Quien haya sido testigo de un concierto de Pascal Comelade seguro que no lo ha olvidado. Su presencia sobre un escenario no es nada previsible, ya sea por el uso de instrumentos de juguete, por la combinación heterodoxa de medio siglo de música popular o por la sensación que aquello es algo diferente. En cierto pasaje del documental describe su propuesta como “un parque de atracciones metafísico”. La expresión ayuda a hacerse una idea, aunque el placer es totalmente sensorial; de hecho, en un pasaje está tocando con su banda en el pueblo y explica que siempre le han gustado mucho las verbenas. Su actitud artística podría definirse como la de un vanguardista que ama la alegría popular. Quiere hacer “punk tranquilo y educado”, “bromas no inofensivas” y “muzak protopunk”. Algunos de sus conciertos se combinan con visuales en directo, por ejemplo dibujos que el legendario Max va creando al ritmo de la música.
Su nombre no sonará mucho al oyente medio, pero tiene una lista de colaboradores impresionante, que incluye a Miquel Barceló, Robert Wyatt, PJ Harvey, Jaume Sisa y Albert Pla. Algunos aparecen el documental Constelación Comelade, grabado a lo largo de tres años y dirigido por Luis Ortas Pau. Comelade siempre ha sido esquivo con la prensa, especialmente con la que lleva cámaras; considera que provocan que los artistas se vuelvan envarados y artificiales. Ahí reside gran parte del valor del documental , ya que en todo momento vemos al ser humano relajado, perdido entre sus canciones y cuadros, donde se mezclan The Cramps, Boris Vian, Daniel Johnston, Fellini y los Rolling Stones. Otra de las protagonistas de la película es Barcelona, en su versión más bohemia y cosmopolita, la de los cabarets clásicos y la explosión de la contracultura de los años setenta.
Una de las escenas clave llega cuando se esfuerza en explicar que él no es un esteta, que muchas veces le sale bonita pero que esa nunca es la intención última
El metraje es breve pero muy intenso. Una de las escenas clave llega cuando se esfuerza en explicar que él no es un esteta, que muchas veces le sale bonita pero que esa nunca es la intención última. Allí queda claro que no conecta con el ensimismamiento narcisista de gran parte de la música actual. También comparte que no tiene nada contra los músicos de conservatorio, pero que siempre ha sido incapaz de entenderse con ellos. Prefiere compartir escenario con un amigo sin oído musical como el poeta Enric Cassasés, a quien le puso pegatinas en un xilófono para que se apañara y poder estar juntos sobre el escenario (en ocasiones, Cassasés se encargaba del triángulo). “El origen del mal es la melodía”, dice la frase mítica de este documental. Max aporta el dato crucial de que a Comelade le encanta hacer chistes con su obra: tituló una pieza “El paseo de los esquizofrénicos” porque es un pasodoble.
Relación tortuosa
Como era de esperar, el trabajo no fue sencillo. Así lo explica el director, Luis Ortas Pau. “Mi intención era acercarme poco a poco y que tuviera la confianza suficiente para poder llegar a tener un filme intimista. La vida en los camerinos en el estudio en su taller de pintura, etcétera. Sin embargo el primer año ya se agobió de tenerme cerca con una cámara y me pidió un poco de espacio, eso significó replantear el proyecto y centrarme más en sus colaboradores, cosa que al final resultó muy enriquecedora, ya que entre todos pudieron hacer un retrato bastante fiel”, explica. Incluso recibió alguna sorpresa agradable. “En principio, puso el límite de que no saliera nada de su vida familiar: mujer, hija, madre… La respeté y al final fue él mismo quien pidió que saliera su hija, ya que había diseñado la portada de su último disco”, comparte.
"Tiene una obsesión por la repetición, no solo dentro de una estructura musical, si no con sus cuadros, y con las reinterpretaciones de los temas”, destaca el director.
Ortas tiene un relación profunda con la música de Comelade. “Soy seguidor suyo desde que tenía 13 años, ahora tengo 46 y durante todo este tiempo me ha acompañado su música que ha sido un motor de creación para mí. La he usado para hacer programas de radio, vídeos, cortometrajes… Conocerle para mi era conocer a uno de mis referentes en la forma de crear y en la forma de mostrar su arte”, confiesa. A pesar de todo ese bagaje previo, aprendió cosas nuevas. “Es una artista que todo lo que hace tiene una razón, aunque parezca que es casual. Todo está pensado y milimetrado y le ha dado un millón de vueltas antes de aceptarlo. Eso le pasa en la música y en la escritura. Luego tiene una obsesión por la repetición, no solo dentro de una estructura musical, si no con sus cuadros, y con las reinterpretaciones de los temas”, destaca.
Los viejos restos
Recuerdo una entrevista de hora y media en la cafetería del Círculo de Bellas Artes en 2011. Me costó arrancarle de la prueba de sonido y tardó un rato largo en sentirse cómodo, pero diría que luego se soltó. Me explicó que pensaba que su trabajo consistía en buscar la vida en las ruinas de nuestra civilización. Le marcó su juventud en los años setenta, una época en la que apenas había conciertos y muy pocos discos. “Mi primera cultura sonora es la música de las fiestas populares, la música de la calle, el cine y la radio”, recordaba. Sus gustos son “un plato combinado” de jazz, pop, rock, música de películas y música para bailar, pero el “ingrediente principal” es el rock and roll clásico, por ejemplo la crudeza de The Troggs. Los periodistas le solemos describir como ‘minimalista’ y ‘posmoderno’, pero él escapa sin dificultad de esas jaulas. “El concepto ‘posmoderno’ me parece estúpido. No quiere decir nada. Es un adjetivo esnob de los años ochenta. ¿Minimalista? La inmensa mayoría de la música del mundo es minimalista. De acuerdo, he hecho discos con un solo instrumento y piezas con apenas nada que duran diez segundos, eso puede llamarse minimalismo, pero yo hago música instrumental y ya está”.
La clave de su mirada es que se siente un anacronismo. “No soy un artista de los ochenta que, cuando tiene una idea o una necesidad, va en busca de las ayudas oficiales. Mi cultura es el rock and roll directo. Estoy en el 'underground', pero he tenido cierta notoriedad en algunos circuitos musicales distintos. Ahora hay miles de músicos que suenan idénticos. Utilizan el mismo ordenador, las mismas secuencias, la misma textura sonora. La música se ha vuelto demasiado uniforme”. Comelade siempre será necesario porque rompe la estandarización de la música popular. Esta fue mi respuesta favorita, que basta por sí sola basta para hacerse una idea de con quién hablamos. “Los hoteles de hoy, por ejemplo, están deshumanizados. Tienen una política de ‘diseño total’, lo mismo que los restaurantes. Todo está ordenado, todo es prefabricado, moderno o posmoderno. No tiene alma. Todo es igual en Hong Kong y en Madrid”, lamenta.
¿Qué solución nos queda? “Soy alguien que busca los viejos restos. Sólo me siento bien en sitios que son un poco ruinosos. Los restaurantes y los cafés de toda la vida. Es todo un bloque, una cultura, una manera de estar en la vida. Todo lo que tiene un aspecto frío, uniforme, deshumanizado no me interesa. Me hacen falta las ruinas. Necesito subrayar que esto no es ningún acto de nostalgia. Simplemente me siento mejor si me llevas a un restaurante de siempre. Hoy en Madrid fui a comer callos a un viejo café que no se parece a ningún otro. Sólo había viejos. Donde sólo hay viejos se come bien”, sintetizó con máxima lucidez.