Si bien advierte de la decadencia de la civilización occidental e indaga sus causas, no cabe relacionar a Armando Pego Puigbó con uno de esos cenizos que consagran su vida al lamento. Es consciente de que la historia humana se ha torcido, de que de hecho ya comenzó torcida―el olvido del pecado original, dice él, es uno de los grandes males de la modernidad―, pero afirma que incluso hoy, cuando todo parece en vías de disolución, hay motivos para preservar la esperanza. Cuáles son tales motivos y cómo cultivar esa virtud es sobre lo que versa en parte su último libro, Poética del monasterio (Encuentro, 2022).
Pregunta. ¿Por qué empezó a escribir Poética del monasterio?
Respuesta. Sus orígenes están en un blog en el que empecé a escribir ya hace diez años con el seudónimo de Cavalcanti, como si fuese el poeta amigo de Dante. Aquellas entradas dieron pie a lo que yo llamo La trilogía huérfana, tres volúmenes prácticamente inencontrables ―un capricho, si puede decirse― en los que yo exploraba una estética propia. Después de muchos años en la universidad, de muchos años asfixiado por su cochambre burocrática, concluí que era momento de retomar mi vocación primera: la de la lectura.
P. ¿Cuál es esa estética propia?
R. Lo que yo llamo estética stilnovista-claravalense; un intento de sintetizar los orígenes de la modernidad como problema acuciante de nuestro momento, de nuestra época. Stilnovista porque Dante, Cavalcanti, los florentinos habían revolucionado el modo de pensar, de sentir, de mirar el amor y de concebirse a sí mismos en la ciudad; y claravalense porque era el recuerdo del monasterio, el recuerdo de un tipo de cultura espiritual que se había perdido.
P. ¿En qué consiste esa cultura espiritual? ¿Cómo la sintetizaría?
R. Con el título del libro de Jean Leclercq: El amor a las letras y el deseo de Dios. El pensamiento monástico intenta fundamentalmente articular una gramática. En eso se diferencia de la escolástica, cuyo objetivo es científico: el de buscar la verdad a través de la razón. El pensamiento monástico busca la verdad a través del corazón. En mi libro esto se sustancia en un afán pascaliano de conjugar las exigencias de la razón con la realidad de los afectos sin incurrir en ni el exceso del racionalismo ni en el del sentimentalismo.
P. Porque, claro, llegar a la verdad a través del corazón no implica el sentimentalismo, ¿no?
R. No, al contrario. Todo lo que llega a la cabeza llega a través del corazón, que es ―utilizo una imagen bíblica― el centro de la persona humana, el centro integrador en el cual todo lo que nos acontece es reflexionado, es meditado, es rumiado. Esta última ―"rumiado"― es una palabra que les gustaba mucho a los autores monásticos: se trata de un volver sobre las palabras, ir descubriéndoles un sentido que no es que sea secreto o cifrado, sino uno que debe ser meditado. La idea de meditación es fundamental en Poética del monasterio.
P. ¿A qué se refiere cuando habla de "monasterio" en el libro? Porque no es simplemente al lugar que habitan los monjes.
R. Si me permites, hay dos frases que son el núcleo del libro. Una es de Henri de Lubac: "La Iglesia asiste a la perpetua derrota del bien, pero no por ello se desanima". La otra es de Louis Bouyer, un teólogo de la misma época: "La vocación del monje es la de cualquier cristiano llevada a un máximo de urgencia". Se trata de redescubrir el significado de "monasterio". En la tradición exegética, desde Orígenes, había cuatro sentidos: el literal, el moral, el alegórico y el anagógico o escatológico. Con "monasterio" no me refiero solamente al sentido literal. Vivimos en una época que tiende a identificar la verdad con la referencia literal, pero hay otros sentidos que, más que superponerse, enriquecen el sentido literal.
En el sentido moral, el monasterio es un lugar de encuentro con uno mismo, de sanación, de purificación; en el escatológico, es un lugar abierto a una esperanza, a la esperanza de que no estamos encerrados en las exigencias de este mundo.
