Cultura

Antivacunas: una moda para ricos y estrellas del espectáculo

Los discursos antivacunas, profundamente atravesados por la grieta de clase, son una forma de violencia a la que se suman artistas y referentes del mundo cultural

"Los medios destacan cuando un no vacunado muere de covid, pero no lo hacen con quien sí se vacunó". Esta apreciación de Ángel Martín, tan errática como peligrosa, apuntó en una dirección particularmente parecida a la de los militantes antivacunas. Lo fundamental de la matemática en aquellas afirmaciones de Martín no es ni siquiera la aplastante evidencia mostrada por las tasas de hospitalización, UCI y fallecidos según estado de vacunación; lo más importante es el aporte (voluntario o no) de un influencer más a la causa del ‘todo vale’. Vale pisar sistemáticamente el método científico, valen las opiniones prejuiciosas más que la fiel estadística, vale convencer a personas de grupos de riesgo de que se expongan innecesariamente a la muerte, etcétera.

Experimento transgénico, chips, 5G, RNA mensajero, grafeno... ¡Y lo que se les vaya ocurriendo! Todo combinable, por supuesto. Nieguen la ‘plandemia’ o no, encuentran todos ellos motivos por los que la vacunación es la quinta columna de ‘las élites’. La nitidez con la que estas posiciones se nos presentan como un ataque a la salud pública es escandaloso; también lo es la evidencia de que, de alguna forma, sus paranoias se han instalado como parte de lo ‘legítimo’, amparadas en un consenso según el cual la libertad de un individuo para soltar la primera burrada que se le ocurra en Internet está por encima del derecho de un sector potencialmente influenciable de nuestras sociedades de que el Estado le proteja de aquellas creencias que atentan contra su propia vida. En este consenso han jugado un papel clave varias figuras destacadas del panorama cultural.

Los grupos de Telegram, las cuentas de Twitter o los canales de Youtube dedicados a la divulgación de bulos que constituyen un peligro para la salud de sus víctimas. También una vulneración sistemática del derecho a la verdad científica deberían quebrar la tranquilidad de cualquier persona que se sienta comprometida con el bien común. El acceso libre de personas vulnerables a espacios antivacunas merece nuestra atención, sin relativismos ni apelaciones tramposas a la libertad de expresión. Como ha venido explicando Vozpópuli, multitud de artistas han empleado la capacidad viral que les confiere su estatus cultural para erigirse en referentes de estos grupos. Sus redes sociales, sus shows, sus entrevistas e incluso su presencia en actos antivacunas, ejercen como punto de encuentro y difusión para centenares y miles de perfiles perturbadores que encuentran en la frágil certeza de sus ídolos un fundamento para sus creencias. Los nombres propios los conocemos; cada tanto alguno dice una barbaridad en Twitter, en la televisión o en cualquier lugar de esparcimiento de discurso...

Antivacunas VIP

La pasividad ante esta proliferación, que incluso va más allá del mundo cultural, asusta. Más aún si uno toma en consideración sucesos como el destrozo de Laporte Roselló, profesor honorario por la Universidad Autónoma de Barcelona, al ser invitado por el Gobierno a la Comisión de Investigación relativa a la gestión de la vacunación en España. Afortunadamente, divulgadores y miembros de la comunidad médica y científica refutan continuamente a las figuras que lanzan bulos al respecto; pero el daño queda hecho. Frente al océano de evidencias y figuras que nos prueban la importancia de las vacunas, al conspiranoico, negacionista y truth seeker le basta con una gota que confronte. La gota, a menudo, es la declaración viral del artista de turno.

Sectores de clase alta argentina reclaman libertad invocando al general anticolonialista San Martín cuando esté hizo obligatoria la vacuna de la viruela en 1814

El espacio de lo artístico queda manchado por la bravuconería de unos cuantos famosos. La cultura siempre fue potencia movilizadora, ejemplo de protesta. Esta corriente lo que evidencia es la limitación de moverse por moverse, protestar por protestar y cuestionar por cuestionar. Algunos influencers acompañan a estos representantes de la escena cultural; habiéndose hecho famosos en Instagram por aportar entretenimiento más o menos vacío, algunos decidieron que su ignorancia científica tenía que ser conocida por medio Internet. ¡Es su libertad para hablar sin saber! Los artistas antivacunas, como los influencers de su misma cuerda, parecen sentir la crítica como una suerte de censura. Ilustrar su falta de lógica científica es un ataque. Equivocadamente, trasladan la libertad creativa del arte al espacio de la discusión pública, intentando convencernos de que mentir sistemáticamente sobre un asunto de vida o muerte es ejercicio legítimo de su libre albedrío. Como si se censurase un guion, un cuadro o una canción, rechazan toda corrección en favor de la verdad científica.

El negacionismo prepotente e idiota es un privilegio de artistas, influencers, famosos y ricos en general. Es así aunque capilarice, capital mediático mediante, en estratos pobres de la clase trabajadora. Los ricos tienen carta blanca para abrazar la estupidez, a menudo patrimonio individual de quienes pueden costearse una excepcional protección médica y mediática para su extravagancia. Esto se evidencia incluso en el mundo del deporte. Para Kyrie Irving, que ingresa más de 30 millones de dólares al año por el noble arte baloncestístico, “las sociedades secretas están implantando vacunas en un complot para conectar a los negros a una computadora maestra para un plan de Satanás”; qué más da, para él siempre habrá un respirador disponible.

En Argentina, sectores de clase media y de los barrios pijos de Buenos Aires gritaron “¡Libertad!” para otorgar épica a su rechazo a poner el brazo, literalmente. Recordando la figura del General San Martín, apelaron al espíritu de independencia para defender su particular visión de la autonomía individual. Ejercicio de arrogancia extraordinario, pues el mismo San Martín dispuso la obligatoriedad de la vacunación contra la viruela en 1814. En los barrios de quienes se manifestaban no existe el hacinamiento, claro.

Lo que atraviesa a todo el fenómeno antivacunas es la grieta de clase. Por supuesto, existen quienes, perteneciendo a estratos duramente maltratados por los vaivenes de la economía capitalista, abrazan la conspiranoia y la banalidad anticientífica. No obstante, casi nunca fueron ellos quienes ofrecieron con desvergüenza productos anticovid ‘alternativos’ (no probados, claro), ni quienes diseminaron a través de su influencia las teorías paranoides. Los culpables son quienes utilizan su influencia, a menudo ganada limpiamente en la floreciente competencia de las disciplinas artísticas, para mentir. Aquellos que sienten que su lustrosidad en la música, la literatura o el deporte, les otorga inteligencia en todos los campos del saber humano. Los pobres son, por contra, las víctimas de una estrategia de odio a la verdad.

“¡Estoy fuera del rebaño, a mí no me silencian!”. Mantras con los que algunos asentados, cuando no ricos, creen erigirse por encima del resto de la humanidad. Esta es una de las formas que toma la soberbia de clase en nuestros días. Han visto “la luz” y pretenden cegarnos a todos con ella; son la viva imagen de la metáfora del elefante en la habitación.

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