En El ángel exterminador (1962), una difícil película de Buñuel que acaba de cumplir sesenta años, las alegorías religiosas son constantes. Para empezar, ya en el título. Abadón aparece en la Biblia, en el Antiguo y Nuevo Testamento (Apocalipsis 9:11), como dueño del abismo. Es un ángel insondable, generalmente vinculado al mundo de los muertos, el Sheol. Así pues, estamos ante una figura del mal radical, el que habita en la sala más tranquila. No descartemos que el título, en la Biblia y en Buñuel, aluda a una figura maléfica que no necesita culpables, pues es más bien el mal latente, el fondo sombrío de cualquier situación. El ángel exterminador es la inocencia peligrosa que espera tras nuestro perpetuo laberinto de paredes protectoras.
No descartemos entonces lo peor en la cabeza de Buñuel: la hipótesis de que el mal es parte del bien, el precio inevitable de existir. Cualquier contingencia maléfica nos puede esperar en la mejor de las situaciones. De alguna manera, el mal del bien (el lobo del cordero) es uno de los núcleos de esta película, pues lo que aqueja a los encerrados es abstracto, no tiene rostro ni paredes. Parecen encerrados porque su universo mental, en una fiesta que celebra el cénit de la opulencia, se muestra gradualmente como una prisión. "Si no llegué más lejos fue porque me autocensuré. Ahora lo haría mejor. Dejaría a los personajes encerrados un mes hasta llegar al canibalismo, a la pelea a muerte, para mostrar que tal vez la agresividad es innata". Buñuel lo realiza en el mejor de los mundos posibles, la alta burguesía, pero la sátira no está centrada solo en ella, sino en la condición humana. Ahora bien, como el foco de atención se pone aparentemente en una sátira política de cierta clase social, y no en una metafísica de la entera humanidad, a la manera de Simón del desierto y Los olvidados, es posible que El ángel exterminador resienta más el paso del tiempo.
El genio del ya muy célebre Buñuel se mueve ahora en un escenario de alta cultura. Todo el mundo cinematográfico quiere participar en el reparto. De hecho, la propia Marilyn visita el set para fotografiarse con las caras de un experimento cinematográfico sobre el que reina la mayor expectación. Los invitados de Lucía y Edmundo Nóbile (Enrique Rambal), Leticia (Silvia Pinal), Leandro (José Baviera), el Dr. Carlos Conde (Augusto Benedicto), Francisco (Xavier Loya) y muchos otros, tras una sesión fastuosa de ópera, parecen encerrados en su propia opulencia, pues ninguna pared puede retenerles. Está como hechizados, hipnotizados, pero solo han tomado el brebaje de su posición social, que les separa de un universo popular de sirvientes donde el peligro y el mal se atenúan de modo elemental y comunitario.
El artista aragonés trata una opulencia que se convierte enseguida en pestilencia. La parábola del exterminio brota del propio bienestar, que cuando se le encierra en sí mismo (en cierto modo, los criados colaboran en esta tarea vengativa) degenera en peste. Poco a poco los invitados, llevando al extremo una mítica separación-alienación que Marx ha puesto en el eje del capitalismo, se ven abocados a una brutalidad inimaginable, a una "abyecta promiscuidad" que antes creían patrimonio de esas clases bajas que para ellos podrían representar los criados. La película está llena de alegorías y simbolismos. Los buenos modales sufren una lenta degradación y aparecen pronto todos los vicios, la violencia, la lujuria, la gula, la drogadicción… Poco a poco, ninguna vileza les resulta ajena: la sospecha y la competencia, la enfermedad mortal, la envidia, el rencor contra el anfitrión, la desesperación y el suicidio… Es la peste del confort, de una inmaculada elevación que de pronto se muestra mucho menos preparada que la inteligencia plebeya para los avatares de la miseria cotidiana. De hecho, el que mejor lleva el encierro es el apuesto Julio (Claudio Brook), el único criado que permanece atrapado, quizá por compromiso con sus señores. Pronto los invitados se sienten avergonzados de su hedor y su entremezcla, de su cansancio, sus cuerpos vencidos y de su hambre. Llegan a saciar la sed y a refrescarse rompiendo unas tuberías. Tampoco sienten reparo en asar y devorar a las ovejas que, inexplicablemente, deambulan por la casa.
