Nuestros barrios tienen identidad. Las plazas, las iglesias, los parques y los negocios de toda la vida dicen mucho de lo que somos y de cómo hemos llegado a serlo. En un mundo cada vez más homogéneo e impersonal, los barrios, como los pueblos, son reservas donde se cobija aquello que nos distingue y diferencia: los estilos arquitectónicos de las fachadas, la estética particular de las calles, la memoria asociada a determinados lugares, el consumo de proximidad o el extenso repertorio de hábitos, rutinas o formas de relación social que nos unen a través del tiempo con las generaciones pasadas y con las que aún están por venir.
Este patrimonio popular es especialmente notable en muchos barrios de Madrid surgidos a finales del siglo XIX como arrabales de la gran ciudad. Es el caso de Cuatro Caminos, Tetuán, Prosperidad, Guindalera, Ventas o Puente de Vallecas, entornos con una identidad histórica muy marcada que aún hoy se aprecia sin dificultad. Se trata de barrios que nacieron sin orden ni concierto, casi de forma espontánea, en abierta oposición al urbanismo oficial, enfrascado entonces en proyectos que cambiarían la faz de Madrid para siempre: el plan de Ensanche de la capital y la Gran Vía. A su lado, el desarrollo abrupto e inesperado de los nuevos barrios periféricos era poco más que una molesta china en el zapato de las autoridades, un hijo indeseado de la ciudad liberal.
A estos suburbios fueron a parar los últimos del escalafón social: jornaleros, albañiles, sirvientas, traperos, artesanos venidos a menos y familias que huían del fin de las oportunidades en el medio rural. Ante la indiferencia de las instituciones, fueron los propios vecinos los que dieron forma y dotaron de contenido a unos espacios yermos. Levantaron sus casas con sus propias manos, diseñaron las primeras calles de las barriadas siguiendo los antiguos caminos rurales e incluso les dieron sus nombres y apellidos. También hicieron colectas para llevar el agua corriente a los hogares, para empedrar las vías públicas y para iluminarlas con faroles. Asociados desde abajo, al margen de partidos, pelearon con el municipio por una fiscalidad justa, erigieron parroquias, crearon escuelas y sociedades de ocio y dejaron tatuado sobre el terreno un profundo sentimiento de solidaridad y pertenencia.
En el primer tercio del siglo XX los suburbios de antaño mudaron su cuerpo y se convirtieron en imponentes barriadas obreras, donde los vecinos se encontraban, trabajaban, compraban, disfrutaban del tiempo libre, se emparejaban y tenían hijos. Cuatro Caminos y Tetuán, por poner un ejemplo, pasaron de tener menos de 10.000 habitantes en los años ochenta del siglo XIX a alcanzar los 120.000 en vísperas de la Guerra Civil. Allí la vida en común era distinta a la de la gran ciudad. En el extrarradio germinó una cultura propia que se sustanciaba en una rica vida de calle, en la desconfianza hacia el Estado, en la cooperación para la producción de instituciones comunitarias, en un ánimo político combativo e irreverente, muy orientado a la izquierda, y en una estética inconfundible, la de las casas bajas con huerto y corral y la de las casas de vecindad de varias alturas de estilo neomudéjar popular.
En tiempos de rodillo global, disolución de las instituciones comunitarias y ensimismamiento digital, defender los barrios con uñas y dientes es un acto de supervivencia
Estos edificios eran el remate o el broche final de unos barrios hechos a sí mismos, a la medida de las necesidades y valores de sus vecinos. De las primeras, las casas bajas, apenas hay rastro hoy, pues fueron barridas por la piqueta durante el desarrollismo y la fiebre inmobiliaria de los noventa y los dosmil. De las segundas quedan aún cuantiosas muestras, pero cada vez son menos. Durante más de un siglo han formado parte de la memoria sentimental de estos barrios. Hoy su supervivencia está en riesgo por la dejadez de la Administración y por el poder creciente de unos fondos de inversión para los que no existe ninguna lógica distinta de la mercantil: ni el derecho de los vecinos a permanecer en sus barrios y casas ni el de preservar su identidad centenaria.
La historia de estas construcciones es especial. Mientras en la gran ciudad la arquitectura neomudéjar legó para la historia proyectos tan singulares como la plaza de toros de las Ventas, las Escuelas Aguirre, la iglesia de San Fermín de los Navarros, la fábrica de cervezas El Águila y el Matadero de Madrid, en las afueras los mismos maestros de obras y albañiles que habían participado en la construcción de estos afamados edificios levantaron miles de viviendas populares inspiradas en ese estilo.
Barrios que resisten
Son construcciones con fachadas de ladrillo, cornisas o dinteles decorados con detalles ornamentales geométricos, algún que otro guiño cerámico y pequeños balcones con enrejados de forja. En función del tamaño, algunas de estas viviendas tienen en su interior patios comunitarios o jardines e incluso hubo edificios que albergaron escuelas para los hijos de los vecinos. El neomudéjar popular de las periferias históricas de Madrid es, así, reflejo y producto de la sociabilidad, la cultura y la manera de mirar el mundo y relacionarse de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos obreros.
