En el colegio fui testigo de cómo pateaban a un chaval al que el bullying tenía machacado. La huella de la cobardía de todos los que callaron ante el salvajismo no se borrará nunca, igual que las secuelas en el espíritu de aquel desdichado. La barbarie es tan real en nuestro mundo como aquel chico de clase que en el patio del instituto atrapó una paloma y le retorció el pescuezo hasta morir mientras borbotones de sangre salpicaban a uno y otro lado.
La crudeza de estos recuerdos suenan a Disney Channel en comparación con las imágenes que estos días han circulado por redes sociales con las atrocidades de los terroristas de Hamás contra la población civil de Israel. Mujeres violadas, cadáveres paseados como trofeos por las calles de Gaza bajo los escupitajos de la masa enloquecida, bebés decapitados, una madre y un padre protegiendo con sus cuerpos los de sus hijos... El carrusel de los horrores estremece la propia sangre.
El humanismo tiene la tarea histórica de rescatar la parte más digna del ser humano, darla lustre y erigirla como faro que guíe nuestros pasos. Una tarea que se antoja difícil ante la cruda realidad, que nos sigue mostrando como seres zafios, cobardes, hipócritas y capaces de las mayores miserias por mucho que el tiempo pase y los avances tecnológicos nos abrumen.
Bien lo sabía Sam Peckinpah, el director de cine que mejor entendió la violencia. Lo deja meridianamente claro en los primeros compases de 'Grupo Salvaje', clásico de 1969. En las escenas iniciales, se alternan imágenes de la banda de criminales de Pike (William Holden), a punto de provocar una masacre para robar el dinero del ferrocarril, con la de unos niños que se divierten observando cómo una plaga de hormigas rojas devoran escorpiones para, finalmente, quemarlos a todos en un festival circense.
Los romanos, civilización en la que se asienta el pilar de Oriente y Occidente, eran especialistas en tortura. Suya fue la crucifixión, que con tanta saña aplicaron a Jesucristo, o aquella brutal diversión que era convertir a los esclavos en gladiadores y dejar que luchasen contra bestias exóticas o patricios entrenados.
Somos aprendices de Zeus, que gustaba de humillar a la raza humana siempre que podía. Como cuando se disfrazaba para acostarse con las mujeres que quería, o cuando condenó a Prometeo a encadenarse a una roca y que un buitre le comiera las entrañas con milimétrica precisión y puntualidad.
En la película de Peckinpah, lo único que mueve a la banda de Holden (sublime también Ernest Borgnine) es el dinero, la bebida y las mujeres. Todo se consume y se gasta con la rapidez de un balazo. Su único síntoma de humanidad es la camaradería, porque incluso en las almas más ponzoñosas es posible encontrar un hálito de dignidad. Viven y mueren los unos por los otros.
La película de Peckinpah es un prodigio de montaje, realismo y personalidad. Es un western donde las balas producen heridas, los hombres están sucios y sus dentaduras negras. El grupo salvaje deambula entre el polvo de la tierra y el inclemente sol. Ejecutan con la frialdad de los ojos de Michael Corleone, como los terroristas de Hamás, como tantos y tantos en la Historia de la humanidad.
Lejos del derrotismo, este que escribe conserva la fe de que incluso en los momentos de mayor desesperanza y fatiga llega alguien que te da la mano, una palmada en la espalda, una dosis de aliento cuando todo parece perdido. La escena del séptimo arte que mejor lo refleja está en 'Ben-Hur'.
Ocurre cuando el protagonista Charlton Heston es condenado a las galeras y se arrastra exhausto por la polvorienta tierra que hoy, precisamente, es Palestina. Sediento y privado de agua por decisión del centurión, cae al suelo. Entonces, aparece la figura de Jesucristo, cuyo rostro nunca se muestra, y con extrema delicadeza vierte agua sobre su rostro y, desobedeciendo a los romanos, da de beber a Ben-Hur. Una escena llena de humanidad que pone la piel de gallina.
Puede que nada tenga sentido, como decían los existencialistas, pero en el fondo de mi corazón se resiste a morir la idea de que la gloria está reservada a aquellos que tienden la mano cuando nadie se atreve, a los que se interponen entre el niño pataleado y sus fieros agresores, a los que no claudican ante los grupos salvajes, la barbarie, los terroristas y quienes los blanquean. Son los medios los que justifican el fin, y no al revés, como bien sabía Albert Camus.
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