El dos mil trece ha sido un año redondo para Michael Haneke (1942). El cineasta y dramaturgo austríaco recibió Oscar a la Mejor Película Extranjera por el filme Amor, la Palma de Oro en Festival de Cannes, un Globo de Oro a la mejor película en lengua no inglesa y ahora el Premio Príncipe de Asturias 2013.
El vacío, la irritación, la frustración, la barbarie son temas insistentes en la obra de Haneke, quien busca en cada uno de sus filmes sacudir a una sociedad que no sabe sentir ni el amor ni el odio ni la compasión. Es crítico con todo y con todos. Y no le importa resultar sombrío si de despertar al espectador se trata. Su línea está al borde del abismo.
Haneke no cree en la humanidad. Y así lo demuestra. Su primera película, El séptimo continente (1989), ya asomaba su ácida mirada a la fuerza malévola que, según él, surge del confort burgués y que demostraría más tarde en Funny games (1997) y Caché (2005). Pocas óperas primas han demostrado de manera tan clara la concepción que tiene un creador del mundo. Basada en una historia real, en El séptimo continente, Haneke cuenta la historia de una familia agobiada por su propio bienestar que decide desprenderse de todo destruyéndolo. Fue su puñetazo de presentación.
Haneke no fabula, opinan sus críticos. Las suyas son historias reales, áridas, escritas con el pulso de la demolición de la que el propio ser humano es capaz. La incapacidad para sentir y transmitir es, para él, la razón oculta de un mundo en esencia brutal. Así ocurre en El tiempo del lobo (2003), El vídeo de Benny (1992) y, de manera especialmente dura, en La cinta blanca (2009) en La pianista (2001), cinta basada en la novela homónima de la escritora austríaca Elfriede Jelinek.
Considerado "el poeta del desasosiego cinematográfico", Michael Haneke estudió filosofía, psicología y Teatro en la Universidad de Viena. Es evidente de dónde extrajo la sustancia de sus películas. Nada en ellas es inofensivo. “Claro que existe el mal. Se puede ver desde el punto de vista católico, pero también sin ideología. Todo ser humano sabe cuándo lo practica. Pero cada acto violento es fruto de una herida” dijo hace unos meses al diario El País.
La violencia es importante para Haneke, mucho. Pero no es un apologeta. Intenta, a su manera, destilarla, tal y como hace con el recital de torturas y humillaciones a las que dos sádicos adolescentes someten a una familia de clase media en Funny Games. Sin embargo, para subrayar todavía más lo que, a su juicio, ha sido la banalización de la violencia, Haneke se vale de recursos como, por ejemplo, la simbología del animal muerto. En casi todos sus filmes aparece uno.
La gente, dice el austríaco, se impresiona más con la muerte de un animal que con la de un ser humano; cree que esta última es, siempre, una ficción. Y justamente para eso, para destrozar la sensibilidad burguesa políticamente correcta, Haneke ha utilizado imágenes de sacrificios animales reales, como la del cerdo que recibe un disparo en la cabeza, rebobinado en cámara lenta, en la película El vídeo de Benny o el caballo desbocado en El tiempo del lobo.
Sin embargo, además del cine, Haneke -quien también ha dirigido teatro- tiene dos pasiones más: Mozart y Franz Schubert. La música de este último formó la banda sonora de La pianista, donde sonaba obsesivamente el Winterreise. En Amor, recurrió a los Impromptus. Pero ha sido justamente Mozart el que le ha hecho saltar a otra de sus facetas: la de director de ópera. Con Don Giovanni debutó en París en 2006 y Così fan tutte le trajo este año al Teatro Real de Madrid.
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