"Un día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía", decían los versos de Miguel Hernández con los que Fernando Fernán Gómez (1921-2017) tituló sus memorias. Transcurren los años. Pasan a su antojo tiñendo sobre los días los ocres del tiempo. Este martes se cumple una década de la muerte del dramaturgo, actor y director de cine. Ocurrió un 21 de noviembre de 2007, una fecha que amarillea en el almanaque para más de uno ya, y en el que se conmemora la desaparición de una de las figuras más importantes del teatro, el cine y la literatura en España. Fernán Gómez era alguien dotado de una lucidez feroz para dar voz a sus personajes y retumbar, él, como la que más.
El teatro fue su lugar en el mundo y el espacio que eligió antes de volver a la tierra envuelto en un traje de madera. Cubierto por la bandera anarquista sobre el escenario del Teatro Español, así se despidió hace ya diez años Fernando Fernán-Gómez, para muchos un intelectual indomable, un hombre frontal y honesto, dotado de un genio como pocos. Alguien capaz de mandar a la mierda a un lector que exigía, prácticamente insistía, en que firmase un ejemplar cuando el dramaturgo había advertido de que no lo haría. Anécdotas a un lado, la crítica se refirió a él como un "actor/director que escribía". En respuesta, el propio Fernán-Gómez aseguró: "Me resulta más fácil interpretar que escribir. Pero me resulta más gratificante, más divertido, escribir". Su mirada sobre el mundo comparte con su biografía la amplitud de las distancias que la recorren. Su figura no cabe en una geografía o un género literario. Los ocupa casi todos.
Fernán Gómez fue alguien dotado de una lucidez feroz para dar voz a otros y retumbar, él, como la que más
Escritor, actor y director teatral y cinematográfico, Fernán Gómez nació en Lima (Perú) en 1921. Su madre, la actriz Carola Fernández Gómez, realizaba entonces una gira teatral con la compañía María Guerrero por Hispanoamérica. El alumbramiento la sorprendió en Perú, aunque la partida de nacimiento de su hijo quedaría registrada erróneamente en Buenos Aires. Pelirrojo, inquieto y con la predisposición artística corriéndole por las venas –provenía de una familia de actores y dramaturgos-, debutó en el teatro a los doce años, con un pequeño papel.
Creció en una casa de mujeres lectoras, su abuela la que más. De niño, contó Fernán Gómez, si alguien le preguntaba qué deseaba, él respondía "libros". Así que la literatura fue un veneno que se esparció muy pronto en su interior. Los estudios en el colegio, eso sí, los llevaba a su aire, mejor dicho, algo descuidados por sus clases de interpretación en la Escuela de Actores de la CNT durante la Guerra Civil. "Entre los ensayos, el estudio de los papeles, lo que intentaba escribir en casa, la lectura de tebeos y novelas, tenía absolutamente abandonados los estudios. En secreto, yo había decidido ser actor", dijo en sus memorias El tiempo amarillo.
Comenzó Filosofía y Letras, pero lo dejó al poco tiempo para comenzar su carrera como actor en 1938 en la compañía de Laura Pinillos
Se matriculó en Filosofía y Letras, pero lo dejó al poco tiempo para desarrollar su carrera como actor, en 1938, en la compañía de Laura Pinillos. Allí conoció al humorista Enrique Jardiel Poncela, con quien inició su camino hacia la interpretación. En esos años, también, comenzó a escribir pequeñas comedias para Radio Nacional de España y formó parte de la tertulia del Café Gijón, epicentro de la vida cultural en el Madrid de la posguerra. En 1943, contratado por la productora CIFESA debutó con la película Cristina Guzmán, de Gonzalo Delgrás. Fue allí donde despegó definitivamente. A lo largo de su carrera, Fernán-Gómez trabajó a las órdenes de los más destacados directores del cine español: Edgar Neville, Carlos Saura, Mario Camús, Víctor Erice, Ricardo Franco, Manuel Gutiérrez Aragón, Jaime de Armiñán, Gonzalo Suárez, Juan Antonio Bardem o Luis García Berlanga, con quien trabajó en El mundo sigue, una de sus películas más ambiciosas y que fue censurada por el franquismo. Aunque fue terminada en 1963, sólo se estrenó dos años más tarde, y a escondidas. Su capacidad interpretativa lo llevó a conseguir premio internacionales como el Oso de Plata del Festival de Berlín al mejor actor por su interpretación en El anacoreta, en 1976, y Stico, en 1985.
