La última vez que Norma se representó en Madrid fue el 28 de diciembre de 1914, hace ya ciento dos años. Entonces, se cumplía el sexto mes de la Primera Guerra Mundial. La era industrial se estrenaba en la carnicería a gran escala. Ortega y Gasset había escrito Meditaciones del Quijote y Ramón Gómez de la Serna publicaba Rastro. En aquel tiempo, ocurría la mayor de las tragedias: la que ejecuta el progreso cuando ya no puede volver atrás –matamos mejor, escribimos mejor-. 1914, ese año la argentina Juanita de la Capella interpretó en el Teatro Real a la sacerdotisa de los celtas, esa heroína de la tragedia lírica de Bellini que, cual Antígona del XIX, convirtió su culpa –el amor por el hombre equivocado- en un acto de contrición ciudadano. La hoguera para quienes, queriéndolo todo –deseo y deber; guerra y amor- se despeñan en el precipicio de su propio desengaño.
La última vez que Norma se representó en Madrid fue el 28 de diciembre de 1914, hace ya ciento dos años.
Más de un siglo después, en el escenario del Teatro Real, la Norma de Bellini resuena doblemente escarmentada. Su hoguera no arde. En un mundo sin yesca, no prende ninguna culpa ni castigo. Así como Gómez de la Serna y Ortega despuntaban en 1914, en la función de esta noche, Alfonso Alonso, el presidente del PP Vasco, y Ana Pastor, actual presidenta del Congreso, se apean, borrosos, en la oscuridad de un teatro sin relumbrones. La víspera del tercer intento de investidura, ninguno brilla. La verdadera tragedia de todo esto no se dirime en la medianía y la grisura de estos personajes, sino en algo peor. Nuestra ira, a diferencia de la de Norma, carece de valentía. No hay en ella rasgo de lo verdaderamente político, ese lugar del alma humana donde la cuchilla se afila sin piedad. Porque en la tragedia de Bellini, desde el primer acto , sabemos lo que habrá de ocurrir. Si Norma le pide a la luna que le permita aguantar las embestidas del deseo y el escarmiento, es justamente porque no piensa fallar en su propio castigo. No dará marcha atrás.
Si Norma le pide a la luna que le permita aguantar las embestidas del deseo y el escarmiento, es justamente porque no piensa fallar en su propio castigo.
Inserta en el primer acto, Norma guarda una joya del canto lírico. Se trata Casta Diva, la plegaria que hace la sacerdotisa tras segar el musgo como ofrenda para una guerra que ella no quiere profetizar. La versión más conocida la interpretó María Callas –la soprano griega encarnó a Norma en 89 ocasiones-. Fue ella quien popularizó Casta Diva en el repertorio lírico tras la segunda Guerra Mundial, esos años en los que miles de personas sorbieron su sopa de huesos y muertos. Aquel mundo lleno de fosas debió encontrar en esta aria un abrevadero para la culpa. Y es justamente esa la razón por la cual ahora, como en 1914 o en la posguerra, Casta Diva nos resume. Nos redime.
Al escuchar Casta Diva, somos todos esa mujer rota que canta en la Scala de Milán con un collar de diamantes –la Callas- o aquella que en la guerra de las Galias reconocía las grietas de su propio deseo: enamorarse del procónsul romano, Pollione, aquel que entra en su territorio para conquistar y arrasar, uno que se entrega al amor de la virgen Adalgisa y deja a Norma en la estacada de su propia tragedia de amor fallido. Cuando escuchamos cantar a Norma, huimos hacia la tierra. Nos sabemos muertos; responsables de nuestro propio final; pidiéndole a la noche la fuerza para pagar el precio del destino que elegimos.
Cuando Norma canta a la luna, esa escena romántica por antonomasia, la sacerdotisa pide claridad. Pide lo que buscamos todos en las cintas del gimnasio, en el vértigo de los andenes y los fármacos. Norma pide esa templanza que apuramos en la última gragea de un bote que ya estaba vacío. Cuando canta, Norma pide la fuera que obra el milagro de las familias y las gestas. Norma pide eso que hace posible las cosas que duran para siempre.
¡Casta Diva, que plateas
estas sacras antiguas plantas,
a nosotros vuelve el bello semblante
sin nube y sin velo!
Templa, oh, Diva
templa estos corazones ardientes,
templa de nuevo el celo audaz,
Esparce en la tierra esa paz
que reinar haces en el cielo.
Fin al rito, y el sacro bosque
sea limpiado de los profanos.
Cuando el numen airado y hosco
exija la sangre de los romanos
desde el druídico santuario
mi voz tronará.
Quizá esa sea la razón por la cual esta noche de 2016 encarna cierta frustración. La soprano Angela Meade que protagoniza el montaje dirigido por Davide Livermore y Claudio Abbado se queda sin aliento en las pausas donde la Callas cogía impulso para desangrarse en el siguiente arpegio. Por eso, quien escucha en la oscuridad se pregunta cómo se puede tener tan poca sangre en las venas, cómo se puede arder tan pobremente. Quien evoca a María Callas despojada de carnes, enflaquecida por amor y vanidad, piensa en una mujer que, por miedo a no ser querida -y a la vez por unas ganas locas de serlo-, se parte las cuestas vocales y el pecho. Hoy, ni la Callas ni Norma ni Bellini encuentran en noche un gesto digno de las mejores furias. Ha pasado más de un siglo desde su estreno en Madrid, casi doscientos años desde que Bellini la presentara por primera y más de dos mil años desde las guerra de Galias. En la oscuridad de un teatro, quien escucha se pregunta en qué momento claudicamos en el fuego, en el gesto de nuestra propia hoguera.
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