La multitud es en cierto modo la protagonista, la muchedumbre encerrada en su propia masa inerte. ¿Una alegoría de nuestro conductismo masivo? En ese sentido, las ovejas devoradas podrían ser un símbolo de todos nosotros. El propio oso no sabe muy bien qué hacer. Un empleado de la casa dice: "No disparen, le conozco, es inofensivo". Es significativo que Buñuel haya tenido una temprana e intensa afición a la entomología y un culto constante del mundo animal. Y también afición a las armas, por cierto. Quizá nunca ha creído en el poder domesticador de la cultura y tampoco nos ha visto jamás al margen de la fiereza de todo ser vivo. El humor negro es otra muestra de esta incomodidad natal a la hora de estar en nuestro mundo, al margen del benéfico bienestar que proporciona cualquier ideología. De algún modo, Buñuel estudia a los humanos como se estudia a los insectos: con la misma piedad, curiosidad y crueldad con la que se analiza a un bicho extraño. Nada inhumano es ajeno al autor de Simón del desierto. En algún lugar ha dicho que procura no odiar siquiera a las arañas. Es posible que los cuerpos y los rostros humanos, en tantos planos perturbadores de Los olvidados a Viridiana, tenga algo que ver con una legendaria voluntad de recuperar lo que de espiritualidad animal queda todavía en nosotros, una rudeza de vivir donde la violencia nunca debe ser excluida.
La escena de un tumulto reprimido por la policía alude al encierro ovino que es lo social, que toca tanto a la alta burguesía y a la religión como a las protestas populares que intentan derribarla
Otro resorte de El ángel exterminador es el tiempo que se repite, de un modo un poco distinto en cada caso, dando una oportunidad a los encerrados. Son las mil combinaciones de personajes y muebles que constituyen nuestro laberinto. De hecho, cuando los invitados se dan cuenta de que están otra vez en la posición inicial de hace días, es cuando al fin repiten la escena inicial del hechizo, reconocen que están fatigados y se pueden liberar, saliendo por fin al exterior. El ángel exterminador es una reflexión en torno al encierro, al "estrés de exterior" que caracteriza a nuestra cultura. Una alegoría de la impotencia, de una peste de interior que, por nuestro afán de seguridad, nos enferma. De hecho, cuando los invitados logran por fin salir, extienden el hechizo del encierro a la iglesia donde entran. Y después, al tumulto de la calle.
Buñuel contra el confort
El servicio final del tedeum, con su cántico de acción de gracias y el travelling por las caras atormentadas de los invitados, rompe también el hechizo de un mal que pudiera estar de un solo lado, y que Buñuel siempre quiso regalar a cualquier humano. El progresista típico podría sonreír encantado al ver a la burguesía en la picota. Pero las cosas no son tan fáciles. La escena final de un tumulto reprimido por la policía alude al encierro ovino que es lo social, un encierro que toca en esta película tanto a la alta burguesía y a la religión, como a su contrario, las protestas populares que intentan derribarla. Mientras los disparos suenan y las campanas repican, los blancos corderos vuelven a entrar en la iglesia, una metáfora más de nuestra vocación de secta y matadero. Finalmente Buñuel sigue siendo fiel en esta cinta a un ancho horizonte de sospecha y reflexión donde nadie se salva fácilmente. Tiene gracia que el ChatGPT, intentando enumerar las críticas que se le podrían hacer a esta película, no haga más que repetir los tópicos sobre su difícil y cruel ambigüedad. Esto querría decir que hoy nuestra cultura prolonga el miedo que nos mantiene encerrados, sin permitirnos salir a un mundo donde mal y bien, Dios y el Diablo, se entremezclan. El ángel de las facilidades sigue siendo el combustible de nuestro exterminio.
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