Hace unos días la justicia española condenó por primera vez a alguien, un guardia civil, por difundir una noticia falsa. La sentencia ha suscitado muchos debates, uno de ellos sobre la censura. Los guerreros culturales de la derecha la critican cáusticamente, pero yo, como en tantos otros asuntos, no puedo seguirles. Ellos defienden la idea de la libertad de expresión, la idea de que cada cual puede decir lo que le plazca siempre y cuando lo que le plazca no contravenga los principios de la Constitución que entre todos nos dimos.
Yo, en cambio, me sublevo contra la idea, considero que no existe el derecho a decir lo que a uno le apetezca, sino más bien el derecho a decir lo que debe decirse, el deber de buscar verdades y cantar bellezas. Los guerreros culturales están en contra de cualquier clase de censura; yo sólo estoy en contra de las censuras injustas, que no son todas, ni por asomo, sino tan sólo algunas.
Sé que suena inactual, pero creo que tras la censura, tras la persecución legal de las fake news, subyace una intuición luminosa: la de que no debe reconocerse tal aberración como el derecho a mentir conscientemente; la de que la libertad de expresión está bien, por supuesto, pero con sus límites; la de que existe una verdad que podemos descubrir y hacia la que debemos tender. Es una intuición que niega el relativismo, primero, y el individualismo, después. Antepone el bien de la comunidad política al derecho de cada cual de decir lo que le brote. Embrida la libertad, la enmarca en unos contornos que no son obstáculo sino condición.
Alguien puede objetar que lo que propongo, la censura, conferiría al Estado más poder del que le corresponde, objetar que le otorgaría una potestad para determinar lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Supongo que tendría razón. Pero no se trata de alimentar más a un leviatán ya obeso, ¡nada más lejos de mi intención!, sino de exigirle que actúe en los casos más flagrantes, cuando el bien común está más manifiestamente comprometido. Que lo mismo que hace con el tabaco, la dieta, el tráfico, el alcohol, las drogas, la covid y la salud pública en general lo haga también, acaso más moderadamente, con nuestra palabra.
El lado bueno de la censura
Más allá de esto, sea o no deseable la censura en sí misma, sostengo la idea a mi juicio evidente de que entraña efectos positivos. Por injusta que a uno le parezca, habrá de reconocer que estimula el ingenio. Allá donde hay censores, hay también inteligencias que pugnan por eludirlos, hombres que cultivan la virtud literaria de la sutileza, escritores que se esmeran en sugerir más que en afirmar, en insinuar más que en sentenciar. El censor se me presenta como el defensa de las letras: es el impedimento necesario para que la finta, el driblin, el regate literario luzcan en su esplendor. Todo sería demasiado fácil sin él. Nuestros mejores escritores vivieron en tiempos de censura; la sombra de la inquisición les acechaba.
La censura le obliga a uno a pensar más y mejor, de algún modo le conmina a tomarse más en serio su palabra
Pero la censura implica una consecuencia aún más importante. Mide nuestro compromiso con las ideas que profesamos, primero, y evalúa si esas ideas son dignas de compromiso, después. Nos interroga a nosotros y también a ellas: ¿estoy dispuesto a arriesgar mi prestigio, reputación, fama por mis convicciones? ¿Merecen ellas acaso que yo lo haga? ¿Son lo suficientemente verdaderas, lo suficientemente nobles? La censura le obliga a uno a pensar más y mejor, de algún modo le conmina a tomarse más en serio su palabra. Ya no podrá contaminarla con el veneno de la frivolidad; sólo defenderá públicamente aquello por lo que, llegado el caso, desenvainaría la espada, derramaría su sangre y acogería el martirio.
La censura es un detector de imposturas y fraudes, de hombres medrosos y farsantes. Los desvela como el mar que se bate en retirada desvela las conchas. ¿Cómo sumarme, pues, a los lamentos de mis contemporáneos, cómo participar de sus denuncias? Soy incapaz. Sólo puedo bendecir la censura, que exalta al valiente y ahuyenta al cobarde.
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