Dice una amiga que las putas y la coca están pasadas de moda. Según ella, atrás quedaron los tiempos de la mandanga y el macho-mostacho, pubis anti-blandengue, atizando la napia en la ruta de la almeja. Clubes con nombres sutiles como Las Musas, El Privé, Venus o, mi favorito, la Faena; alardes todos ellos de distinción, van inevitablemente a la deriva y directos al naufragio.
El caso mediador, con su general de la guardia civil, su exdiputado socialista, su sobrino del político y su empresario, demuestra que mi amiga se equivoca. O, como mínimo, que se trata de una caducidad reciente. Debo aceptar que hace tiempo que no oigo a nadie estilar lo del puticlub como rito iniciático a la madurez masculina.
En mi caso, confieso no haber tenido el placer de degustar una tradición tan transitoria: de chico a hombre. Mi padre, como buen artista, me regaló un cuadro y me invitó a un whisky caro rodeado de sus amigos de la farándula, como uno más, como un adulto. Ese fue mi ritual. Y me suena más enternecedor que verle metiendo un billete de cien en el tanga de una a la que llaman La Milagritos, momentos previos a que la pardala me agarre de la mano y me haga varón. Macho, de verdad. ¡Cabrío incluso!
Ahora, por más que el perico y el sexo de pago vayan, poco a poco, pasando a mejor vida, lo que no se va a atajar va a ser la corrupción. La corruptela resulta más difícil de quitar que un chicle pegado al asfalto. Diría que es congénita a la idea de poder. De poder, con preceptos de responsabilidad, claro. Cuando uno es un déspota la corrupción es no ceder a los deseos. Pocas cosas hay más antisistema que ser un potentado humilde que destina su poderío a mejorar la vida de los demás, aun a costa de la suya.
En esta línea, hay quien privatiza la corrupción y quien la colectiviza. Siendo la primera más individualista; corsaria, anglosajona, de palacete isabelino, y la segunda de jardín castellano, con un hermoso vergel y un Lorenzo de justicia haciendo gotear agradablemente la frente. Por supuesto, los españoles somos más de lo segundo.
Aquí colectivizamos la corrupción y así nos resulta menos grave. Hacemos partícipes a familiares, amigos y oportunistas desconocidos con una perfumada flor en el culo como para estar en el lugar correcto, en el momento adecuado. De esa forma, somos generosos en nuestro envilecimiento. Tanto, que de la costumbre la brújula moral se nos avería y ya no distinguimos la metida de pata, de la de cuerpo entero. El error, del delito.
En España, como buenos charrangueros que somos, el negocio se firma con jolgorio. No se repara en gastos y Bienvenido, míster Marshall es lo que una comedia romántica a una peli porno; una versión Disney. Luego salen a relucir los ‘trapos sucios’ y lo pongo entre paréntesis porque en este país tenemos un vicio terrible por ver la paja en el ojo ajeno. Asoman a tomar el aire las historias de prostitución y drogas. No de violencia. De esa poca que, como digo, somos españoles y lo nuestro es el guirigay.
Cocaína y amiguismo
Es entonces cuando el personal piensa que de eso va el juego. De viejos testocalvos, drogas y prostitución. Pero la corrupción es como la fama. Suele destacarse lo más sonado y se despista la diversa base del iceberg. Si Juan Bernardo, el político, o Francisco Espinosa, el guardia civil, se dieron el homenaje como dos yupis tras firmar una fusión, no es de buen ver, desde luego, pero que los árboles no nos impidan ver el bosque. Lo grave de la trama son las mordidas, la prevaricación, el cohecho, el tráfico de influencias y el amiguismo criminal -tal vez, el delito más común en España-. Y todos estos asuntos pueden nacer en un club de El Viso, en Madrid, o en la Institució de les Lletres Catalanes, en Barcelona, con una Laura a la que se le ha acabado exigir el uso de su apellido para las pifias cometidas: ‘Nen, eso me lo…’
Puede que en España las putas y la cocaína se vayan quedando apolilladas. Pero no las ganas de corromperse. Si mi amiga va y resulta que tiene razón, quizás en treinta años la nueva cara de la amoralidad política sean futuros criptobros invitándose a carísimas skills de videojuegos, todos vestidos con una camiseta básica, dilataciones y gafapastas. Aunque me parece una corrupción ridícula, tan abyectamente infantil, que temo incluso se digeriría suavemente.
La política es una sinusitis de la ética que tapona la oxigenación y hace creer a quien la padece que está por encima del bien y del mal
Todo depende del deseo. Si la corrupción ha bailado por burdeles, puros de importación y montes nevados será porque esa es una proyección del placer que, abierta o secretamente, los rancietes nefandos del maletín han integrado. Quizás en esos treinta años, más que trajes de seda o saliva, veamos trapicheos con Funkos de colección o carísimas cuentas del LOL. Y, según el perfume del deseo que nos sople, en ese futuro nos tomaremos a broma dicha corrupción o la integraremos en nuestras aspiraciones. Al fin y al cabo, la pela es la pela.
Siento ser brasas, pero insisto una vez más. Lo que no vamos a exterminar al cien por cien son las cloacas y los jueguecitos de salón. Tanto es así, que no creo que haya que acabar con la corrupción, sino armonizarla. Evitar su descaro. Hacerla mal vista; demodé y fuera de onda entre quienes la practican, más que prohibida. ¿Quién sabe, a lo mejor el efecto-morbo es parte del placer del trapicheo? No sé, todo sea por probar alternativas. De tanto tropezar con la misma piedra parece que le hemos cogido cariño al dolor. Será eso que llaman: ‘fallos estructurales’…
La política es una adicción culpable. A la gente le cuesta aceptarlo, pero así es. Quienes participan de ella acaban enganchados a la manipulación, el tráfico de poder y el robo. Casi lo mismo que el resto de los adictos. Y, en cuanto han saboreado la agitación y el delirio, cuando entran en la exaltación, harán lo que sea para satisfacer su estúpido y embriagador apetito, y no hay medicina para eso. Eso es la política; un pensamiento adictivo que lo empaña todo. Una sinusitis de la ética que, taponando la oxigenación, hace creer a quien la padece que está por encima del bien y del mal.
Los viejos puteros, calvos y de espalda velluda, no tienen el monopolio de la corrupción, porque no tienen el monopolio de la política, ni mucho menos del poder. Creer que son sus inventores y sus únicos practicantes es un lapsus que deja libre de culpa a todos quienes, aunque menos pomposamente, también son tahúres del beneficio propio.
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