El terror neofascista de izquierda funciona así: se disfraza de retórica antifa para criminalizar al conjunto de la sociedad (lo describí con detalle en un artículo anterior de Vozpópuli). Se busca crear un hombre nuevo en muchas de las publicaciones que han ido conformando el ideario de las izquierdas en los últimos dos años. Por ejemplo, en Extrema-derecha 2.0: Qué es y cómo combatirla (2021), el historiador Steve Forti, tras más de cien páginas señalando en nombre de la verdadera izquierda como fascista y extremista a todo aquel que ose cuestionar los consensos liberales del libre mercado, la globalización y la neoliberalización de la política, proporciona una lista que sintetiza la agenda de mínimos de todo fascista contemporáneo.
Según Forti, en el mundo actual pudieran ser (o, más bien, son) de extrema derecha o incluso neofascistas aquellos que “consideran la derecha y la izquierda como dos ideologías superadas”, creen que “ahora el enemigo es el mundialismo representado por figuras como George Soros y Bill Gates”, “dicen defender la soberanía nacional y el pueblo, proponen políticas proteccionistas y gasto social en el ámbito económico”, “son profundamente antiestadounidenses y antiimperialistas”, “consideran la UE y el Euro como jaulas”, “reivindican figuras heterodoxas (…) como Che Guevara, Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales o Thomas Sankara”, “suelen ser muy conservadores en temas de derechos civiles” y “defienden la familia tradicional”, “se oponen” marxísticamente a la inmigración “al definir a los migrantes como un ejército industrial de reserva”, “atacan a la izquierda que definen como posmoderna, globalista y fucsia“, “son provocadores y claman contra la dictadura de lo políticamente correcto”.
Esta extraña equiparación entre ideología anticapitalista de izquierdas y fascismo de derechas alcanza el clímax en Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia (2022), volumen colectivo que señala como fascistas encubiertos a todos aquellos que defienden ideas como las denunciadas por Forti. El libro, salido de la órbita Unidas Podemos, se estructura como un ataque goebbelesiano a Ana Iris Simón, quien en su novela Feria reconoce que siente envidia de la vida que tenían sus padres a su edad, al disponer estos de una seguridad material (vivienda propia, posibilidad de tener hijos) de la que ella y los que somos de su generación carecemos.
Neorrancios criminaliza a todo aquel que, en nombre de un pasado reciente en el que se conquistaron derechos, denuncie que estos se han perdido y afirme que vivíamos mucho mejor antes de la tecnocracia globalista, la ultradigitalización no democrática o la revolución negativa de la política identitaria que estamos padeciendo. Los autores del libro, siguiendo una estrategia neoliberal, anteponen sus peculiares experiencias y opiniones a un análisis estructural de la realidad, y afirman así que la defensa de los trazos más básicos de la humanidad es un ejercicio de nostalgia reaccionaria que hay que abandonar para crear un nuevo hombre. Por ejemplo, Eudald Espluga, que ve la natalidad como un rasgo salvaje a eliminar, afirma que “mis padres con treinta años estaban peor que yo” porque “tenían un niño feo” y no podían “salir de fiesta o perderse con el coche cuando tenían un par de días libres (…) con la misma regularidad y despreocupación si tenían que cuidar de un niño feo, como acabó siendo el caso”, para acabar preguntándose por “los motivos que les llevaron a no comprar una casa pero sí a tener un hijo”.
Esta apología consumista que sustituye el hito vital que supone tener un hijo por el de tener un piso y que, además, muestra ambas opciones como incompatibles -algo insólito desde una ideología de izquierdas- es contraria a la pervivencia de los vínculos sociales más básicos, como se rebela en el ataque de estos “izquierdistas” a la vida de pueblo. Los pueblos son retratados como espacios de barbarie, pese a que haya más cosmopolitismo y tolerancia, por ejemplo, en un pueblo gallego en el que buena parte de sus habitantes han estado o vivido en varios continentes que en los ambientes hípsters de Madrid o Barcelona. El delirio fascista de esta retórica urbanita es tan grande que varios autores/as llegan a sugerir, sin evidencia alguna, que sus propios abuelos varones eran unos especímenes atrasados e hipermachistas a los que hay que dejar en la cuneta de la historia.
El objetivo de este fascismo posthumano no es otro que reescribir por completo nuestras coordenadas experienciales y políticas para ajustarlas a los intereses de las grandes corporaciones
En este sentido, para Noelia Ramírez, “todo pueblo pequeño es un infierno grande” como mostraría, según Pablo Padilla, el hecho de que en un vertedero de los años 60 en el rural gallego encontraron el ansiolítico Diazepam. Por el contrario, agentes de destrucción como las grandes plataformas digitales se presentan como salvadoras. Rubén Serrano, después de lamentar horrorizado que “con suerte, hace treinta y cuarenta años tenías entre dos y seis canales sintonizados en la televisión”, defiende, en nombre de la comunidad LGTBI+, que pagar en nuestro fabuloso presente “una o dos o tres plataformas de streaming (…) es una puerta para que niños y adolescentes puedan verse representados” y que “gracias a YouTube, Tiktok e Instagram muchos han encontrado un espacio seguro para ponerse en contacto” (pero… alienación aparte, ¿no han aumentado estas plataformas el acoso y bullying hasta provocar olas de suicidios adolescentes?).
