El atentado de las Torres Gemelas fue ordenado por un millonario saudí, Osama bin Laden, y de los 19 terroristas que lo ejecutaron, 15 eran saudíes. Sin embargo, cuando Estados Unidos clausuró su espacio aéreo en previsión de nuevos ataques, sólo hubo una excepción: un avión despegó para sacar del país a miembros de la familia real de Arabia.
Los paranoides fanáticos de la teoría de la conspiración citan esta historia –o leyenda- como prueba de que el Gobierno americano organizó los atentados. Sin embargo no era un complot, era mera diplomacia, Washington no podía permitir que algún airado norteamericano se tomase venganza con un miembro de la familia Saud. Y es que desde hace 90 años Estados Unidos considera a Arabia Saudita (el nombre de la familia es inseparable del país) algo más que un aliado, es su propia criatura.
La Primera Guerra Mundial trajo la desaparición del Imperio Otomano, dejando un inmenso vacío de poder en lo que llamamos Oriente Medio. Inglaterra, primera potencia del mundo en aquella época, ambicionaba aquel territorio que suponía la continuidad terrestre de su imperio hasta la India. Sería la victoria definitiva en el gran juego que, desde el siglo XIX, pretendía el control de Asia.
Para ello contaba con un plantel extraordinario de los que en aquella época se llamaban, sin rubor, “imperialistas”. Junto a Lawrence de Arabia, por todos conocido, estaba Sir Percy Cox, alias Coccus, que se inventó los estados de Irak y Kuwait; o el Mayor Mis Bell, es decir, Gertrude Bell, alpinista, traductora del persa y arqueóloga que había fundado el Museo de Bagdad a la vez que impedía la construcción del ferrocarril alemán Berlín-Bagdad; o Saint John Philby, distinguido botánico y experto el lenguas orientales, el primer blanco que atravesó Arabia de Este a Oeste y de Norte a Sur. Sin olvidar a Winston Churchill, que, como secretario de Colonias, ideó la fórmula para dominar Oriente Medio: nada de ejércitos sobre el terreno, sino una potente aviación de bombardeo, doctrina que aplican los norteamericanos desde la Primera Guerra del Golfo de 1991.
Los ingleses habían descubierto petróleo en Persia, pero Arabia no valía nada y se desinteresaron por ella. No les valía la pena involucrarse cuando Saud emprendió una guerra contra el aliado de Inglaterra, el Jerife Hussein
Los ingleses apostaron por promocionar a un líder local, el Jerife Hussein de La Meca, cabeza de la familia Hachemita que regía los santos lugares del Islam. Encandilado por Lawrence de Arabia, que le prometió la jefatura de una nación árabe independiente, Hussein encabezó la rebelión contra los turcos y se proclamó “Rey de los Árabes”. Luego sería lo bastante comprensivo para conformarse con Irak y Jordania, de donde haría reyes a sus hijos.
Londres sin embargó ignoró las aspiraciones de otro caudillo, Abdelaziz bin Saud, que se hacía llamar sultán de Néyed y controlaba las tierras sin valor del interior de la Península Árabe. Desde tiempos de su abuelo, el clan de Saud era seguidor de un santón, Abdel Wahab, que predicaba un Islam purista, ultraortodoxo e intolerante. A partir de 1902 Bin Saud había ido extendiendo su poder a la vez que esta doctrina, el wahabismo, que a su vez le daba poder a él, porque las tribus conversas se alistaban en los Ijuan, guerreros fanáticos que practicaban la yihad, la guerra santa.
Los ingleses habían descubierto petróleo en Persia, pero Arabia no valía nada y se desinteresaron por ella. No les valía la pena involucrarse cuando Saud emprendió una guerra contra el aliado de Inglaterra, el Jerife Hussein. Éste miraba hacia Jerusalén, la ciudad santa, hacia Damasco, la antigua capital califal, hacia las llanuras de Mesopotamia donde nació la civilización, propicias a la agricultura y la población. Saud, en cambio sólo miraba hacia La Meca. A uno le movían sueños de grandeza algo fantasiosos, tomar el lugar del Imperio Otomano y crear una nación árabe; al otro, el fanatismo religioso. Hussein practicaba una política moderna; Saud la guerra santa. Ganó Saud.
Bienvenido Mr Twitchell
Y en esas entraron en el juego los americanos, no con novelescos agentes del Gran Juego como los ingleses, sino con ingenieros y geólogos. A principios de los 30 Saud contrató a un ingeniero de minas de Vermont, Karl Twitchell, para que buscase petróleo en su reino. Twitchell era un hombre de fe, estaba seguro de que la Península Arábiga atesoraba oro negro, y cuando en 1932 se descubrió un yacimiento en la vecina isla de Bahrein –protectorado británico- convenció a la Standard Oil de California y la Texas Oil para que pagasen por una concesión de 60 años. Inglaterra y Francia habían dejado a Estados Unidos fuera del pastel del petróleo persa con el Tratado de San Remo, de modo que las compañías americanas se conformaron con la promesa de Twitchell.
Durante varios años fue una búsqueda infructuosa, en cierto modo épica, llevada a cabo por un animoso geólogo de Oregón, Max Steineke, que se adaptó perfectamente al desierto, se dejó barba y vestía como un beduino. Por fin, el 3 de marzo de 1938 surgió el chorro de oro negro. Steineke había encontrado la mayor fuente de petróleo de la Tierra, Bin Saud se convertiría en el rey más rico del mundo y Estados Unidos se había agenciado al principal proveedor para alimentar la mayor industria mundial.
La alianza saudo-americana dio lugar a un gigante petrolífero, bautizado en 1944 Aramco (Arabian-American Oil Company), que el Departamento de Estado de EEUU definió como “el mayor premio comercial en la historia del planeta”. Y la Arabia de Saud, un país desestructurado, pobre y despoblado, se convirtió en una potencia económica internacional. Por eso tienen que ir unidos hasta la muerte.
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