2021 fue el año en el que varias generaciones de españoles descubrieron las ‘checas’. Por sorprendente que pueda parecer, en esta época dedicada a expurgar todos los males del pasado, los terribles centros de represión de la zona republicana son unos grandes desconocidos para el gran público; no así para los historiadores, como es lógico. Los inquietos justicieros de la memoria histórica no han querido penetrar tras los muros de estas cárceles, improvisadas en conventos o palacios, y apenas existen relatos que cuenten sus horrores, de modo que nos encontramos ante un punto ciego del recuerdo. O si prefieren, un ejemplo de la otra memoria histórica, la que no interesa.
La única película española que retrató, con extraordinaria brillantez, el clima de terror que las checas impusieron en Madrid es Rojo y negro, estrenada por Carlos Arévalo en 1942. Sin embargo, apenas pudo verse en su momento más que durante tres semanas y estuvo desaparecida para el gran público hasta el año pasado, cuando la plataforma Flixolé la subió a su catálogo. Meses después la editora Divisa le dedicó una edición en video doméstico a la altura de su grandeza cinematográfica y con un libreto que explica su extraña peripecia; y es que se trata de una película hecha por afines al régimen pero que no fue bien recibida por la oficialidad.
Como indica Javier Muñoz, no estaba ni permitida, ni prohibida, sino todo lo contrario. Una protagonista, Luisa, (Concita Montenegro, la primera española que actuó en Hollywood) resuelta y poco ajustada al ideal femenino del franquismo, y un héroe trágico de izquierdas que reniega de la barbarie de los suyos y que escapa al maniqueísmo, suelen aducirse como causas posibles de esta desconcertante situación. Que es también muy reveladora del desinterés de Franco por la utilización política del pasado reciente, así como de su torpe manejo del mundo de la cultura. Torpe no porque no causara daños a la libertad, sino por la gran arbitrariedad de la censura, rayana en el absurdo y repleta de contradicciones. Y torpe porque el franquismo no entendió y minusvaloró el papel de la cultura en política.
Memoria histórica incómoda
Pero no menos azarosa fue la peripecia de El terror rojo, las memorias de Wenceslao Fernández Flórez (El bosque animado) durante la Guerra Civil. Publicadas en portugués en 1938 y luego traducidas a otros idiomas, hubo que esperar a 2021 para que, por primera vez, se editaran en español, si bien su autor utilizó sus vivencias en su novela Una isla en el Mar Rojo (1939). Es muy reveladora la coincidencia de emociones de la película y el libro, no existiendo entre ellos más relación que la realidad retratada.
Clara Campoamor documenta en ‘La revolución española contada por una republicana’ la clamorosa realidad de los ‘paseados’ durante el gobierno del Frente Popular
“En Madrid había tres motivos de terror que los que vivimos allí en los primeros meses (de la Guerra Civil) no podemos olvidar nunca. Estos motivos eran: el automóvil que paraba enfrente de casa, el ascensor que subía y el timbre de la puerta”, explica Fernández Flórez en El terror rojo. Cada uno de esos sonidos era percibido como una amenaza, pues los registros domiciliarios eran constantes y hacía falta poco para que terminaran en detención, primero, y en posible ejecución, después. También en Rojo y negro puede percibirse el carácter aterrador de esos sonidos que definen, mejor que nada, el clima totalitario instalado en la sociedad. Una amenaza sonora que llega desde el fuera de campo, pero que, en cualquier momento puede entrar en él (en el falso refugio de la propia vivienda) y convertirse en un peligro tangible y real.
No por casualidad, los mayores logros cinematográficos de la película de Carlos Arévalo proceden justamente de ahí. Del modo como transmite ese clima de agonía e incertidumbre extrema que sobrevuela en medio de las situaciones de calma aparente, y también en el modo como el horror real, cuando irrumpe, queda fuera de campo, al otro lado de la pantalla cinematográfica, y se cuenta fundamentalmente a través de los ojos de los actores.