Esta delirante cruzada contra el pasado hace que la diva poliamorosa Rocío Lanchares reconozca no tener envidia de los partos de sus abuelas “sin epidural, ni de las noches de método Ogino que, más tarde supe, era planificación del ciclo como un anticonceptivo natural, pero que desde el día que mi abuela me lo comentó con cara de resignación, yo siempre he pensado en sexo anal, y no me da ninguna envidia ni ninguna tranquilidad”. En una táctica típicamente fascista, Lanchares presenta el pasado, desde un inconsciente machistoide, como el territorio del sexo anal -¿algún problema con el sexo anal?- y la degeneración, dando además por supuesto que si queremos tener epidural hay que aceptar lo que nos viene impuesto por la tecnocracia global, pues de lo contrario no disfrutaremos de ningún “avance”.
Sin embargo, si algún mérito tiene Neorrancios es mostrar el fascismo de vanguardia en toda su crudeza, pues sus autores/as no solo quieren eliminar el pasado humano y todo lo que recuerde a él, sino que como buenos fascistas se muestran contrarios a la literatura, a la ironía y a su función crítica. No en vano, todo el libro es una reacción en clave censora a Feria, novela que definen como “hábil y a la vez abominable”, a diferencia, claro está, de las series de plataformas digitales que según Serrano, más que hacer pensar, representan lo que decimos ser o aquello a lo que nos debemos amoldar.
El objetivo de este fascismo posthumano no es otro que reescribir por completo nuestras coordenadas experienciales y políticas para ajustarlas a los intereses de las grandes corporaciones. Pensemos, a modo de ejemplo, en los ataques al poder judicial del Ministerio de Igualdad o en el Ministerio de Consumo, cuyo Nutriscore jura que consumir Chocapic es bueno para nuestra salud pero la ingesta de aceite de oliva o jamón ibérico es mala, al tiempo que lanza una yihad contra el consumo de carne que pone en serio peligro nuestra soberanía alimentaria.
Los bulos del fascismo de izquierda
El fascismo de izquierdas que acabamos de describir lleva a cabo su labor de blanqueamiento y expansión del régimen tecnócrata y posthumano global por medio de dos bulos que conviene desmontar. Según la primera de estas falacias, el pasado sería un lugar reaccionario del que tendríamos que escapar, pese a que lo que el pensamiento histórico de izquierdas defiende es que el pasado es precisamente el único lugar desde el que podemos partir, no solo para la lucha política, sino para recordar quiénes somos y a dónde vamos. De hecho, en El origen de la clase obrera, E.P. Thompson nos alerta de que las clases sociales no preexisten, sino que se forman en cada momento por la conciencia que distintos miembros de la sociedad tienen de perder estatus social o libertad si se comparan con épocas anteriores.
Esto significa que hoy en día se están formando nuevas clases sociales entre las víctimas del proceso de expropiación masivo al que nos estamos viendo sometidos (entre ellos, claro está, los votantes de Trump, Orban o Abascal, sean estos mileuristas o cayetanos). Sin embargo, el pasado es también importante para no dejarse engañar por los cantos de sirena del presente porque, como Thompson, Federici o Doménech han explicado, la lucha obrera de la que provienen nuestros derechos arranca en las revoluciones campesinas y urbanas anteriores a la Revolución Industrial. En otras palabras, el mito marxista/liberal que entiende la industrialización y tecnificación como sinónimo de progreso, y en el que se basa el fascismo de izquierdas, carece por completo de base histórica.
El segundo de los bulos afirma que la extrema derecha es fascista por cuestionar la ideología LGTBI o atacar la inmigración ilegal. Esto no solo es falso, sino que la izquierda debiera ser la primera interesada en denunciar que creer que la ideología LGTBI defiende a lesbianas, gays o trans es como asumir que el thatcherismo defendía a los trabajadores, o que presentar la inmigración como un principio humanista y un derecho humano es naturalizar un perverso mito capitalista de destrucción de comunidades, como muestra de manera reiterada nuestra tradición ficcional, del Amerika Amerika de Kafka y La Jungla de Sinclair al Stroszek de W. Herzog.
Si la extrema derecha tiene elementos fascistas es porque presenta como totalitaria y digna de ilegalización y persecución la política de redistribución de la riqueza que las izquierdas históricas (socialdemocracia incluida) propondrían la actual crisis capitalista. Las extremas derechas, profundamente neoliberales, no se definen por enfrentarse a la política identitaria, sino al fantasma de un comunismo inexistente que, según publicitan en sus discursos, tendría la culpa de todos los males del presente. Líderes como Meloni, Abascal o Milei utilizan comunismo y socialismo como falsas etiquetas con las que identificar vieja y nueva izquierda, y con las que poner, de manera trapacera, un nombre reconocible a los salvajes procesos de expropiación capitalista de la riqueza individual y común, y de los derechos políticos básicos, que las grandes estructuras de gobernanza mundial -¿comunistas?, ¿en serio?- están llevando a cabo.
Estamos encerrados en una jaula fascista, y solo podremos salir si aprendemos a enfrentarnos tanto al fascismo del pasado como al del presente por medio del arrojo vital que supone adaptar la política a nuestro momento histórico, es decir, agrupando los intereses que tenemos en común aquellos que decimos venir de lugares antagónicos. Llamar a cada cosa por su nombre no es un mal comienzo para poder encontrar instrumentos políticos que intervengan republicanamente en este mundo autoritario e impedir que llegue a convertirse en posthumano.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación