Probablemente sin pretenderlo, la escena pop independiente de la primera década de este siglo ya tiene su novela generacional. Y nadie sale bien parado de ella. Situada en Madrid entre 2006 y 2009, en los ambientes de clubes como el Nasti y en festivales como el Primavera Sound, FIB y Contempopránea, La entusiasta (Dosmanos, 2021) narra en primera persona el descenso a los infiernos -y, al tiempo, la eclosión hedonista- de una chica sin nombre que acaba de perder a su hermano y llega a la capital desde una aldea gallega para estudiar Comunicación Audiovisual.
Allí se va convirtiendo gradualmente en una grupi hasta encontrarse en una vorágine de relaciones sexuales abusivas, cocaína y cinismo. “El juego de aquel momento era altamente tóxico, principalmente porque no lo aparentaba. La escena reunía a un montón de gente burguesa, sin grandes preocupaciones para llegar a fin de mes, con una música que no trataba temas sociales y daba siempre vueltas a problemas románticos en los que se llevaba al extremo la relación hombre-mujer. Y luego el grado de consumo de drogas que había era tremendo. Si no conocías otras escenas te parecería normal, pero si te ibas a la metalera, la del hardcore o el punk, eran bastante más sanotas. Eso lo vi después y pensé: “¡Madre mía!” Resulta que la escena del indie, con todo este rollo multicolor y demás, era lo más tóxico, y también en el tipo de relaciones tan patriarcales”, explica su autora.
La entusiasta está firmada por Gala de Meira. En realidad, un seudónimo que nació con la idea de ocultar permanentemente la identidad de su verdadera creadora. Al poco tiempo, ella misma la desveló. Se trata de Cristina V. Miranda, una profesional de la comunicación que estuvo en el mismo centro de aquella escena (fue la directora del EnoFestival, pionero a la hora de fundir la música indie con la cultura del vino, y también escribió en publicaciones musicales como Mondosonoro y Punto H). “Desde fuera pensarás que qué ridículo, que esto es una estrategia de márketing, pero fue cero planeado”, afirma ella desde Santiago de Compostela, donde reside.
“Yo me tuve que inventar una historia para contar la verdad, pero no quería que fuera una autobiografía, sino retratar a alguien que no tuviese mucho que ver conmigo. Usé el seudónimo para tomar distancias con respecto a toda aquella escena, porque allí me dejé mucha víscera, muchas emociones. Pero cuando el libro ya estaba fuera, ya no era mío, me daba un poco de rabia no poseer yo esa parte de la historia. Había que reconocerlo. No decir que era yo significaba traicionar la voluntad de la novela, la de empoderarnos en una historia que tiene mucha roña y mucha suciedad pero que es la historia que hemos vivido”, confiesa a Vozpópuli.
Cocaína y sordidez
En la novela aparecen lugares y nombres de artistas reales (Guille Mostaza, Fran Nixon, Los Planetas…) con otros ficticios, pero inspirados en la realidad, con los que el lector puede divertirse mucho jugando a buscar parecidos razonables. La escritora quiere dejar claro que la novela no persigue alimentar el morbo ni juzgar a nadie. “Yo no era entonces consciente de esa sordidez ni quería recrearme en eso, fue a posteriori cuando me di cuenta de que esas cosas que me parecían normales eran sórdidas. Para mí lo más importante era mantener la voz de aquel momento, de una persona que se lo está pasando de puta madre, lo está viviendo todo por primera vez y que no está extrayendo conclusiones. No quería hacer un ensayo ni decir 'ñi ñi ñi ñi ñi', pero sí reflejar aquello tal y como era”, explica.
