello, se hace independiente; puede ponerse al servicio de otras ambiciones, aunque menos dignas que la primera. Toca plantearse, como hizo Danto con Hegel presente, si queremos mantener el arte como una esfera en la que está en juego un asunto muy serio. O si, en su defecto, preferimos permitir su degeneración hasta convertirlo en un simple entretenimiento trivial y prescindible en tanto que otros hay más accesibles. Si debe estar o no al servicio de algo y, en caso afirmativo, qué es ese algo.
Liddell se posa sobre una montaña de estiércol, en la que el esclavo se había mantenido erguido y comienza a restregar las deposiciones por su cuerpo, incluidas la cara y la boca
La última escena de la función nos acerca definitivamente a la obra de Sacher-Masoch y narra el diálogo que éste tiene con el personaje de Wanda en La Venus de las pieles sobre la necesidad contractual que requiere toda relación masoquista. Laxe interpreta al esclavo a los pies de Liddell, mientras ésta recita las obligaciones de dicha relación. Tras ello y una conversación que recorre, línea por línea, la lectura que Deleuze hace de Masoch y el siempre presente atisbo de duda en sus personajes dominantes, la dramaturga realiza su penúltima invitación a la arcada de los asistentes. Se posa sobre una montaña de estiércol, en la que el esclavo se había mantenido erguido tras el mencionado diálogo, y comienza a restregar las deposiciones por todo su cuerpo, incluidas la cara y la boca. Es entonces cuando, al ritmo de saeta y con las cinco gracias moviéndose cual paso de Semana Santa, se ve descender una ambulancia al lado de la cual Angélica desfallece desnuda en un lecho para acoger, tumbado sobre ella, al cuerpo también desnudo de su padre. Es un intento simbólico de mostrar “una búsqueda trascendente a través de la sexualización ritual de la muerte” según la propia autora en su representación de lo escrito por Deleuze, pero cuesta hacer dicha reflexión entre tanta estimulación sensorial, al menos en el momento.
Con la caída del telón, un porcentaje mayoritario del público estalla, enfervorecido, en vítores y aplausos, mientras que son claramente visibles las caras de estupefacción y desconcierto de algunos asistentes en la sala; que son, ciertamente, los menos. El fervor no se apaga durante el tiempo en que los actores y actrices entran y salen del escenario para saludar y recibir el homenaje del respetable. Lo hacen con una sonrisa en la cara que pone en cuestión la aparente dureza de lo recién representado, lo cual ahonda en lo impostado de la actuación. Quizá, el “orden lunático” que Liddell describe en el programa de la obra merecería una dosis algo mayor de realismo en la interpretación.
La reacción final del público, necesariamente abrumado por la magnitud de lo que acababa de observar, resulta sorpresiva en el momento, pero ¿lo es realmente? Al fin y al cabo, resulta ingenuo esperar que la obra cause otro tipo de efecto en el espectador. Como decíamos, vivimos tiempos de absoluta e incesante estimulación y la respuesta que dicha sobreestimulación despierta en nosotros no es, ni mucho menos, relajada, como si nunca resultase suficiente para satisfacer nuestra voraz ansia de novedad. El despliegue de esa ansiedad se muestra en forma de desmesura, ya sea en un sentido positivo o negativo. La apabullante cantidad de provocaciones que presenta Liddell cumple con la ansiosa demanda y consigue, a pesar de la vacuidad del espectáculo, hacer desaparecer la indiferencia emocional que un texto y una interpretación regular como mucho deberían producir.
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