En 1492 los Reyes Católicos disfrutaban de un “ambiente heroico, mesiánico y exaltado”, según la historiadora Jiménez Calvente. Habían culminado la Reconquista con la toma de Granada, Colón descubrió el Nuevo Mundo y entremedias se había elegido un Papa español, Alejandro VI de Borja. Isabel y Fernando decidieron cerrar ese año mágico acometiendo el desafío perenne de la Historia de España, las relaciones con Cataluña. Por poco acaba ahí en tragedia la gesta de los Reyes Católicos.
Don Fernando y doña Isabel querían algo que los catalanes les habían negado hasta entonces, hacer una entrada triunfal en Barcelona, rodeados de toda la pompa de su corte. Incluso decidieron llevar a toda la Familia Real que aseguraba el futuro de la dinastía, el príncipe heredero don Juan y las infantas. Fernando el Católico sabía manejar la propaganda política, durante todo el año humanistas, historiadores y poetas habían hablado de “la protección divina” que disfrutaban los Reyes Católicos, y la campaña de imagen había hecho efecto en Cataluña. “La vinguda de Vuestra Magestat en aquest principado representa la incarnació de Jesucrist” (la venida de Vuestra Majestad a este principado representa la encarnación de Jesucristo), le dijo el obispo de Gerona.
En este ambiente festivo, cuando por fin Barcelona había recibido dignamente al aragonés y la castellana, el 9 de diciembre, don Fernando tuvo una reunión con los síndicos campesinos y al salir, en las escalinatas del Palacio de la Diputación, un payés se le acercó por detrás y le asestó un terrible tajo con una espada corta y ancha, tipo alfanje. Faltó “el hilo de una araña” para que le cortase el cuello, según las crónicas de entonces, pero parece que salvó la vida del rey la gruesa cadena del Toisón de Oro que llevaba al cuello. Aun así la herida era terrible, iba de la oreja al hombro, tenía tres dedos de profunda, y sangraba mucho.
Dos cortesanos se arrojaron sobre el regicida y comenzaron a apuñalarlo, pero don Fernando, pese a su grave estado, conservaba la cabeza fría y ordenó que no lo matasen. Tenía que confesar quién estaba detrás de aquella conspiración, porque en un primer momento todos los castellanos pensaron que “la traición era de la ciudad hecha y que toda la ciudad era contra ellos”, según cuenta el cronista contemporáneo Andrés Bernáldez, llamado el Cura de los Palacios, en su Historia de los Reyes Católicos.
La reina Isabel mandó avisar a las galeras reales que estaban en mar abierto, que se arrimaran al puerto para que sus cañones sirviesen de elemento disuasorio frente a un levantamiento, y sobre todo para poner a salvo a sus hijos, el príncipe heredero don Juan y las infantas. Sin embargo no había aires de motín en Barcelona, sino todo lo contrario. El pueblo se echó a la calle, pero para expresar su lealtad al rey y pedir castigo para el regicida, y se celebrarían más de una docena de procesiones rogativas por la salvación del Rey Católico.
Rusticus mente captus
Está claro que no había hostilidad popular en Barcelona, pero ¿existía una conspiración política detrás del atentado? La Historia es de quien la escribe, y el Rey Católico era muy consciente de ello, no en vano fue uno de los modelos que Maquiavelo tuvo para escribir El Príncipe. Don Fernando decidió que su año de mayor gloria no podía quedar empañado por un movimiento de oposición aunque fuese minoritario, y por tanto el intento de asesinato se achacaría a un solo individuo que además estaba loco.
Inmediatamente las plumas a sueldo de Fernando el Católico comenzaron a desarrollar esta versión de los hechos no solo en los reinos de España, sino en Europa. En el escenario europeo eruditos y poetas cultos extranjeros, que escribían en latín, aprovecharon el atentado contra el monarca, y su fracaso, para mitificar su imagen como si se tratara de la lucha entre el Bien y el Mal. En el ámbito español, los cronistas escribían en castellano o catalán un relato detallado de los hechos, ateniéndose estrictamente a la interpretación oficial del loco solitario.
Es muy posible que esta fuese la verdad, aunque Fernando el Católico no permitió que nadie apuntara otra hipótesis. El regicida, un payés llamado Juan de Cañamares, confesó en el tormento que el Demonio le hablaba al oído y le había dicho que tenía que matar a don Fernando para convertirse él en rey. La sentencia lo consideró un “rusticus mente captus” (en latín, un campesino que ha perdido la cabeza) pero eso no le eximía de la pena y fue condenado a la horrible muerte que entonces correspondía al delito de regicidio, ser descuartizado vivo. La reina Isabel tuvo misericordia y ordenó que lo estrangulasen antes del cruel suplicio.
Algunos nacionalistas catalanes, sin embargo, han resucitado al “rusticus mente captus” y lo presentan ahora como un patriota catalán frente al monarca vendido a los castellanos.
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