Felipe II tenía 32 años cuando se casó con Isabel de Valois, que sólo tenía 14. La princesita francesa estaba destinada a casarse con el único hijo del rey, el príncipe don Carlos, pero Felipe acababa de quedarse viudo por segunda vez y estaba obligado a asegurar la continuidad de la dinastía con más hijos. Encima don Carlos era un muchacho enfermizo y con visos de loco, con pocas papeletas para llegar a heredar el trono, de modo que Felipe II pensó que era un desperdicio casarlo con Isabel, tan joven y bella, mejor se la quedaba para él.
Desde el momento en que la vio, el rey se enamoró rendidamente de Isabel, aunque hubo de esperar un año para consumar el matrimonio, dada su inmadurez física. Dispuesta la Corte a tratar con mimo y cariño a la niña-reina, había que encontrarle diversiones y quehaceres para que no se aburriese y se formara adecuadamente. Las artes de la música, danza, pintura y dibujo eran parte de la educación de las damas de alta cuna, según había establecido El Cortesano, el influyente libro de Baltasar de Castiglione, de modo que le buscaron una profesora de arte. En Italia, capital de la cultura europea, había una joven dama noble que estaba en boca de todos, y fue la elegida: Sofonisba Anguissola.
Parece mentira que una mujer de una familia de la baja nobleza, con pocos recursos económicos, en una pequeña ciudad como Cremona, se hubiera convertido en un mito a los 20 años, pero así era. El artífice de tal fenómeno era su padre Amilcare Anguissola, un patricio cremonés que había tenido la mala suerte de engendrar seis hijas. La pequeña nobleza tenía el mismo pundonor y obligaciones sociales que la alta aristocracia, pero no su riqueza, de modo que un número tan alto de hijas le suponía un quebranto económico. Los hijos se hacían soldados, clérigos o funcionarios públicos, los únicos trabajos que podían desempeñar los nobles, pero las hijas tenían que casarse con alguien de su condición, y para eso necesitaban una importante dote. El recurso de que se hicieran monjas si no encontraban marido tenía el mismo obstáculo: para entrar en un convento también había que llevar dote. Y que se quedaran en la casa paterna como solteronas era la deshonra familiar, la evidencia de la pobreza.
La niña que conmovió a Miguel Ángel
Amilcare Anguissola tenía no obstante unas hijas muy bien educadas y dotadas para el arte, especialmente la mayor, Sofonisba, y decidió explotar sus capacidades de la misma forma que esos padres de tenistas que controlan al detalle la carrera de sus hijas, para convertirlas en figuras que ganen mucho dinero. Amilcare tuvo el atrevimiento de escribir a Miguel Ángel, el artista más famoso de Italia, enviándole un dibujo de su niña. Que un genio como Miguel Ángel se conmoviese ante el dibujo de una adolescente indica la categoría de la pintora. El primer dibujo era una hermana de Sofonisba riendo, y Miguel Ángel pidió que hiciera otro representando el llanto. Le entusaiasmó el segundo y terminó dando lecciones a la muchacha en Roma.
Amilcare aprovechó esta circunstancia para la promoción de su hija, mandaba a todas partes los autorretratos que Sofonisba se hacía para mostrar lo hermosa y dulce de carácter que era. Esa promoción hizo que Vasari, el más importante historiador de arte de su época, fuese a Cremona a conocer la obra de Sofonisba, a la que dedicó un capítulo de su célebre libro de biografías Las Vida. Otros autores la incluían en sus repertorios de grandes mujeres, los coleccionistas en las galerías de retratos de artistas… Se había creado el mito Sofonisba.
En la Corte de Madrid, Sofonisba fue la dama favorita de la reina y, tras la temprana muerte de Isabel de Valois, fue la tutora de sus hijas,
Incluso el gran duque de Alba, que estaba de gobernador en Milán, quiso conocer a Sofonisba. Felipe II le había encargado que gestionase su boda con Isabel de Valois, y el duque de Alba se llevó a París a Sofonisba como la perfecta dama de honor de la nueva reina, de la que sería también preceptora artística. La campaña de promoción de Amilcare había triunfado, su hija estaba colocada en un puesto de mucha categoría en la corte del rey más poderoso del mundo. Aparte del inmenso honor, la munificencia de tan poderosos monarcas suponía el fin de los problemas económicos. Felipe II pagaría la dote para que Sofonisba se casara con un noble, y le otorgaría una generosa renta vitalicia que ella cobró hasta que murió con 90 años.
En la Corte de Madrid Sofonisba fue la dama favorita de la reina y, tras la temprana muerte de Isabel de Valois, fue la tutora de sus hijas, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Pero además pintó muchos retratos de la Familia Real, aunque ni los firmaba ni los cobraba, porque alguien de clase noble no podía rebajarse a hacer el trabajo de un pintor, que era oficio mecánico. Sí podía aceptar obsequios en prueba del aprecio de la realeza, y se sabe por ejemplo que el príncipe don Carlos le regaló un gran diamante porque le había hecho el retrato que más le gustaba, más que los que le hacía el retratista oficial del rey, Sánchez Coello.
Antes de regresar a Italia casada, rica y honrada, para despedirse, Sofonisba retrató al rey, a su cuarta mujer, Ana de Austria –que también la había nombrado dama de honor- y a las infantas adolescentes. Ese retrato de Felipe II de negro y con sombrero de copa se convertiría en la imagen icónica del rey, aunque durante siglos se atribuiría a Sánchez Coello. Y es que esa discreción a la hora de pintar, sin firmar ni cobrar, hizo que se perdiera la noción de que había habido una genial pintora en la corte de Felipe II, hasta que fue redescubierta en el siglo XX. Ahora la exposición del Museo del Prado permite tener a la vista el mito de la dama pintora.
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