El animalismo, ese virus moral que defiende la igualdad jurídica entre humanos y animales, ha llegado como un ejército invasor a nuestras vidas para obligarnos a modificar hábitos, tradiciones e incluso la concepción que tenemos de nosotros mismos. Por medio de una macabra inversión de sentido, todos aquellos que defendemos los derechos humanos hemos pasado de ser considerados “humanistas” (defensores de la humanidad) a ser vilipendiados como “especistas” o guardianes de fronteras entre especies que legitiman la primacía humana sobre los animales. Incubado en las universidades de élite americanas como una corriente de activismo minoritaria (igual que la teoría queer o el posthumanismo), el animalismo se ha convertido en tiempo récord en uno de los instrumentos ideológicos de dominación poblacional. En España, su tóxica fumigación sobre la ciudadanía ha tenido lugar el pasado marzo por medio de una serie de eventos que han culminado en la aprobación de la Ley de Bienestar Animal y que buscan convertir el animalismo en un nuevo sentido común.
Si el 8 de marzo el PACMA conseguía copar titulares en todos los medios con un cartel anti-especista que equiparaba a una vaca con una mujer para reclamar “un feminismo sin distinción de especies” en el que no hubiese ni oprimidas (vacas) ni opresoras (mujeres, en tanto que humanas), tan solo un día después se anunciaba la concesión del premio BBVA a Peter Singer, fundador del movimiento animalista. Según el jurado, este galardón se debía al “progreso moral” ocasionado por las teorías del filósofo australiano, que inspiran de manera directa la ley animalista que se oficializó el 28 marzo impulsada por Unidas Podemos.
La polémica tardó poco en explotar, pues Singer lleva desde 1975 defendiendo el infanticidio, la experimentación en laboratorios con personas con retraso mental o la zoofilia como condición para borrar la frontera entre humanos y animales. Por ejemplo, mientras que Julio Llorente glosaba la barbarie animalista del premiado en un artículo publicado en estas mismas páginas, Pablo de Lora realizaba en The Objective una encendida, pero vacua defensa suya porque el filosofar de Singer, decía, “es revoltoso y escandaloso y no tiene empacho en formular las preguntas inaugurales”.
El animalismo como anti-ética
El animalismo forma parte de las ideologías autoritarias que en nombre del género, la digitalización o el cambio climático intentan modificar nuestra racionalidad con el objetivo de hacernos creer que nuestra naturaleza ha cambiado o que tiene que cambiar a fuerza de ley. La desposesión, jurídica, pero también material, que el animalismo pone en marcha, pudiendo parecer la más inofensiva, es la más peligrosa de todas. Mediante la creación de un marco inhumano que sirve a los intereses del posthumanismo (hay que desterrar todo lo que sea humano, porque lo humano es irremediablemente igualitario por inmutables leyes naturales), el animalismo desprotege tanto a humanos como animales y nos somete a los designios arbitrarios de una élite tecnócrata que decide quién debe ser protegido y quién abandonado.
Las teorías animalistas de Peter Singer son las que más nos debieran preocupar pues son las que han directamente inspirado la Ley de Bienestar Animal, que no solo propone hasta 18 meses de cárcel por matar a un vertebrado (por ejemplo, un ratón), sino que legaliza la zoofilia y se compromete a otorgar derechos casi humanos a los grandes simios. El animalismo de Singer derriba la frontera entre humanos y animales de manera que ciertos seres humanos (bebés, personas con retraso mental, etcétera) dejan de tener derechos y pasan a ocupar el rol de bestias sacrificables, mientras que ciertos animales detentan derechos humanos. En palabras de Singer: “Algunos miembros de otras especies son personas: algunos miembros de nuestra propia especie no lo son. Ninguna valoración objetiva puede apoyar la postura de que en todas las ocasiones es peor matar a miembros de nuestra especie que no sean personas, que a miembros de otras especies que sí lo son”. Esta reformulación de categorías éticas que afirma que un bebé no es una persona, pero un cerdo sí lo es, lleva al propio Singer a aventurar que “si perros y gatos pueden ser calificados como personas, los mamíferos que utilizamos como alimentos no pueden encontrarse demasiado lejos” y a lamentar: “¿No estaremos convirtiendo personas en beicon?”.
El cambio radical que animalismo propone se basa en sacrificar aquello que nos hace humanos (la defensa de los vulnerables) para construir una nueva ética anclada en principios de eficacia propios de la filosofía utilitarista. Según esta corriente, que pensadores como Durkheim, Weber, Rawls o Nozick consideraban como incompatible con la naturaleza humana, la sintiencia (la capacidad de experimentar sufrimiento o placer) es la única fuente originaria de derechos, que serán tenidos en cuenta, en mayor o menor medida, dependiendo de la capacidad de autoconciencia y la probabilidad de ser felices, no solo en el presente sino también en el futuro. Por ejemplo, en libros como Liberación animal o Ética Práctica, Singer defiende que en los experimentos clínicos habría que sustituir a animales por humanos con retraso mental severo, pues así “el número de experimentos realizados con animales se reduciría de forma significativa”, puesto que “existen humanos discapacitados intelectualmente que tienen menos derecho a que se les considere conscientes de sí mismos o autónomos que muchos animales no humanos”.
