Scott Timberg cumplió cincuenta años el invierno pasado. Vivía en Los Ángeles, una de las ciudades más ricas y vibrantes del planeta. Como explica una columna de Hughes, con máxima elegancia, las cosas le iban bien -amigos, familia, trabajo…- hasta que el diario Los Ángeles Times decidió prescindir de sus servicios como crítico cultural. Desde entonces, Timberg tenía que escribir sobre la ciudad viviendo fuera de ella, mientras su calificación para créditos se desmoronaba y vivía al límite cada mes.
La historia termina mal, con el protagonista suicidándose. Además tiene el morbo añadido de que hablamos del autor de Culture Clash: The Killing of the Creative Class (Yale University Press, 2015), un ensayo que explica cómo el sector de la cultura se ha ido desmoronando en los últimos años, separando a sus integrantes entre millones precarios y unos pocos multimillonarios. Podemos decir que Timber escribió su propio epitafio en forma de libro.
La historia de Timberg está llena de situaciones reveladoras. Por ejemplo, el banco amenazaba con demandarle para recuperar su casa por los impagos, cuando a él le había despedido precisamente el nuevo dueño del LA Times, un poderoso magnate inmobiliario. Por no hablar de otro efecto muy perverso: Los Ángeles disparaba el precio de sus viviendas precisamente por su rica vida cultural, mientras la gentrificación expulsaba a quienes la defendían, construían y explicaban de manera cotidiana.
El descarte de los críticos culturales es solo el síntoma extremo de un cambio mayor, que podemos observar si prestamos atención.
La batalla no era muy distinta en Europa, donde murió el periodista musical británico de origen nigeriano Dele Fadele, víctima del alcoholismo y la precariedad. Destacó en los años noventa por sus valientes reportajes, donde narraba la potencia de los raperos Public Enemy, el racismo de la estrella pop Morrissey o la intensidad existencialista de Joy Division. Cuando The Guardian publicó su obituario este año, aclaraban que Fadele llevaba dos años muerto pero que su entorno laboral no se había enterado hasta 2020.
Cultura y política
No son excepciones: Mark Fisher, uno de los críticos más citados sobre cultura popular actual, también terminó por suicidarse en 2017. Fue víctima de la depresión, pero también de la ansiedad que le producía el deterioro de la sociedad, carcomida por el consumismo y la adicción a las chucherías tecnológicas. Esto respondía en 2016 a la revista El Estado Mental: “No hace falta decir que la cultura es importante. Pero gran parte de la izquierda organizada todavía pasa por alto el poder de la cultura, la forma en que las luchas hegemónicas no sólo pueden ser combatidas en una arena política estrecha, sino en términos de lo que la gente consume, lo que escucha, las identificaciones que forman y demás. Pero también hace falta decir que una lucha que se lleve a cabo sólo en el ámbito cultural no obtendrá mucha tracción. Al mismo tiempo, sin embargo, la propia oposición entre ‘la cultura’ y ‘la política’ no es especialmente útil. Es mejor decir que la cultura empapa la política: ¿Qué política podría decirse que tiene lugar fuera de la cultura?”, argumentaba.
Parece que nos estuvieran preparando un mundo donde la imagen fuese más importante que la escritura
La respuesta anterior puede sonar algo abstracta, así que la bajaremos a la tierra. En el vídeo que compartimos más abajo, Fisher critica el mito de que demasiada estabilidad laboral convierte a los trabajadores en seres perezosos y complacientes: "Ahora parece que si quitamos la seguridad social a un tipo emergerá el manatial de su creatividad. Lo que ocurre si quitamos la seguridad a la gente es lo que me pasó a mí cuando era autónomo: toda tu energía creativa se va pensando en cómo puedes ganar dinero", recordaba. Habla de un problema que afecta de manera masiva al sector cultural, mucho más tras la pandemia. La situación no tiene pinta de mejorar.
https://youtube.com/watch?v=5iwKOjwsECE%3Fstart%3D48
No estamos hablando solo de la muerte por asfixia de un sector laboral. El descarte de los críticos culturales es solo el síntoma extremo de un cambio mayor, que podemos observar si prestamos atención. ¿Se han fijado, por ejemplo, en que las cajas registradoras de ciertas cadenas de comida rápida ya no ponen en sus teclas los nombres de los platos, sino dibujitos de una hamburguesa, un batido o unas patatas fritas? En parte se trata de agilizar la gestión, pero también de que un empleado analfabeto pueda trabajar sin problemas para la marca. Es el mismo principio que maneja el metro de Ciudad de México, donde a cada estación se le asigna un icono, que permite a gente sin estudios primarios orientarse en toda la red.
En los últimos tiempos, habrán notado también que cuando hacemos una búsqueda un Google lo primero que nos sale destacado son los vídeos sobre el asunto y después los enlaces con textos explicativos (antes era al revés). Inmersos en la fiebre por el progreso permanente, parece que nos estuvieran preparando un mundo donde la imagen fuese más importante que la escritura. ¿Por qué leer un ensayo, incluso uno cortito y masticable como los que se llevan ahora, cuando podemos enterarnos de lo básico con un tutorial o una charla TED? Los amagos para suprimir o reducir la asignatura de Filosofía reman en la misma dirección.
La situación en España
Hemos expuesto suficientes ejemplos, pero quizá falta alguno relacionado con nuestro país. No cuesta encontrarlos cada día: el último de ellos, que expliqué en un articulo de Vozpópuli, tiene que ver con el contraste entre las horas de televisión que se dedicaron a Rafael Amargo por la acusación de tráfico de drogas y el hecho de que hace años no tengamos un programa de flamenco en ninguna de nuestras televisiones. ¿Aspiramos a una sociedad inculta y hambrienta de cotilleos? Otro ejemplo evidente es el famoso faro pintado por Okuda, iniciativa de Miguel Ángel Revilla que expone muy crudamente la concepción del arte que tienen nuestros políticos: un recurso pueril cuya función es atraer turistas adictos al selfie. La adjudicación, por supuesto, se hizo sin que interviniese ningún experto en arte (hace décadas que los festivales culturales veraniegos dependen de las concejalías de turismo en vez de las de cultura).
¿Para qué sirve un experto en cultura? ¿Mejoran nuestra vida en algún aspecto? ¿No estaríamos mejor sin ellos? Realmente soy la peor persona para responder a estas preguntas. No solo porque me encuentro entre los pocos que sigue trabajando en este sector zombi, sino porque algunas de las horas más felices de mi vida las he pasado leyendo crítica cultural firmada por autores admirables como Terry Eagleton, Pier Paolo Pasolini, Barbara Ehrenreich, G.K. Chesterton, Edward Said, Stuart Hall y Alberto Santamaría, entre otros. No tengo dudas de que sus textos han contribuido a mejorar mis enfoques y decisiones vitales, como las de muchos otros.
Como no puedo aportar mucho más, me limito a pedir que el golpe de gracia al gremio se ejecute de una manera digna y no exenta de sentido del humor, al estilo del famoso panfleto Una modesta proposición, firmado por Jonathan Swift y publicado en 1729. El escritor satírico irlandés proponía resolver el hambre en Irlanda vendiendo los niños de familias pobres a las clases altas para que se los comieran. Aunque muchos de nosotros seamos ya carne dura, quizá sirvamos para hacer embutido. Parece la única utilidad indiscutible que podemos ofrecer en 2020. Feliz Navidad a todos.
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