Las actas de una cumbre del judaísmo internacional, celebrada a finales del siglo XIX, recogieron el proyecto de crear un “supergobierno universal” que sometiera a su control a todas las naciones del mundo: “Sus manos alcanzarán a todas partes, a manera de unas enormes tenazas, y su organización será tan colosal que ningún pueblo podrá evitar nuestro sometimiento”. Todo lo que acaba de leer es falso y pertenece a un libelo antisemita creado a finales del siglo XIX, utilizado por los nazis en su persecución a los judíos y cuyo hedor todavía se percibe en algunos discursos políticos actuales. En la era de la posverdad, Richard Evans, uno de los mayores expertos en el Tercer Reich, reflexiona en Hitler y las teorías de conspiración (Crítica) sobre varios de los bulos en torno al régimen nazi.
“El judío es el culpable”, gesticulaba hace unas semanas una joven falangista en Madrid mientras decenas de cerebros rapados asentían brazo en alto. Tal afirmación es la tesis básica de los conocidos como Protocolos de los sabios de Sion, un panfleto publicado a finales del XIX en la Rusia zarista con el objetivo de difundir la idea de una conspiración judía para controlar el mundo.
Sus páginas describen los "planes secretos" de los judíos para dominar el mundo mediante la manipulación de la economía, el control de los medios de comunicación, y el fomento de los conflictos religiosos. Se planteaba que la revolución Francesa, movimientos obreros como el socialismo, el anarquismo o hasta las ideas liberales eran inventos de los judíos para lograr este supuesto dominio global.
En la década de 1920, los protocolos se habían publicado en medio mundo y sus ideas habían calado en personalidades como el magnate automovilístico y ferviente antisemita Henry Ford: "La única afirmación que me gustaría hacer sobre los Protocolos es que encajan con lo que está sucediendo. Tienen 16 años y se han adaptado a la situación mundial hasta este momento", afirmaba el empresario en 1921.
A pesar de que el futuro dictador también citó a los protocolos en Mi lucha, Evans recalca que Hitler no era un teórico de la conspiración, a diferencia de Stalin que se veía rodeado de traidores y conjuras antisoviéticas que, en parte, explican el tamaño de las purgas de uno y otro régimen. El historiador resta importancia a los protocolos dentro del ideario nazi y no los considera un puntal del plan genocida. La cúpula del Tercer Reich los veía como un ejemplo más de lo que ellos ya sostenían, e influyó en ellos de una manera indirecta. Para Hitler eran una afirmación más del "instinto judío", una especie de tendencia conductual que predisponía a los miembros de esta "raza" a la conspiración.
Incendio del Reichstag: doble conspiración
La comodidad que aporta la simpleza del pensamiento conspiranoico es la misma en los tiempos de la pandemia que en el auge de los totalitarismos europeos. El señalamiento a un grupo étnico o a una facción política sirven para explicar fácilmente tanto un virus mundial como la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, la leyenda de la puñalada por la espalda que explica Evans. También lo hace con el esperpéntico vuelo que Rudolf Hess, uno de los hombres más cercanos al dictador, que en 1941 viajó hasta Escocia para tratar de conseguir por su cuenta una paz con los británicos.
Las mentes conspiranoicas tampoco asumen que un hecho traumático como un magnicidio o un gran atentado sea cometido por una sola persona. Detrás debe existir una enmarañada red con un minucioso y elaborado plan. En ocasiones la realidad es mucho más sencilla, y en la quema del Reichstag, la tea incendiaria la portó un solo hombre, el izquierdista neerlandés Marinus van der Lubbe, según sostienen la mayoría de los historiadores.
Para los nazis, que llevaban en el poder menos de un mes, el incendio del parlamento alemán solo podía corresponder a un complot comunista, previo a un golpe de Estado. El régimen lo utilizó como pretexto para recortar las libertades civiles, encerrar a centenares de comunistas en los primeros campos de concentración hitlerianos y para socavar la democracia alemana enfilando el camino a una dictadura.
Por otro lado, los comunistas tampoco tardaron en considerar el incendio una operación de falsa bandera creada desde la cancillería para justificar la persecución a los comunistas, versión avivada periódicamente por algún pope de la izquierda tuitera española.
La hipótesis de un incendio generado por los nazis reúne varias características de las teorías conspirativas: la presunción de que un hecho de una gran relevancia política ha debido ser minuciosamente planeado, y se descarta cualquier condición azarosa del mismo; la negativa de aceptar que tal acontecimiento haya sido provocado por un ser anónimo; o la creencia de que si alguien se beneficia de un hecho, tiene que haberlo causado.
Como señala Evans, la quema del Reichstag podría no haber sido el evento cataclísmico para arrancar el desmantelamiento de la democracia con la instauración del estado de emergencia y la detención de comunistas y socialdemócratas. Es muy probable, y el régimen dio otras muestras de ello, que los nazis hubieran encontrado cualquier excusa para comenzar la persecución de sus rivales políticos.
¿Hitler escapó a Argentina?
Junto a la conspiración judía mundial, y el negacionismo del Holocausto, la huída del dictador es uno de los bulos que más vivo ha estado. Solo en las dos décadas del siglo XXI, han aparecido más publicaciones sobre este asunto que durante la segunda mitad del siglo XX.
La idea de un Hitler fugado fue reforzada por el propio Stalin con la intención de tratar con dureza al pueblo alemán. Así, el führer fue visto en Indonesia, Colombia, en un monasterio tibetano, en una prisión de los Urales, o en Arabia Saudí. Fugas con escala en España y a través de submarinos o helicópteros en las que siempre predominó la escapada a Argentina.
Estas teorías no siempre han sido inocentes fantasías, el investigador Donald M. McKale (Hitler: The Survival Myth) advertía de una “nueva mitología” que se apoya en estas fugas para reforzar la imagen del dictador como un ser cuasi divino capaz de sobreponerse a todos los enemigos, siendo más astuto que nadie y venciendo a la propia historia.
Disfrazados de investigaciones históricas, Evans repasa decenas de libros, películas y “documentales” de productoras como History Channel, que han dado pábulo durante las últimas décadas al mito de la supervivencia de Hitler. Obras sin rigor científico que abusan de rumores, verbos en condicional, y supuestos avistamientos que transforman al genocida en un nuevo yeti.