“En los últimos días, científicos de la School of Plant Sciences de la Universidad de Tel Aviv han anunciado que han grabado con micrófonos especiales sensibles a los ultrasonidos los gritos de dolor que emiten las plantas cuando las cortan o cuando les falta agua. En Gaza no hay micrófonos.” Giorgio Agamben
López Obrador es un oscuro populista, peligroso para la transparencia democrática. Corbyn, antisemita. Xi Jinping y Maduro, unos dictadores. Erdogan, al-Ásad y Putin, déspotas y asesinos. Dentro de esta incesante campaña de incriminación de la humanidad exterior a nuestro "jardín", proclamada por unas democracias cada día más normativas, Palestina parece sólo el epítome, la metáfora colectiva de nuestro odio al otro. Esto explica tanto su aura de emblemática resistencia en algunas minorías sensibles, como que, a pesar de eventuales brotes de indignación, las democracias consientan en masa el genocidio que allí se está ejecutando. Si cierto humanitarismo residual pide una pausa es en cuanto a la proporción, la intensidad y las formas visibles de la carnicería militar en la Franja. Y porque además el pacto implícito, en unas matanzas que se han vuelto vitales, es que la sangre no corra a la vista. Mejor fuera de campo, como en las "penas de telediario" y la caza del hombre que cotidianamente emprenden los medios.
Bajo esta hipocresía, cualquier civilización sigue siendo también un documento de barbarie. Que sepamos, los colonos canadienses, australianos o estadounidenses no han tenido que rendir cuentas a nadie. Se trataba de desalojar a las pueblos nativos a cualquier precio. Que se exterminasen a tiros o fueran enviados a reservas infestadas de alcohol letal era un detalle secundario. La misma impunidad vale para la lluvia de fuego sobre Dresde. Y para unas bombas atómicas que, en Hiroshima y Nagasaki, fueron arrojadas por la nación elegida más peligrosa del mundo. El desprecio del otro es la regla de nuestra historia. Hitler denominaba sub-humanos (Untermensch) a gitanos, judíos y eslavos, igual que Netanyahu llama "animales inhumanos" no sólo a Hamas, sino a los palestinos que se rebelan en armas contra la esclavitud. El genocidio es la norma en el surgimiento de las grandes naciones. Y precisamente esta ley es redoblada sin ambages cuando se puede ejercer sobre lo que se han llamado "pueblos sin historia". La propia carta de Marx (1853) sobre la conquista británica de la India es de un cinismo despiadado.
Cultura y genocidios
La izquierda hegemónica que, salvo honrosas excepciones, ha consentido la hecatombe de Gaza, colabora con el capitalismo en un genocidio a cámara lenta de todo lo que sea natal y arraigado en las poblaciones. No es un capricho que un padre joven, después de votar siempre a los socialistas, tenga que decir: "Lo han conseguido. Nuestros hijos no tienen hijos, no tienen religión, no tienen patria ni sexo". Aunque este hombre exagere, parece indudable que el desarraigo es el eje de un sistema que ya puede funcionar con cualquier ideología. La única condición es lograr apartarse, elevarse. Precisamente el atractivo de Israel, para tantos intelectuales, es la de un apartheid democrático y además justificado espiritualmente, pues tal separación vendría de la justicia otorgada por una larga persecución. Así pues, se trata de una opulenta elevación por fin impune, libre de sospecha y absuelta por un pasado de víctimas únicas, como dice el periodista judío Gideon Levy. Esto es lo más perverso, que las nuevas víctimas sean invisibles y su sangre se derrame a bajo coste. Hace poco un bárbaro wasp decía: "Realmente, ¿se pueden suponer civiles palestinos inocentes? ¿Lo haríamos con los nazis?". Cómo tiene que estar el presente para que un funcionario tibio como Guterres, o una estrella radiante tipo A. Jolie, tengan que recordar lo que los líderes europeos no dicen ni con la boca pequeña: que una cárcel gigantesca en régimen abierto se ha transformando en una tumba colectiva. Los niños y las mujeres primero.
Si hoy el progresismo quisiera recuperar cierta intransigencia existencial, abandonando la connivencia con un holocausto a fuego lento que es el eje del capitalismo, tendría que recuperar valores populares que hace tiempo la izquierda asocia a los conservadores
La propia autoridad moral del judaísmo semeja haber llegado a término al convertir la tierra prometida en una conquista sangrienta que se instala aplastando a los otros. La eliminación de la alteridad es la aspiración que anima el narcisismo que dirige a los que se sienten elegidos. Es normal que algunas minorías judías protesten ante este festín caníbal de los últimos colonos. Hamas, que antes de la financiación sionista fue una simple organización caritativa, es la disculpa para blanquear la violencia apocalíptica contra los nuevos "judíos de los judíos". Igual que, salvando las distancias, Franco o Vox son la cortina de humo que justifica la entrega de la socialdemocracia española a la disolución que nos impone el capitalismo europeo. A algunos nos encantaron las tajantes declaraciones de Belarra. Ahora bien, ¿no son parte de una campaña electoral encubierta en la que Podemos puede y debe desmarcarse de Sumar y de Sánchez? De hecho, igual que en la publicidad, enseguida los niños destrozados se mezclaron con los cómodos mantras partidistas del abuso sexual en la Iglesia y la obsolescencia de la monarquía.
Al margen de una tregua provisional que sólo va a servir para ordenar los cadáveres, a Israel sólo podría pararlo sufrir miles de bajas en sus tropas. Como es sabido, eso no va a ocurrir. Al apoyo incondicional de los elegidos de "América" y la tradicional parálisis de la ONU, se une la tibieza de China y Rusia, de Turquía o Irán. En cuanto a Palestina, todo el mundo querría mirar para otro lado, incluidos unos regímenes árabes comprometidos hasta la médula con el modelo de apartheid capitalista que tiene en el estado de Israel su vanguardia minuciosamente construida.
La impunidad de ese Estado es la de los elegidos por el poder mundial. Es el terror, también en la acusación indiscriminada de "antisemitismo", de los que han salido victoriosos y pueden reescribir la historia. Más aún si esta viene investida con el halo intocable de los que antes han sido víctimas absolutas. La poca gente que resiste a toda esta infamia es gracias a ser fiel a una rabia humanista que, sin necesidad de ideología, ha sido extirpada en el conductismo político de derecha e izquierda. Lo asombroso no es que Almeida, en plena masacre infantil, rinda homenaje al estado de Israel. Lo llamativo es que Juan Manuel de Prada, por no hablar de Teresa Aranguren o Rafael Poch, hayan sido mucho más tajantes que Yolanda Díaz ante el intento de borrar a Palestina del mapa. Es Bolivia quien rompe relaciones diplomáticas con Israel, no Argentina, Brasil o España.
Hoy en día sólo algunos versos sueltos están libres del sistema de reparto que impera en el orden político. El propio Mark Fisher, tan venerado en medios alternativos, ya abogaba por abandonar las viejas causas de la izquierda y centrarse en las rarezas que adornan el capitalismo. No resulta fácil ser optimista. Si hoy el progresismo quisiera recuperar cierta intransigencia existencial, abandonando la connivencia con un holocausto a fuego lento que es el eje del capitalismo, tendría que recuperar valores populares que hace tiempo la izquierda asocia a los conservadores. Es urgente una nueva alianza de distintas voluntades de resistencia, pero esta no va a venir de una corrupción política implicada hasta la médula en nuestra flexibilidad cadavérica y la gestión de sus restos.
Ignacio Castro Rey es filósofo.
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