El peligro de abrir la caja de Pandora de la animalidad se hace evidente cuando Singer defiende el derecho al infanticidio, ya que, según argumenta, “si podemos dejar a un lado los aspectos emocionalmente conmovedores, pero estrictamente sin pertinencia alguna, que surgen al matar un bebé, veremos que los motivos para matar personas no se aplican a los recién nacidos”. Esto sería así según este premiado y alabado impulsor del “progreso moral” porque “si el derecho a la vida debe basarse en la capacidad de querer seguir viviendo, o en la capacidad de verse a sí mismo como un sujeto con mente continua, un recién nacido no puede tener derecho a la vida”. Anticipándose a las posibles objeciones, Singer explica que “si estas conclusiones parecen demasiado escandalosas para ser tomadas en serio, quizá merezca la pena recordar que nuestra actual protección absoluta de la vida de los niños es una actitud típicamente cristiana más que un valor ético universal” y que “quizá ahora sea posible pensar en estos temas sin asumir el marco moral cristiano que ha impedido, durante tanto tiempo, cualquier revaloración fundamental”. Estas “preguntas inaugurales” que Pablo de Lora parecía celebrar en su artículo ponen fin a un tabú que según el filósofo australiano hace que “desde la derrota de Hitler, no ha[ya] sido posible (…) comparar el valor de la vida humana y no humana”.
Es quizás por eso que en un texto titulado “Heavy Petting” Singer va más allá y defiende la zoofilia tras asegurar que la vagina de una vaca puede satisfacer sexualmente a un hombre, que las mujeres se sienten más atraídas hacia los caballos que hacia los seres humanos o que es muy normal que un orangután tenga una sincera erección al ver a una mujer por ser los límites entre especies algo artificial. Es más, Singer asegura que nuestro rechazo a la zoofilia “se ha originado como parte de un más amplio rechazo al sexo no reproductivo” como el sexo oral o el anal, pero que “la vehemencia con la que esta prohibición se mantiene mientras otras prácticas sexuales no reproductivas han sido aceptadas sugiere que hay otro poderoso motivo: nuestro deseo para diferenciarnos, eróticamente y de cualquier otra manera posible, de los animales”.
Francisco de Vitoria
El universalismo cristiano que Singer crítica como base de la vieja moral que nos impide matar a inocentes (niños, personas con retraso mental, etc.) y que prohíbe que humanos y animales tengamos los mismos derechos tiene su origen en el teólogo español Francisco de Vitoria (1483-1546). En su ensayo (relectio) “Sobre los indios”, considerado como el fundamento de los derechos humanos actuales, Vitoria explora las posibles razones ilegítimas que, de acuerdo con la ley natural, impedirían a los españoles ejercer su dominio sobre los indios del Nuevo Mundo, aun cuando leyes creadas por humanos lo permitiesen. Las conclusiones de Vitoria son claras: no existe ninguna razón por la que los españoles puedan dominar a los indios, ya que estos tienen dominio (dominium) sobre sus propios cuerpos, territorios y son perfectamente capaces de gobernarse a sí mismos sin importar que sean paganos, herejes o delincuentes. En su argumentación escolástica, Vitoria invierte avant la lettre los razonamientos animalistas de Singer y afirma que aunque los indios fuesen como niños pequeños, tuviesen algún retraso mental o estuviesen locos, no habría razón para dominarlos, pues de hacerlo serían víctima de una injusticia (iniura) por ser imágenes de Dios (imago dei).
El argumento de Vitoria es especista de principio a fin, y muestra que la igualdad y los derechos solo son posibles desde postulados especistas. Hablando en plata, los indios tienen tantos derechos como los españoles por la sencilla razón de que son humanos. Pese a las acusaciones de canibalismo, su humanidad se confirma mediante dos argumentos complementarios: tienen dominio, es decir, derecho natural a gestionar los recursos naturales y a autogobernarse, que se basa en que han sido creados a imagen y semejanza de Dios (son imagen de dios, no Dios, como parecen creer los posthumanos y los animalistas). Este dominio, que tiene un soporte legal humano o positivo mediante derechos como el de propiedad, es ajeno por completo a los animales, quienes según Vitoria no pueden ser víctimas de una injusticia pues “privar a un lobo o león de su presa no supone una injusticia”. Si los animales tuviesen dominio, prosigue, “cualquier persona que vallase un terreno con hierba que antes era consumida por ciervos estaría cometiendo un delito, pues estaría robando comida sin permiso del propietario”.
