Las personas suelen sentirse intimidadas por las pilas de libros. Así, unos sobre otros, en combadas estanterías o plantados como una torre en cualquier parte de una casa, suelen despertar siempre la misma pregunta: ¿Los has leído todos? Ese reproche tácito, camuflado bajo la impostación del asombro de quien olisquea una rara enfermedad. Y sí. Hay algo de patológico, melancólico. Porque el libro es, a su manera, una fotografía de quien fuimos leyéndolo. Conservan un olor. Dentro de sus páginas se pierden –y se encuentran- una fotografía, una entrada al cine de cuando nos quisimos mucho, la factura de un café en una ciudad lejana, las notas al margen que ahora delatan a un lector joven e impresionable.
Pero si hay algo poderoso de un libro, además de su historia –de lo que en él está escrito-, es lo que su condición de objeto evoca. El libro captura a quien lo eligió; ese instante y no otro. Tapa blanda –cuando no había dinero para otra cosa- o dura –a veces toca un capricho-. Portada de solapa o de piel. De bolsillo o edición especial. Una primera edición rescatada de un mercadillo o pagada, a lo bestia, al librero anticuario. El libro como artefacto. Esa soga larga que une al lector que fuimos con el que somos somos ahora. ¿Quién no recuerda la rayuela de tiza que ilustra la primera edición que hizo Sudamericana de la novela de Cortázar? Es como un tierno rebrote de acné en el alma de aquellos a quienes La Maga ya no dice lo mismo, por no decir nada. Suele darse cuenta uno de estas cosas, de pie, ante la estantería, sosteniendo un volumen, detallándolo como quien mira la fotocopia gastada de uno mismo.
Sellos como Gallimard, Einaudi, Penguin… se han destacado por dotar de significado una portada. El diseño es, en sí mismo, un reclamo: comercial, ideológico, estético. Un mismo libro, según la cubierta, tira para un lado o para otro. Ocurre con La naranja mecánica. Burgess la publicó en 1962. Diez años después –ya Kubrick había hecho la película- David Pelham creó la portada con el famoso ojo -mitad tuerca, mitad insecto- que caracteriza a su protagonista, Alex. Sin embargo, otra edición de Peguin que muestra tan solo un vaso de leche resulta acaso mucho más violenta. Algo parecido sucede con 1984, de George Orwell. La portada de su primera edición, de 1949, en nada tiene que ver con las versiones sucesivas que se han hecho de ella, la más reciente la del colectivo de diseño Adronauts. En ella el gran hermano nos mira, potentemente, a través de dos ojos que son apenas ranuras, comillas, acaso comas. También eléctricos, los que miran al lector en la edición de El gran Gatsby, de 1925; los dibujó de Francis Cugat.
Y es que de primeras ediciones míticas hay material para una enciclopedia. Por ejemplo, la portada de la primera edición de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, realizada por Joe Pernaciaro and Joseph Mugnaini. Con Moby Dick puede el lector darse un banquete: la preciosa cubierta ilustrada por Rockwell Kent y publicada por Random House en 1930 o la tapa diseñada por Tom Neely para la segunda edición. Si hay un nombre indispensable para hablar de las mejores cubiertas de libros, esa es Alianza Editorial. Y detrás de ella, el diseñador Daniel Gil, al que figuras como Alberto Corazón reconocen como un maestro. Gil comenzó a trabajar en Alianza en 1965. Abandonó el sello en 1989. En todo ese tiempo, cuenta Javier Pradera, entonces director de Alianza, Gil consiguió atrapar el espíritu de renovación de aquellos años y llevarlo a los escaparates. Diseñó más cuatro mil cubiertas. El catálogo de Alianza era lo suficientemente interdisciplinario como para que Gil tuviese que enfrentarse, por igual, a un poemario que un libro de matemática. Y lo hizo. El Libro de Bolsillo como objeto de diseño y de consumo está asociado a su nombre.