P. Hablando de esta época y de su concepción de la realidad… Hoy la realidad se identifica con lo cuantificable.
R. Efectivamente. Como hemos perdido el sentido de la verdad, como no sabemos qué es, llegamos a afirmar que es simplemente un constructo. Pero necesitamos un límite, y hemos decidido que sea el de las casillas de Excel, eso es lo que nos da seguridad. Introduce una fórmula y ésta te permitirá, al menos, tener una ligera certeza de que no andas más desorientado de lo que ya estás.
Frente a esta idea de que lo cuantificable es lo real, yo propongo que lo real es lo cualitativo y de que, por tanto, exige reflexión y también una aceptación de la incertidumbre.
P. Asumir la incertidumbre, por un lado, pero afirmar que se puede conocer algo, por otro, ¿no?
R. Que quizá no se pueda conocer todo de una manera instantánea, plena, total, pero que podemos acercarnos a la verdad, vislumbrarla y, sobre todo, profundizar en ella. Porque que la verdad sea incierta quiere decir que, en el fondo, es inagotable.
P. Si lo comprendes, si lo abarcas, no es Dios, ¿no?
R. Si lo abarcas, entonces te conviertes tú en Dios. Pero te terminas dando cuenta de que no lo eres y te sientes estafado.
P. A pesar de que te remontes a tiempos pasados, de que tomes a san Bernardo de Claraval y a Dante como referencia, no es un tradicionalista como aquellos que desean reproducir el pasado, o algunos aspectos del pasado, en el presente.
R. Yo me defino como tradicionalista, pero no en un sentido moderno. El tradicionalista moderno es aquél que cree que puede congelar el pasado y que lo único que podemos hacer es reproducir ese pasado museístico porque, viviéndolo, experimentaremos la Presencia, una presencia que en nuestro mundo ha desaparecido. Mientras este tradicionalismo se aferra a algo cuantificable, yo creo que la tradición se enriquece, que la tradición crece y que la tradición es por sí misma creativa. Se amplía, se desarrolla. No hace falta experimentar con la tradición; la tradición experimenta por sí misma. Hay que ser fieles a esa continuidad.
P. En el libro define la tradición como solidaridad entre el pasado y el futuro vivida en el presente.
R. Yo creo que, en el momento en el que uno rompe con la tradición, le niega al futuro la posibilidad de llegar a ser. La misión del presente consiste en custodiar, en guardar, en hacer posible el futuro manteniéndose alerta al pasado. En el pasado ya está contenido el futuro, como dijo Eliot. Y el futuro realiza todo aquello que el pasado vislumbró pero no pudo realizar.
En el momento en el que uno rompe con la tradición, le niega al futuro la posibilidad de llegar a ser
P. Relaciona la decadencia de la civilización occidental con la decadencia de tres figuras: la del padre, la del maestro y la del monje. Empecemos por la del padre. ¿En qué consiste esta decadencia? ¿Por qué ha ocurrido?
R. La figura del padre ha sido separada de la realidad del hogar. Si Dios ha muerto, el padre ha muerto, y con él todo lo que el padre es: el autor, el sujeto, aquél que es una referencia y, por serlo, fija un límite. El padre ha sido maltratado.
P. ¿Por qué?
R. Esto no quiere decir que los hombres estén siendo maltratados; quiere decir, más bien, que la figura simbólica del hombre ha sido rechazada. Lleva años sufriendo una opresión intolerable. Cuando el padre se convierte en un igual, deja de ser padre.
P. O sea, el maltrato consiste en la pérdida de la autoridad.
R. Eso es. En la pérdida de la autoridad, no en la del poder. De la auctoritas, no de la potestas. Se puede tener autoridad y carecer, sin embargo, de poder efectivo.
P. Y al revés.
R. También. Evidentemente, la autoridad exige un poder. No estoy proponiendo una separación entre auctoritas y potestas; tan solo estoy diciendo que el poder sin autoridad deviene en tiranía y el padre es sustituido por la autoridad del Estado.