La lógica argumental de Vitoria es implacable. Pensemos, de hecho, que la mayor prueba de que los animales no tienen dominio la constituye la propia doctrina animalista que en su despiadada defensa de lo animal se arroga el derecho, por ejemplo, a esterilizar gatos sin su consentimiento o a intervenir en hábitats naturales si consideran, en base a principios utilitarios, que obtendrán un balance ecológico más justo aunque maten a miembros de tal o cual especie. Este mismo derecho a esterilizar o matar animales no existe con respecto a los seres humanos por la sencilla razón de que esterilizar o matar a miembros de una población (o a un individuo), fuese cual fuese la causa, sería visto como una injusticia. Es más, los miembros humanos de esa comunidad podrían declararle la guerra o directamente matar a los humanos que hubiesen esterilizado a su población, puesto que uno de los objetivos de los derechos humanos consiste en asegurar, en la medida lo posible, que aquellos que son capaces de agredirse a sí mismos con unos niveles de eficacia no poseídos por otras especies -los seres humanos- no lleguen a hacerlo.
La desposesión de lo humano (especismo o barbarie… tecnócrata)
El animalismo defendido por Peter Singer e inoculado en la política española por parte de nuestros políticos más “izquierdistas” (aspirantes eternos a mediocre profesor universitario, tecnócratas sin oficio que asumen como verdad toda vileza que la academia americana produce) implementa una desposesión humana que nos hace pasar de ser iguales en tanto que imago dei a estar sometidos a los caprichos de un dios arbitrario encarnado en la tecnocracia global. El animalismo, como recordaba Miguel Ángel Quintana en un debate reciente con Ernesto Castro, sustituye la ética de vínculos propia de la humanidad por una ética de atributos. Este modelo supone una desprotección absoluta de los seres humanos (y de los animales) en tanto que hace depender nuestros derechos y supervivencia de la posesión de un determinado atributo (un mayor grado de inteligencia, una mayor voluntad de vivir de manera feliz, etc.) que cambia de acuerdo con los deseos de aquel que dicta las reglas. Esta nueva ética, a diferencia de la humana, solo es posible mediante una violencia coercitiva y vertical que, en su aspecto aterciopelado, toma forma de lo que Ignacio Castro Rey ha denominado en En Espera como “violencia perfecta”.
La ética de atributos que el animalismo hace suya ha sido la mayor promotora de desigualdad a lo largo de la historia, pues es solo mediante ella como pueden llegar a darse males como el racismo o el machismo, que consideran que ciertos sujetos carecen de determinado atributo y no se bastan de su humanidad para tener derechos. Esta violencia animalista no tiene otro fin que promover una tecnocracia posthumana que elimine la frontera entre humanos y animales y nos convierta a todos en bestias que habitan el zoológico humano soñado por Sloterdijk. Estamos ante el enésimo uso instrumental de los animales, solo que esta vez en lugar de ser empleados en fábulas como fuentes de moralidad, los animales son utilizados como arma con la que desposeernos de la dignidad humana y de nuestra responsabilidad con la naturaleza.
El animalismo sustituye la ética de vínculos propia de la humanidad por una ética de atributos
El animalismo, como mostraré en otro artículo, es una doctrina alienante que mediante una moral new age hipnotiza a cantidades cada vez más grandes de población antes de que estas mueran ahogadas en el río de las falsas promesas identitarias. Por una parte, en tanto que defensor del principio utilitario del no sufrimiento y la felicidad como base del derecho a la vida, el animalismo hace creer a parte de la ciudadanía que toda frustración debe ser evitada por ir en contra de los delirantes postulados de la felicidad eficaz, que para ser efectiva debe ser medida en todo momento (de ahí, la incitación actual a cambiarse de sexo o a solicitar una eutanasia ante la menor contrariedad, como sucede en Canadá). Por otra parte, la proyección que el animalismo hace del pasado humano previo al surgimiento del utilitarismo como una época de barbarie refuerza la creencia de que la Ilustración, madre de todas las distopías del presente, es la verdadera época de la racionalidad y no una de sus más peligrosas negaciones.
En un contexto de desposesión humana como el actual solo nos queda mirar hacia adelante con un prudente retrovisor que nos permita visualizar en toda su complejidad teorías del pasado como la de la ética universal de Francisco de Vitoria, que hace de la vulnerabilidad humana la fuente de derechos y no un principio de exterminio. Vitoria, como Hegel, dio lugar a una izquierda y a una derecha vitoriana (cierta interpretación de sus teorías legitimó atrocidades cometidas en tierras extranjeras en nombre de lo que hoy denominaríamos libre mercado), pero defendió ante todo las bases naturales de la libertad humana y la necesidad de crear legislaciones que protegiesen esta. En un ejercicio de preventiva anticipación a la actual izquierda hobbesiana, que donde ve un ser humano detecta un criminal, el teólogo español aseguró, por medio de Ovidio, que “El hombre no es un lobo para el hombre, sino un hombre”. Si queremos evitar la criminal deshumanización del prójimo impulsada por el animalismo y demás golpes de estado woke, así como respetar a nuestros compañeros los animales, haríamos bien en memorizar esta máxima milenaria y en asimilar, sílaba a sílaba, su incontestable verdad.
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