Algunos derechistas disertan profusamente sobre la necesidad de librar la guerra cultural. Argumentan que la izquierda impone desvergonzadamente su agenda ―no me tengan en cuenta el término "agenda"; me limito a expresarme como se expresaría el guerrero cultural de turno― y que, por tanto, ellos, nosotros, hemos de pugnar por imponer también la propia. Hemos de defendernos del filo de su espada desenvainando la nuestra y de los disparos de su rifle empuñando el nuestro. Y yo entiendo la idea, por supuesto ―¿cómo aguardar impertérritos el momento en que una de las acometidas del enemigo nos noquee?―, pero no puedo compartirla. Primero, porque me resisto a creer que haya que librar guerra alguna contra un compatriota y, segundo, porque obsesionarnos con la batalla cultural es el mejor modo de hacernos insensibles a la verdad que nuestro corazón anhela.
Los medievales dicen que la verdad es la adecuación del intelecto a la cosa, lo cual equivale a decir ―es un modo más sofisticado, quizá más preciso, de hacerlo― que designamos con el término "verdad" la correspondencia entre realidad y pensamiento. Esta definición implica, claro, que las tesis escépticas son falsas. Gorgias, el más egregio de los escépticos, asevera que de existir la verdad, que no existe, sería incognoscible, y que de ser cognoscible, que por supuesto no lo es, sería incomunicable. Los medievales niegan la mayor y afirman que la verdad existe, naturalmente, y que además hay filósofos que pueden conocerla y aedos que pueden cantarla.
Pero hay una segunda implicación, una notablemente más importante para la cuestión que nos ocupa. Que sea el intelecto el que se adecua a la cosa y no al revés contradice la sospecha idealista de que la verdad es una creación de cada quien. La verdad, objetan los medievales y con ellos nosotros, no es una creación, sino un descubrimiento. No se construye; se halla en las cosas, tras los pliegues de su superficie, más allá de los recovecos de su dermis. El diente de león esconde una verdad que interpela a todo aquél que se detiene a contemplarlo y, arrobado, bendice su belleza.
Batalla cultural y autocrítica
Precisamente porque la verdad no está en nosotros, que sólo la descubrimos, sino en las cosas, que la guardan con celo hasta que se presenta ante ellas un alma digna de conocerla, no podemos concebirla como una propiedad. Más que eso, es un don que se nos entrega misteriosamente, sin nosotros merecerlo del todo. Nuestro acceso a ella es siempre parcial y fragmentario. Ni siquiera el mayor de los sabios puede agotar la verdad de un ser tan simple como el gorrión. Es más, ni siquiera todos los hombres que han habitado y habitarán la tierra, ni siquiera todos ellos unidos en un esfuerzo común, pueden agotar la verdad de un ser tan insultantemente simple como el gorrión. Siempre habrá una dimensión de su verdad a la que nuestros ojos serán penosamente ciegos, un ámbito de su naturaleza que, huidizo, juegue al escondite con nuestro intelecto.
El ecologista, con su histrionismo de salón y sus discursos apocalípticos, nos recuerda que no podemos vivir como si fuésemos la última generación que va a habitar la tierra
Alguien podría pensar que este artículo es todo él un circunloquio y yo me defenderé diciendo que sólo lo es en apariencia. De la idea de que nuestro acceso a la verdad es siempre limitado se deduce otra más relevante. Hay aspectos de la verdad que, ocultándosenos a nosotros, se les desvelan a otros. Incluso la persona a la que juzgamos contumazmente equivocada, ésa a la que le hemos declarado la guerra cultural, puede descubrirnos una verdad que para nosotros permanecía vedada. El activista LGTB, con su sentimentalismo de chicha y nabo, con esa inclinación a verter riadas de almíbar sobre todas sus opiniones, nos enseña la verdad de que el gay, el travestido, el transexual es, antes que eso, una persona a cuyo drama no podemos responder con ideología sino con caridad. El ecologista, con su histrionismo de salón y sus discursos apocalípticos, nos recuerda que no podemos vivir como si fuésemos la última generación que va a habitar la tierra. El socialista, con sus apelaciones a la revolución y sus proclamas contra la plutocracia, evoca el mandato evangélico de desvivirnos por los humildes y de procurar incansablemente su bien.
Cuando aceptamos que nuestro conocimiento es fatalmente limitado, que hay aspectos de la verdad que a nosotros se nos ocultan y a otros se les desvelan, nuestra percepción de la batalla cultural cambia. Ya no nos concebiremos a nosotros mismos como seres resplandecientes que deben iluminar a quienes vagan en tinieblas ni como guerreros que deben someter a quienes esparcen el error por doquier, sino como hombres que, por vulnerables, están necesitados de otros hombres. Ya no consideraremos al discrepante como un rival a batir, qué va, sino como la feliz condición para que nosotros alcancemos esa verdad por la que las nuestras entrañas suspiran.
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