P. Porque la autoridad es legitimidad, ¿no?
R. Legitimidad para ejercer el poder.
P. ¿A qué se debe esa pérdida de la legitimidad?
R. Creo que uno de los motivos es el ideal ilustrado de la autonomía: uno se crea a sí mismo y no está, por tanto, en deuda con su pasado. De hecho, tiene que desprenderse de él para ser libre. El hombre autónomo no reconoce la deuda. La deuda es un tema muy peliagudo. Uno debe deshacerse de la figura del padre para poder convertirse en un hombre autónomo y soberano. Pero, al afirmar su soberanía y su autonomía, se siente amenazado por sus hijos. Ve en ellos una amenaza saturnal, una amenaza de Cronos, a su propio dominio.
P. ¿Tiene que ver el desdén hacia el pasado con la renuencia a sentirnos en deuda?
R. Efectivamente. Estar en deuda quiere decir, entre otras cosas, no especular, no utilizar el pasado como moneda de cambio. Custodiarlo, guardarlo, sin petrificarlo. Hacer crecer la tradición, hacerla florecer. Brindarle la posibilidad de llegar a su plenitud, a su madurez.
P. ¿Y la figura del maestro? Escribes sobre la invasión tecnológica y sobre la degradación del profesor al rol de agente docente.
R. Si el hijo ya no es hijo, y sí un ser autónomo que crea sus propia soberanía, no se puede tampoco pretender ―¡menos aún!― que alguien enseñe algo a otra persona. Simplemente debe acompañarlo, dejar que crezca él por su cuenta, cumplir una función burocrática, al servicio de un sistema que no desea que la gente sepa, sino que haga.
P. Al final que se desenvuelva en el mercado y que responda a las exigencias del mercado.
R. Y la función del maestro implica una relación personal. Significa un vínculo que es también el reconocimiento de una diferencia. Vivimos una época que, al tiempo que reivindica el derecho a la diferencia, disuelve todas las diferencias e intenta incluirlo todo dentro de una hoja de Excel.
P. Difumina las jerarquías.
R. Las difumina porque significan que alguien tiene algo que el otro no tiene.
P. En este caso, el maestro tiene algo, saber, que no tiene el discípulo.
R. En efecto. Pero no utiliza el saber para el dominio, como en la biopolítica, sino para brindarle al alumno la posibilidad de descubrir con el ejemplo, con el testimonio, su propio camino.
P. Dice en el libro que el maestro no colma la carencia, sino que la preserva.
R. ¡Más aún! La genera. El maestro infunde en el discípulo el deseo de saber. El maestro hace al discípulo consciente de su carencia.
P. ¿Qué diferencia hay entre eso y el autoaprendizaje, tan criticado por usted en el libro?
R. En este caso, alguien le da al alumno la posibilidad de descubrir qué es de lo que carece. El padre o el maestro tienen como misión ofrecerle al hijo, al discípulo, la conciencia de que algo le falta y de que es algo que necesita, algo que le es imprescindible. La conciencia, además, de que ese camino lo tiene que andar solo, lo cual no quiere decir, claro, que él se lo guise y él se lo coma. Ese descubrimiento de la propia intimidad es siempre dialógico.
P. Y eso que necesita es el saber, el conocimiento.
R. El hombre desea por naturaleza saber y necesita que alguien le indique dónde buscar. Necesita una indicación. Más que alguien que le dé instrucciones ―"tienes que creer esto; éstos son los conocimientos que necesitas"―, necesita alguien que le diga: "Ve por este camino; a ver qué encuentras". Lo que puede encontrar es imprevisible e impensable para el maestro.
P. El adoctrinamiento es malo, por tanto.
R. El adoctrinamiento consiste en decir: "Mira. Tú tienes este vacío; yo te lo lleno con estos saberes". Es un error. La relación dialógica maestro-discípulo es distinta. En ella el maestro le hace ver al discípulo que tiene una carencia y lo invita a colmarla con el ejemplo de sus ancestros.