Con los años estos barrios han sufrido una importante transformación. Ya no son territorios periféricos, sino espacios plenamente integrados en los flujos urbanos. En Prosperidad, Guindalera o Cuatro Caminos conviven hoy familias trabajadoras de toda la vida, inmigrantes hispanoamericanos, parejas de profesionales jóvenes atraídas por los precios más bajos del suelo y los representantes de una clase media amplia y difusa.
Muchas cosas han cambiado en los barrios históricos de Madrid, pero otras permanecen. Hay una línea de continuidad entre el merendero de antaño, los billares de los setenta y la peluquería latina. La hay también en el bullicio, el tránsito desordenado y la percepción de la calle como sala de estar. Y la hay, finalmente, en su inextinguible aliento irreverente y asociativo. Hace un siglo los vecinos de estos barrios protestaban por la falta de servicios y las malas condiciones de sus trabajos, en la Transición lo hacían por la degradación social y hoy luchan por la reapertura de centros de salud, contra la proliferación de casas de apuestas o por la protección y defensa de la arquitectura y la estética que acompañaron toda su vida, la del neomudéjar popular.
El barrio o el pueblo, donde la política tiene rostro y nombre de pila, donde la comunidad se encarna, se antojan entornos de participación mucho más fructíferos y provechosos que las redes sociales o el partido
El caso de Tetuán es paradigmático. Organizado de nuevo desde abajo, de forma orgánica, como siempre se hizo allí, un grupo de vecinos de la zona se dispuso a mapear todos los ejemplos de neomudéjar popular. Su trabajo reveló que en su distrito había más de 200 edificios de esas características que estaban ayunos de protección. Más de 200 caramelos demasiado apetitosos para la especulación. Decenas habían sido derribados en los años anteriores y otros tantos estaban al borde de la demolición. Los vecinos montaron charlas y paseos informativos, hicieron inventarios, recabaron información sobre cada construcción y armaron propuestas técnicas de conservación que dirigieron al Ayuntamiento de Madrid. No buscaban mantener unos edificios congelados en el tiempo. Al revés, procuraban su rehabilitación, respetando funciones y fachadas, para hacerlos habitables para sus residentes o para destinarlos a cubrir las muchas infraestructuras que aún necesita su barrio.
Después de dos años de actividad tenaz, hace unas semanas los vecinos de Tetuán desayunaron con la noticia de que el Área de Desarrollo Urbano del consistorio madrileño paralizaba las licencias de obra sobre 439 edificios neomudéjares de todo Madrid para estudiar su protección. Más de un tercio están en Tetuán, los demás se encuentran diseminados por el resto de periferias históricas de Madrid. Son muchos menos de los que podrían haber sido hace unos años, pero muchos más de los que la política organizada ha conseguido proteger jamás.
La paralización de las licencias es una victoria momentánea, parcial, pero merece la pena celebrarla, pues no hay muchas en una capital que antepone los intereses de turistas, multinacionales y fondos buitre a las necesidades y preocupaciones de los vecinos. En el Madrid de Galerías Canalejas, Eurovegas, Blackstone y Airbnb, en el Madrid de los residentes que cambian de código postal por no poder pagar el alquiler y de los comercios que echan el cierre por no poder competir con las franquicias extranjeras, una noticia como esta es un triunfo de los barrios sobre las elites, de lo heredado y transmitido sobre lo rentable y especulativo, de lo local y lo popular sobre lo amorfo e indistinto. De la permanencia sobre el desarraigo. De la cultura que dice algo a los de dentro, no del escaparate que habla a los de fuera.
En tiempos de rodillo global, disolución de las instituciones comunitarias y ensimismamiento digital, defender los barrios con uñas y dientes es, antes que nada, un acto de rebeldía y supervivencia. El caso de estos amantes del patrimonio popular de Tetuán dibuja el cuadrilátero de algunas de las futuras batallas a librar y el repertorio de acción colectiva más satisfactorio para acometerlas. Claro está que el marco de resistencia a muchos trastornos indeseados es la nación y que no hay mejor freno contra ellos que la acumulación de poder institucional. Sin embargo, esa lectura solo resulta verdaderamente cierta si se complementa con una decidida acción de la gente corriente en otros terrenos, aquellos que le son propios y donde la experiencia y el conocimiento tácito se imponen a cualquier otra consideración.
En esa tesitura, la defensa del espacio local, las costumbres concretas y los lazos cercanos, libres de ideología y de cálculo mercantil, emerge como la gran causa del ciudadano conservador. De la misma forma, la asociación natural y transversal se revela como una herramienta más útil que las siglas o las banderas para preservar determinadas rutinas, estilos de vida, paisajes o tradiciones amenazadas. Finalmente, el barrio o el pueblo, donde la política tiene rostro y nombre de pila, donde la comunidad se encarna, se antojan entornos de participación mucho más fructíferos y provechosos que las redes sociales o el partido. Los imposibles de la política lejana se tornan posibles si cambiamos de armas y de escala.
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