Enganchada a 'canciones de hombres egocéntricos convencidos de que la vida les debía algo', la protagonista decide hacer todo lo que necesitase para 'convertirme en la chica de las canciones'
Añade la autora que ambientó conscientemente la trama en los últimos años de la primera década de los dos mil porque ejemplifican el fin de una era. “Todo cambió después radicalmente por las redes sociales, el 15-M, la sororidad, el “me too”, que han transformado las relaciones de género en las escenas juveniles". Se puede entender que el clima social ha evolucionado de una manera que ha forzado también a los artistas a cambiar su imagen pública. “De hecho, una de las cosas que más me llaman la atención es que muchos de los músicos de aquella escena ahora son los más feministas”, apunta la escritora con retranca. “Las propias letras han cambiado. Yo adoro a Fran Nixon, pero escuchas ahora la de “Yo tengo 33 y tú eres casi una menor” y, hostia, yo no creo que eso se pudiese escribir ahora. Pero esas eran las canciones que nos volvían locas. Esto sucedía, la protagonista y sus amigas estaban en aquella vorágine, pero los artistas hacían también lo que hacían. Todavía no he visto a ningún músico echándose las manos a la cabeza por aquel indie tóxico, y estaría bien admitirlo por parte de todos”.
Recurrir a la carne
Asegura Miranda que la generación siguiente a la suya le ha abierto los ojos. “Nos han dado dos hostias en la cara y nos han dicho: “¡Espabilad, chavalas!, ¿qué estabais haciendo aquí? ¡Que os estaban tomando el pelo!”, pero en aquel momento no teníamos referentes en la cultura que consumíamos. El cómic Odio, de Peter Bagge, era uno de mis influjos adolescentes, pero si veías el retrato que hacía de las mujeres, Lisa era la que salía, la que estaba más del lado de los chicos, y la pintaban como una histérica, una borracha y una descontrolada. Te podías fiar más bien poco de ella, mientras que Valerie era la cuidadora, la redentora. En los libros de Kiko Amat, que es otra de mis mayores influencias, pasa lo mismo: los protagonistas son la pandilla de chicos y el rol de la chica es de salvadora. Al final tenías esas dos opciones, la de cuidar al tío que se ha podido permitir hacer lo que quiera e irse con quien sea, pero donde no había igualdad en absoluto era en la fiesta y en el error, y eso siempre me ha dado mucha rabia", explicaba.
¿El doble rasero? "No nos estaba permitido pasárnoslo bien dentro de la toxicidad. Podíamos beber y drogarnos, pero siempre manteniendo la compostura. De ahí el motivo de escribir la historia y decir: '¡Oye, soy yo!', porque noto que hay una gran intención de negación a mi alrededor, en las chicas que vivimos aquellas cosas y que ahora tenemos otra vida, y he visto que los hombres no necesitan negarse de esa manera, incluso se empoderan a través de la decadencia”.
Enganchada a “canciones de hombres egocéntricos convencidos de que la vida les debía algo”, la protagonista decide hacer “todo lo que necesitara para convertirme en la chica de las canciones”. La novela explica con complejidad y empatía el proceso que a una adolescente anónima de provincias le lleva a convertirse en una grupi. “Me interesaba hablar de este concepto, porque a la grupi local le falta ese brilli brilli de los iconos pop estadounidenses que hemos heredado”, apunta Miranda. “Yo quería darle a ella el papel protagonista y dignificarla, porque siempre me ha causado mucha rabia el menosprecio que se le ha dado a ese tipo de roles. La confusión -argumenta- creo que está en pensar que a la grupi le interesa el músico, pero lo que le obsesiona es la canción, y tu manera de relacionarte con el creador del tema al que has idealizado solo puede ser esa. Ella no siente que pueda tomar un café con ellos porque nunca la van a ver en un plano de igualdad, entonces recurre a la carne, la idea de poseerlos a ellos. Esa es una idea muy potente”.
La autora ha realizado ya varias presentaciones del libro en diferentes puntos de España. ¿Qué es lo que más le ha sorprendido de lo que le ha dicho el público? “Al principio mis amigos y yo nos preguntábamos si esto iba a interesar a alguien más que a los cuatro gatos que estábamos en esa escena. Encontrarme a gente de otros lugares y generaciones y que se sintieran identificados, sobre todo mujeres, no me lo esperaba para nada y para mí ha sido lo más bonito”, celebra.
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