Su nombre es inmenso, sonoro e infalible como un balazo. No en vano eligió un fogonazo –pistola de plata en la sien- para silenciar con pólvora el amor no correspondido de Dolores Armijo o, quizá, en el fondo, muy en el fondo, el despecho de una voz literaria que él creía ronca. Mariano José Larra, un personaje excesivo y expansivo, y sin embargo dueño de una menuda figura, al menos eso parece al inspeccionar una de sus levitas, la que se exhibe en el Museo del Romanticismo de Madrid.
Aquella fue la prenda emblemática de su guardarropa; y del siglo. Donada (junto con otros documentos y objetos personales), por Jesús Miranda de Larra, descendiente del autor, la levita se exhibe -entallada en la percha de la añoranza o la deuda- hasta el 30 de abril, en la sala XXI (Dormitorio masculino). Convendría apurar el paso y poner pies en polvorosa hasta el número 13 de la calle San Mateo, pues queda apenas día y medio para verla. Al contemplarla – acercándose y alejándose- es posible distinguir en ella algo perturbador y entrañable. Parece que flota, que invita fantasmagórica, a ser robada. Y quien la contemple probablemente deseará probársela y salir corriendo, acaso buscando en el trapo de Larra algo de fortuna literaria.
Romántico, liberal y dandi –así lo bautizó Umbral- en el Madrid de los últimos años del absolutismo, Larra atravesaba salones y tertulias con su elegante y afrancesado proceder –se crió los primeros años de su vida en París-. Pero si su guardarropa delataba cosmopolitismo, sus preocupaciones estaban enraizadas en una tierra, España, que como él, iba rumbo al descalabro. Para muestra, el botón de... ¿una levita?
"Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los despojados?”, escribió en la que ha sido una de sus más citadas evocaciones.
Acaso filtrado por la mirada pesimista de la Generación del 98, Mariano José de Larra permanece hoy como una figura tan lúcida como castigada. Sí, por una España a la que dedicó páginas y páginas de la más aguda reflexión y que sin embargo hizo con él lo que un desamor. Ya se sabe que todo afecto sin respuesta calienta la sangre hasta evaporarla. Largo desagüe... que todo lo licúa.
Ya fuese como Fígaro o El Pobrecito Hablador, Larra convirtió la crítica literaria en fértil escaparate colectivo. Hizo poesía y también teatro, del que forma parte su drama Macías, dedicado al desdichado amor del trovador gallego. Símbolo de la nación como frustración, el lustre de la pistola con la que se quitó la vida se alza como metáfora redonda de un siglo que prometía claridad y sin embargo terminó en penumbra. Su muerte fue, acaso, un excesivo gesto del genio romántico pero también una metáfora que sobrevuela y todavía interpela.
El XIX es para algunos un siglo remoto, y sin embargo más cercano que nunca. Toma forma en la prenda que exhibe el Museo del Romanticismo. La levita constituyó la indumentaria por excelencia del hombre decimonónico, y precisamente con ella fue representado Larra en el retrato pintado por Gutiérrez de la Vega que el museo expone en su sala XVII. Y aunque ya lo hemos dicho, hay que insistir: apetece probársela. Ajustarla como una piel prodigiosa y castigada. Un bello guante en la víscera de un corazón estropeado: el suyo... y, a veces, el nuestro.
Otros dos objetos –que forman parte de la colección permanente del museo del Romanticismo- añaden a la solitaria levita una capa adicional de significado. Unas salas antes de llegar a la alcoba donde se exhibe ésta, es posible ver, colocadas dentro en un escaparate el manuscrito de Las calaveras, un texto satírico de Larra que forma parte de sus estampas sobre costumbres. El texto está exhibido justo junto a la cinta fúnebre del entierro de Zorilla. Curiosa –y a todas luces intencionada coincidencia-. Fue justo el 15 de marzo de 1837, dos días después del suicidio de Larra, el joven José Zorrilla -que depsuntaba cual joven promesa- acudió a su entierro, donde leyó: “Broté como una yerba corrompida/al borde de la tumba de un malvado/ y mi primer cantar fue a un suicida; ¡agüero por Dios bien desdichado”.
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