Una educación sentimental completa no puede prescindir de ciertas ediciones y portadas. Algunas eran simples, acaso demasiado sobrias, pero refulgían con colores eléctricos, como la colección de bolsillo Club Bruguera. A sangre fría, Trópico de Cáncer, La Colmena, Si te dicen que caí, El siglo de las luces o El otoño del patriarca todavía se conservan en las bibliotecas de muchas casas. Y qué decir de los libros de García Márquez -espartanos, pero hermosos- editados por Oveja Negra, de Norma o la Biblioteca Básica Salvat, cuyos volúmenes hoy, comidos por la polilla, conservan ese naranja raro y magnífico de todas las primeras veces: El flush, de Virginia Woolf; El jugador, de Dostoievski... Las estilizadas portadas de Lumen, pero las de hace unos años, aquellas color tierra con tipografía negra. Acaso también la bellísima colección Austral, con aquella trama en off-set que igual vestía Los pequeños poemas en prosa de Carlos -que no Charles- Baudelaire o las Luces de bohemia, de Valle Inclán.
La editorial Penguin es otra referencia fundamental. Recientemente, el director artístico Paul Buckley se encargó de una colección completamente novedosa. Convocó a ilustradores como la joven neoyorquina Jillian Tamaki . Con su raro estilo aniñado, Tamaki ilustró, entre otros, El mago de Oz. Algo perverso e infantil hay en esos libros. Los hay más radicales, como el caso del artista Richard Tuttle, quien ha realizado una serie de diseño. Son libros que, en lugar de leer, habría que exhibir. Al El cuervo, de Edgar Allan Poe, le ha puesto alas; en Rebelión en la granja hay la huella de la pezuña de un cerdo en la portada. El guardián entre el centeno tiene directamente la forma de un diario adolescente, Las uvas de la ira es un maletín. Suya es también la portada de Farenheit 451 que añadió una cerilla a la cubierta. No son, ni mucho menos, libros al alcance de todo el mundo. Las piezas de Tuttle son tan exclusivas que solo pueden comprarse en Franklin Books.
Existen varios proyectos culturales que buscan no sólo desenterrar las mejores portadas. Sino también repensarlas, rehacerlas. Recovering the classics es uno de ellos -lo hemos conseguido gracias a los bibliófilos de La Piedra de Sísifo, quienes se atrevieron con las perores portadas-. Este proyecto de Creative Action Network recopila obras cuyos derechos de autor han expirado y rediseña ediciones que respondan al lema “todo buen libro necesita una buena cubierta”. Hay portadas realmente magníficas, como la que dedica Steve St. Pierre a Drácula: una cubierta completamente en blanco en la que St. Pierre estampa dos puntitos, el rastro de una mordida sobre el pálido objeto. Existen otros como The Book Cover Archive, que contienen también ediciones interesantes, mayormente de literatura anglosajona y en la que se incluyen sin embargo portada sde obras de Bolaño. Pero no nos engañemos, para Detectives salvajes, los de Anagrama.
Pretender exhaustividad. Mencionar todas las portadas es, sencillamente, imposible. Neurótico y bastante pretencioso. Habría que hablar de la Salomé de Wilde hecha por Audrey Beardsley. También del Ulises Ilustrado, una edición homenaje a James Joyce en el cincuentenario de su muerte a cargo de Eduardo Arroyo y Julián Ríos. La edición ilustrada de La Eneida que hizo el inglés Wal Paget, traducida en prosa castellana por Eugenio de Ochoa. También A Toute Epreuve, de Paul Eluard, ilustrado por Joan Miro y publicado por George Braziller, en 1984. Y así como hablamos de antigüedades exquisitas, hay que hablar de novedades espectaculares, como la portada que eligió Seix Barral para ilustrar Ha vuelto, de Timur Vermer, con ese siniestro flequillo sugerido apenas con una silueta. O acaso la magnífica cubierta de la edición que la Academia de la Lengua hizo de La Ciudad y los perros –Premio Biblioteca Breve, valga decir-.
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