P. Es usted más agustiniano que tomista.
R. Completamente.
P. Hablemos del monje. Dice usted en el libro que todos tenemos algo de monje, que toda piedad tiene algo de monacal.
R. Los monjes son aquéllos que, ya decía, intentan desarrollar la vocación del bautizado a un máximo de urgencia. No es que sean mejores, no es que hayan huido del mundo, no es que lo hayan despreciado, no es que se hayan retirado. Evidentemente, a lo largo de la historia se han producido diversas interpretaciones del monacato y se han podido acentuar algunos errores, pero lo que busca el monje en realidad es encontrar a Dios. Encontrar a Dios es lo único necesario. Lo único necesario es orar sin descanso, lo cual puede hacerse en un monasterio o en la vida cotidiana. El monje desafía ―no porque quiera, sino porque es así― la idea de que no existe más que este mundo, la idea de que este mundo está a nuestra disposición y de que es lo único que podemos esperar, que es lo único que puede colmar nuestros afanes. Es un valladar frente al nihilismo. Cuando prospera la idea de que no hay nada más que este mundo, la desesperación y el nihilismo están a la vuelta de la esquina.
P. Todo católico tiene algo de monje, pero hoy se hace especialmente difícil ―por el bullicio cotidiano, por el vértigo― vivir ese algo que todos tenemos de monje.
R. ¡Al contrario! Yo creo que es el momento propicio para vivirlo. Los monjes trataban de encontrarse a sí mismos. ¿Dónde? En el desierto, que no es precisamente un lugar agradable. Cuando piensas en los monasterios y dices "ah, qué bien, un sitio apartado y tranquilo" estás más bien equivocado. ¡Los desiertos son lugares muy duros! Física, espiritual y simbólicamente. La gente iba detrás de los monjes porque veía que tenían una enseñanza, algo que transmitir. Creo ―lo digo en el libro― que el desierto está en el centro de las ciudades. Esos ruidos, ese bullicio, esos afanes constantes, esa distracción cotidiana requieren del católico una atención. Cuántas veces nos ha ocurrido que, yendo por la calle, nos detenemos y decimos: "¡No hay ruido!" Uno va tan imbuido de los ruidos que lleva dentro que apenas se apercibe de que está transitando una calle silenciosa. La gran enseñanza del monasterio es la atención al instante, la atención a los detalles, la atención a lo que hay en nosotros de eterno.
P. Hablamos mucho del carpe diem, pero en realidad no vivimos el instante. Estamos distraídos.
R. Se dice que hay que sacarle todo el jugo al instante y, sin embargo, estamos tan distraídos, tan preocupados por sacarle el jugo, que el instante huye. Como decía Virgilio, tempus fugit irreparabile. Intentamos apresar el instante sin darnos cuenta de que somos parte de otro: el de la eternidad.
P. ¿Cómo debería vivir el católico hoy?
R. No me atrevo a tanto… Creo que debe vivir con esperanza. Las noticias dan la impresión de que no hay motivos para la esperanza y de que todo está pendiendo de un hilo: la economía, la nación, la política, la Iglesia… La impresión de que todo se está hundiendo y de que lo único que se puede hacer es apretar los puños, como si estuviéramos acariciando el apocalipsis. Creo que el católico debe distanciarse de todo esto y vivir con una esperanza.
P. Habla en el libro de la soledad sabática.
R. Sí. Vivir con paciencia, que no ha sido fácil nunca, pero que hoy es especialmente difícil. Vivir con paciencia y en espera.
P. Y eso hemos de aprenderlo del monacato.
R. Quizá la vida monacal no sea un modelo a seguir para todos los católicos, quizá no agote la piedad, pero sí tiene algo que enseñarnos. Yo repito mucho una anécdota de los padres del desierto. Un joven visita un anciano y habla con él durante un buen rato. Cuando acaban, el joven se disculpa ante el anciano por haberle hecho perder el tiempo y romper la regla, a lo que el anciano responde: "Mi regla es recibirte con hospitalidad y despedirte con paz". No es simplemente el cumplimiento de unas normas prefijadas, sino, sobre todo, esa apertura del espíritu a compartir solidariamente nuestro camino hacia Dios.
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