Es lo que ocurre en la escena de la violación de Luisa en la que vemos como la cámara (con punto de vista subjetivo) se acerca amenazante a la joven falangista y sabemos que hay un hombre lascivo detrás por sus ojos de terror. Lo que se confirma en el breve instante en que su cuerpo la cubre y la imagen desaparece. Pero aún más emotivo es el uso del fuera de campo en la escena penúltima de la película, cuando Miguel (Ismael Merlo), un joven miliciano enamorado desde niño de Luisa, acude temeroso a la pradera en busca de un cadáver que teme encontrar. Los cuerpos muertos nos los escamotea la cámara, pero los reconstruimos a través de sus ojos desencajados. Un único plano final nos confirma nuestros peores temores con un Miguel desolado en el centro de un paisaje de cadáveres.
Las crónicas de Campoamor
Las ejecuciones extrajudiciales no fueron un invento de la Guerra Civil. Clara Campoamor documenta en La revolución española vista por una republicana la clamorosa realidad de los ‘paseados’ durante el gobierno del Frente Popular, en los meses previos al estallido de la guerra. Muchos días, ella misma se acercaba a las praderas de extrarradio para ver cuántos habían caído esa noche. Asesinatos impunes, pues, como ella misma relata también, el Gobierno no se atrevía a perseguir a sujetos que estaban ligados a organizaciones afines.
Campoamor cuenta cómo llevar sombrero y corbata podía ser entonces motivo suficiente para ser capturado y ejecutado. O salir de misa, o llevar un crucifijo, o ser un religioso consagrado. El clima de intimidación social que imponían los milicianos armados en los meses finales de la II República se cuenta también en Retrato de familia, la película de Antonio Giménez Rico basada en Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel Delibes. No es el centro de la historia, pero sí el escenario del drama.
Pero el terror se generalizó en Madrid en el inicio de la Guerra Civil a partir de la sospecha de que una parte de la ciudad apoyaba a los sublevados, lo que sirvió de legitimación para una implacable operación de depuración que también se cuenta en el libro de Agustín de Foxá titulado Madrid de Corte a Checa (1938), una referencia en el retrato de este periodo histórico. Una depuración en la que, como reflejan tanto el libro de Fernández Flórez como la película Rojo y negro, bastaba haber votado a las derechas, o ser de la ‘Adoración Nocturna’ (por motivos de organización interna había lista de los que se turnaban para rezar, fácilmente utilizables) para que la vida pendiera de un hilo.
Eso por no hablar de personalidades como la del novelista W.F. Flórez, que por haber escrito artículos críticos con el Gobierno en ABC fue objeto de una encarnizada persecución que le obligó a abandonar su vivienda primero, buscar refugio en otras dos después, y finalmente encontrar cobijo en varias embajadas. Y no eran los suyos temores infundados: “Entonces ya conocía el asesinato de muchos compañeros también colaboradores del ABC de Madrid: Víctor Pradera, Honorio Maura, Álvaro Alcalá Galiano, Federico Santander, Manolo Bueno y el excelente Santamaría, subdirector de aquel diario (…) La tierra parecía achicarse debajo de mis pies”.
Delatores de descansillo
Esa constante persecución, de la que era difícil escapar, pues los porteros de las viviendas se convirtieron, de facto, en agentes delatores de cualquier movimiento sospechoso, convertía la existencia cotidiana en una realidad incierta y claustrofóbica. “La casa era entonces para nosotros una prisión. La calle, el lugar por donde iba y venía la Muerte con rostro de miliciano”. Y aún añadirá el autor de El bosque animado: “La solidaridad humana era, en aquellos tiempos de angustia, una gran mentira. Había muy pocos hombres buenos -y yo tuve la suerte de conocer algunos- aunque apenas los suficientes para que, por contraste, se midiese la maldad canalla de los otros. Entre la ferocidad de los asesinos y el egoísmo natural de los que querían salvarse, el espectáculo espiritual y moral era abominable”.
