Cultura

Brad Pitt y la injusticia de no vivir y morir como Benjamin Button

La vida debería vivirse al revés. Terminar rememorando aquellas tardes en el patio de recreo, recuperar la inocencia perdida en el fin de los días, dejar a un lado los problemas de vida adulta

Alguien comentó con acierto en Twitter que Brad Pitt debía tener un cuadro pudriéndose en alguna parte. Esta referencia a El retrato de Dorian Gray no puede ser más acertada ante un tipo que ha pactado con el diablo el don de la belleza eterna. Con 60 tacos rezuma más juventud que millones de treintañeros. Lo que muchos no imaginan es que ser el hombre más guapo del planeta no te libra de las miserias habituales de la existencia.

Ya lo decía el escritor de El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde: “En esta vida hay dos tragedias, no conseguir lo que quieres y conseguirlo”. Muchos son los que naufragan en esta segunda estación. A Brad Pitt, toda su guapura no le libró de ser un alcohólico, de necesitar rehabilitación, de sucumbir a la depresión y de llegar a afirmar: “Siempre me he sentido muy solo”.

Hay veces en las que uno se siente desdichado, mira a su alrededor y se da cuenta de que Aquiles también llora por aquella mujer que le abandonó, o que Ajax está acomplejado de su altura. Siempre lo digo, el sufrimiento nos hace humanos y nos conecta irremediablemente con el prójimo.

Leí hace poco que la vida estaba mal planteada. Que lo lógico hubiera sido lo de la película de Brad Pitt, El curioso caso de Benjamin Button, la historia de un niño que nace anciano y crece en sentido contrario hasta morir siendo un bebé (basada en el relato de Scott Fitzgerald).

Aquellas tardes en el patio de recreo

Lo cierto es que como existencia tendría mucho más sentido pasar por lo peor al principio, por los achaques, las pérdidas de memoria, la fealdad, la debilidad muscular, la sordera... y terminar en el apogeo físico, en la gloria vital, en un momento de absurda felicidad como lo es la infancia.

Significaría jubilarte para ir al colegio, para rememorar aquellas tardes en el patio de recreo, con la única y trascendental tarea de marcar un gol, o de dar un beso en la mejilla a la chica de 5ºB que tanto te gustó y con la que no te atreves a hablar porque tu única comunicación con el sexo femenino ha sido a través de las películas.

Recuperar la inocencia perdida en el fin de los días. Volver a emocionarse con una merienda de cereales con leche. Rememorar los madrugones de los fines de semana para poner tu serie de dibujos animados favorita en la tele. Jugar a la imaginación por la calle, cuando los paseos se convertían en la defensa del Abismo de Helm de los orcos de Sauron. Amar de nuevo sin precedentes a papá y a mamá. Amar a los amigos, besarlos y abrazarlos después de marcar un gol. Soñar con un futuro de gloria. Correr sin descanso, bailar sin descanso, jugar sin descanso. Dejar a un lado los problemas de la vida adulta.

Rememorar aquellas tardes en el patio de recreo, con la única y trascendental tarea de marcar un gol, o de dar un beso en la mejilla a la chica de 5ºB que tanto te gustó

“Yo quiero que me expliquen por qué cuando era pequeño salía del colegio a las cinco, merendaba, jugaba en la calle, hacía los deberes, veía la tele, me bañaba, jugaba en casa, leía, y eran las ocho de la tarde todavía. Ahora te tomas un café a las cinco y ya son las doce”, reza un comentario en Facebook.

En vez de La infancia recuperada, como reza el título de Fernando Savater, lo suyo habría sido 'recuperar la infancia' en el fin de nuestros días. Cuando me miro a mí mismo cuando era niño veo a una persona en la que no me reconozco. Aquel niño es la persona más valiente que he conocido, la más testaruda (de eso guardo algo todavía), el más soñador, idealista y digno guardián de la justicia. Cuando algo me aburría solo necesitaba echar mano de la imaginación, y así hasta un tedioso ejercicio de matemáticas se convertía en mi cabeza en un concurso de la tele donde los concursantes tenían que resolver ecuaciones.

Acompañar a papá a comprar el pan era una gran aventura, e incluso te podía caer un sobre de cromos si habías sido bueno. “¡Me ha tocado Mijatovic!”. Pasar horas en la calle con amigos, sí, esos que también salen en Stand by me, el clásico de los ochenta. Escribir ridículas cartas de amor y conservar tu mejor caligrafía para la de los Reyes Magos.

Y sobre todo, lograr parar el reloj. Que los veranos vuelvan a ser interminables. Que esos dos meses de estío se parezcan más a dos años. Que cada curso escolar se vuelva eterno y los meses del calendario no caigan impasibles como las hojas de otoño. 

Los recuerdos de la infancia aparecen difuminados, como una película clásica en los primeros años del Technicolor. Qué mejor manera habría de abandonar este mundo que en aquella sucesión de escenas. Despedirse en los brazos de mamá, mientras te arrulla con alguna nana. Eso sí que es una muerte digna.

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