Marc tiene apenas doce años. Su madre ha muerto; alguien la ha matado abriéndole la cabeza con un hacha. Su padre ha perdido el habla. Él, que apenas entiende cuanto ocurre, sostiene extrañado su corazón, contemplándolo como lo haría con un trozo de árbol arrojado al fuego. Pasarán siete años hasta que Marc consiga hacer carbón con su ira, una que ignora. Ese es el punto de partida de El carbonero, la novela de Carlos Soto Femenía (Palma de Mallorca, 1966) publicada por el sello Destino que ha llegado hace poco a las estanterías empujada por los elogios de Lorenzo Silva y convenientemente presentada como una mezcla de drama rural, novela negra y obra realista. ¿Con qué nos quedamos?
Su autor, el mallorquín Carlos Soto Femenía, despliega atributos como narrador en estas páginas, aunque bastantes menos como interlocutor en esta conversación. Es esquivo, discreto, seco, parco; incapaz de descolgarse con un titular, acaso porque concentra el tiro en el lenguaje literario, una diana en la que no yerra ni un solo disparo. Esta novela, El carbonero, es la prueba. Aunque en lo que a entrevistas respecta, Soto es algo menos vistoso. Informático y escritor, Soto Femenía encontró el tema de ésta, su tercera novela, en las páginas del periódico. "Me sorprendió ver que todavía hubiese gente que se dedicara a un oficio tan duro como el del carbonero . El tema se quedó en mi cabeza, y comencé a escribirla", explica ante un vaso de agua que casi se desmaya del aburrimiento.
-Entiendo, pero le pediré que vaya un poco más allá. ¿Qué está intentando contar con esa novela?
-Lo del artículo de periódico puede parecer solo un detalle, pero me llamó la atención encontrar que alguien todavía fuera carbonero. Ese obligaba a quien lo ejercía a la soledad, el silencio y la vigilia. Como deben vigilar el fuego, los carboneros no pueden dormir. Si a eso le sumas que lo único que tenía ese gente para distraerse es el alcohol, todo junto crea una vida casi irreal, una versión del infierno. Quienes viven en la naturaleza están acostumbrados a sufrir, por eso el carbonero, y estos personajes sufren. El protagonista, Marc, sólo posee la felicidad que tuvo. Al morir sus madre y su padre dejar de hablar, ya no le queda nada, excepto su odio. Ese resentimiento que va avanzando como el proceso de quema.
El Carbonero (Destino) es una novela que ocurre en un mundo casi extinto. Uno donde los señores ordenan y los campesinos obedecen sin alzar la mirada. Así ha sido siempre, es el orden natural de las cosas. En ese mundo vertical, agreste y violento, Marc –el protagonista- narra en primera persona su larga historia de venganza: unos hombres han matado a su madre y él acabará con ellos. La historia, contada con una lentitud y atemporalidad manifiestas, compone las claves de un drama que ocurre en la década de los 50, en Caimari, un pequeño poblado de la Mallorca rural de posguerra, al pie de la Sierra de Tramontana. Se trata de un territorio olvidado, dominado por los estamentos, donde gobierna la Joana Francisca Grimalt, una mujer de enigmática y perturbadora belleza dueña de todas las tierras de los alrededores y de las claves de buena parte de esta historia. Nadie ha osado nunca desafiarla ni plantarle cara. Sólo una persona: el carbonero, un hombre de férrea voluntad, movido por el sentido del deber y los dictados de su propia conciencia, alguien quien incluso después de haberlo perdido todo es capaz de sujetarse a su oficio.
En un lugar en el que nadie tiene nombre, en el que todos adquieren identidad por el oficio que desempeñan, el carbonero se alza como un mástil del drama. Tras la muerte de su mujer a manos de un sicario, el carbonero ha decidido dejar de hablar, entregándose como un autómata a su trabajo. Consume los días entre pinos y encinas. Marc, su hijo, es su única compañía. En la profunda soledad del bosque ambos vigilan noche y día, entre el sueño y la vigilia, la lenta quema de la sitja, ese largo proceso donde el fruto de la tala –los troncos cortados- se convierten en carbón. "Hay vocación de atemporalidad en esta novela –explica su autor–. Pasan siete años del asesinato de la madre de Marc, sin embargo todo ocurre en un presente perpetuo. Porque en una sociedad tan marcada socialmente, todo se perpetúa: permanece la dominación de unos estamentos sobre otros, en una posguerra donde la pobreza se eterniza. El tema de la insularidad es muy profundo, marca a la gente y ha determinado a los mallorquines. El que viene de fuera no lo puede apreciar. En la isla todos están acostumbrados, desde hace siglos, a que la gente esté de paso. Todos los que van, van para algo. Antes eran saqueados por piratas, moros. El insular es una especie de espectador de su propio destino y ese es el perfil del isleño. Y eso le ocurre a Marc. No tiene nada, jamás lo ha tenido. Lo poco que tiene, que es su madre, se la quitan. Por eso su padre queda ahí, sin habla, como una conciencia muerta de aquella vida que existió y eso es lo que le impide dedicarse a una nueva vida. Marc siente que lo agarran desde atrás. Su padre le recuerda todo cuanto le fue arrebatado".
El tema de la insularidad es muy profundo, marca a la gente y ha determinado a los mallorquines.
Envasada en un lenguaje terroso, que atraviesa a quemarropa primero y se enfría después, Soto Femenía plantea en El carbonero una enorme metáfora en la que paisaje y argumento se funden en una misma imagen, así lo explica Femenía: “La lentitud es una metáfora con el proceso de la sitga, de la quema. La quema tiene que ser lenta, el hecho de que la combustión demore tanto es lo que permite producir el carbón. Esa es una de las razones por la que los carboneros no pueden dormir, porque tienen que vigilar que ese fuego no se extinga y esos 15 días se han invertido en la quema se puede arruinar. Es una metáfora, que une la lentitud de esa quema, con el tiempo en el cual Marc desarrolla ese resentimiento y necesidad de venganza. Esa metáfora se refiere a esos siete años que transcurren hasta que él tiene el indicio que esperaba para actuar, para acometer. A partir de ese momento se desata y la velocidad de la novela se acelera”.
Jalonado por la decepción que produce en él la cobardía y ambición del buhonero, Marc precipita la acción de la venganza envuelto por la atracción que producen en él Joana, una poderosa terrateniente que atesora un viejo y frustrado amor por su padre y que siente por el muchacho un extraño instinto protector, y Aina, una cándida chica cuya inocencia parece redimir el alma arrasada de Marc. “Las dos mujeres son las dos guías que sigue el protagonista. Son los dos tipos de vida a los que puede optar, las opciones que puede elegir. Aia es la opción natura, el camino que él debería seguir para ser feliz y tener un futuro. La señora representa toda aquella vida que perdió con el crimen y eso es lo que se entrega”, dice el novelista al momento de componer el mapa central de una historia que sostienen padre e hijo y en la que, sin duda, el paisaje actúa como un personaje más. En esta novela todos arrastran su propio cadáver. Hay fatalidad en las relaciones, aun queriéndose, se abrasan como troncos. Hay quema y ceniza, violencia y voluntad literaria, un incendio que ocurre dentro y fuera de quienes habitan esta tragedia, esta agreste e inmensa tragedia.