Daniele Mazet-Delpeuch fue la mujer más importante del Elíseo en la década de los noventa; de ella dependían los fogones de la sede de la presidencia de la República Francesa. La contrató el propio François Mitterrand -un gastrónomo empedernido- para que fuera ella quien decidiera qué debía guisarse en el palacio del número 55 de la calle Faubourg Saint-Honoré de París.
Una mujer del campo, del suroeste de Francia, Mazet-Delpeuch nació en Périgord, un lugar conocido y apreciado por sus trufas; “los diamantes negros” les llaman a esas en particular. Era justamente esa variedad la que volvía loco a Mitterrand, quien era capaz de salir del despacho presidencial y bajar a la cocina para comerse una tostada con aceite y trufa laminada entre largos y profundos suspiros. Así lo relata ella en su libro Carnets de cuisine du Périgord à l'Elysée, escrito por Delpeuch en 1994, dos años después de dejar el Elíseo.
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Fue justamente la figura de Daniele Mazet-Delpeuch la que inspiró a Christian Vincent para rodar la película La cocinera del presidente (Les saveurs du palais), una magnífica cinta estrenada en 2013 y que se proyectará el jueves 2 de octubre, a las 20.00 horas, en el Instituto Francés de Madrid (Marqués de la Ensenada, 12), justamente en ocasión la Semana de la Gastronomía Francesa, una fiesta que se celebra por cuarta edición en distintas ciudades del mundo y que este año inaugura su programa en Madrid.
Protagonizada por Catherine Frot y Jean d'Ormesson en los papeles de Delpeuch y Mitterrand, da cuenta de los dos años que Delpeuch pasó junto al hombre que más tiempo fue presidente de la República Francesa, de 1981 a 1996. Su relación comenzó cuando ella, al comienzo encargada de una cocina más restringida, debió pedirle a Mitterrand que interviniese para suavizar la relación de sus fogones con los de la cocina central del palacio, que se encargaba de la comida del personal.
De ahí en adelante, comenzó una bella amistad entre un hombre -acaso cansado y ya enfermo- que parecía encontrar en la cocina de Delpeuch los enclaves de la infancia, las sopas remotas de grandes calderos que el mismo Mitterand ansiaba. “Hágame la cocina de mi abuela”, le pidió a su cocinera. Y eso hizo ella.
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