El de la represión de checas y milicianos no es el único punto ciego de la memoria de aquellos tiempos atroces. La persecución religiosa desatada durante la República y al comienzo de la Guerra Civil jamás había sido objeto de una película hasta que en 2013 Pablo Moreno rodó Un dios prohibido en la que narra la ejecución de 51 miembros de la comunidad claretiana de Barbastro, en Huesca. Aunque Moreno es director católico y especializado en narraciones que reivindican a grandes figuras de la Iglesia, no hay rencor ni ajuste de cuentas en su película. Sólo el recuerdo de un episodio lamentable -fueron asesinados casi 7.000 religiosos, entre sacerdotes, frailes y monjas durante esos años- y el afán de poner rostro y emociones a una tragedia apenas contada.
No debemos olvidar que el que durante mucho tiempo fue el único libro monográfico dedicado al holocausto religioso durante la República, La ira sagrada, de Manuel Delgado, tendía a justificar los crímenes. La ‘ira sagrada’ era la del pueblo, harto de los abusos de los poderosos y de la complicidad de los clérigos. Que la matanza fuera indiscriminada y afectara también a muchos que habían estado siempre del lado de los pobres, debía considerarse un mero daño colateral. Como curiosidad añadida, para amantes de las conspiraciones, si el amable lector busca hoy en Google ‘religiosos asesinados durante la Guerra Civil’ le aparecerán en primer lugar noticias acerca de los que asesinó Franco -que los hubo, pero muchos menos- y sólo bastante después la parte mayor de la tragedia.
Pulsiones totalitarias
Dos años antes, en 2011, Roland Joffé reflejó también la persecución religiosa de la guerra civil en Encontrarás dragones, la biografía sobre José María Escrivá de Balaguer que rodó en España por encargo. Una película notable, que ofreció una de las primeras aproximaciones no maniqueas al gran drama de la Guerra Civil. Más recientemente, en 2016, Guernica, de Koldo Sierra, cuenta también las dos caras de la trágica historia: por descontado, la represión franquista -de esa nos ha hablado el cine español de forma muy abundante desde la Transición- pero también las purgas internas en el bando republicano y la decepción al constatar que las aspiraciones democráticas de algunos partidarios de la República se escurren como arena ante la brutal realidad de las crecientes pulsiones totalitarias.
Ken Loach fue el primero en retratar, en 1995, los ajustes de cuentas internos en el bando republicano. Inspirado por el George Orwell de Homenaje a Cataluña, rodó Tierra y libertad, donde el director británico contó la intensa represión sufrida por los anarquistas, a manos de los comunistas, en zona catalana. Años después, en 2012, Philip Kauffman contaría también de forma tangencial sucesos similares en Hemingway and Gellhorn. Su película trata de la relación entre el novelista y la que luego se convertiría en célebre reportera internacional, pero dedica una parte importante de su metraje a la Guerra Civil, donde ambos coincidieron y asentaron su relación.
Kauffman presenta a Hemingway como un ‘turista’ en el drama español, en el que, en realidad, no se enteró de nada, y lo contrapone a la experiencia del también escritor John Dos Passos. A través de los ojos del autor de Manhattan Transfer vemos un episodio concreto de la represión interna desatada por los comunistas contra los líderes anarquistas más populares. La repentina desaparición de uno de ellos, al que Dos Passos admiraba (y quizás algo más) le llevó a sospechar de un siniestro dirigente soviético que merodeaba por la zona. Hemingway no quiso saber nada, y él, decepcionado, decidió regresar a Estados Unidos.
Para quienes quieran conocer las dos caras de la historia sigue siendo absolutamente recomendable e imprescindible el libro de Chaves Nogales A sangre y fuego. Y para profundizar más en el caos y la violencia que se instalaron en la República, y que llevaron a renegar de ella a los intelectuales que la habían impulsado (Ortega, Marañón, Campoamor, Besteiro, Unamuno, Alcalá Zamora, Sánchez Albornoz o Madariaga) conviene leer La gran venganza, de Jesús Laínz, publicado también el año pasado. Es la otra memoria histórica, que resurge con fuerza, justamente ahora, en parte como reacción al empeño político de imponer una visión unilateral, parcial y ‘correcta’ de la historia, pero también como rechazo a la pretensión de enterrarla por parte del Gobierno (Ley de Memoria Democrática). Es una parte de nuestra historia, hoy profundamente ignorada, que se niega a ser acallada.
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