A partir de la década de los cincuenta comenzó él mismo a dirigir, tanto en cine como en televisión. Algunas de sus producciones son Mi hija Hildegart (1977), Mambrú se fue a la guerra (1986), El viaje a ninguna parte (1986), adaptación de una de sus novelas y un gran éxito, que consigue el Goya al mejor director y mejor guionista, y en esa misma edición, logra el Goya al mejor actor por Mambrú se fue a la guerra. Durante la última fase de su carrera actuó en películas como El abuelo (1998) de José Luis Garci, Todo sobre mi madre (1999) de Pedro Almodóvar; Plenilunio (1999) de Imanol Uribe; La lengua de las mariposas (1999) de José Luis Cuerda; Visionarios (2001), de Gutiérrez Aragón, así como El embrujo de Shanghái (2002), de Fernando Trueba, y Soldados de Salamina (2003), la película de David Trueba, basada en la novela de Javier Cercas.
Se trataba, sin duda, de un creador total, alguien dotado de una visión de conjunto
Se trataba, sin duda, de un creador total, alguien dotado de una visión de conjunto. Como autor teatral destacan en su obra Las bicicletas son para el verano (1978), por la que obtuvo el Premio Nacional Lope de Vega y fue adaptada al cine por Jaime Chávarri en 1983. Otras de sus obras de teatro son: La coartada (1972), Los domingos, bacanal (1980) o El pícaro. Como novelista, destacan El viaje a ninguna parte (1986), El mar y el tiempo (1989), El vendedor de naranjas (1961) o El mal amor (1987). En Fernán Gómez existía un profundo sentido de lucidez, tanto o más amplio que su amor por la palabra, que se expresaba en todas y cada una de las disciplinas artísticas que cultivó y así lo hizo saber en su discurso de aceptación en el ingreso a la RAE, en el año 2000.
De este amor a la palabra, escrita o hablada, del estudio de este amor, venía el Académico a quien sucedo”
En aquel discurso, que llevaba por título Aventura de la palabra en el siglo XX, Fernán Gómez describió el mundo del cual provenía y que él mismo construyó a lo largo de su vida: "Como representante del primero de los mundos a que me he referido, el cine, no se me recibe — al menos así lo entiendo yo — por mi oficio de cómico, sino por haber servido en diversos menesteres: actor, director, guionista, financiero... Y deseo creer que se me admite también, aunque en menor medida, por unir a esos trabajos la fidelidad a mi vocación de escritor, mi amor a la palabra, no sólo a la lanzada al público desde un escenario o a través de una cámara y un micrófono, sino a la palabra escrita en silencio y soledad. De este amor a la palabra, escrita o hablada, del estudio de este amor, venía el Académico a quien sucedo".
Su larga trayectoria profesional estuvo jalonada de prestigiosos galardones, como el Premio Nacional de Teatro en 1985, el Premio Nacional de Cinematografía en 1989 o el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1995. En el 2000 recibió el Oso de Honor en el Festival Internacional de Cine de Berlín a toda su trayectoria, y en el 2001, la Medalla de Oro de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España. Nunca se calló ante nada, ni nadie. Sus palabras escocieron a más de uno: ya fuesen franquistas o comunistas; de derechas o de izquierdas. No era de extrañar su naturaleza directa. Fernán-Gómez creció entre la convicción monárquica de su madre y la querencia republicana de su abuela, lo que explicaba, de alguna, su vocación anarquista. Sus ganas siempre de ir por libre. De que su voz retumbara, como la que más, en el centro de su propia vida.
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